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18 DE MAYO EN URUGUAY: LA BATALLA DE LAS PIEDRAS

 «Si Las Piedras fue la húmeda placenta, el barro de ese día desgarrador fue  el líquido amniótico; y la espada artiguista el instrumento que cortó el cordón umbilical.»

Por J. J. García Pena

Que a los seres humanos, sin importar su origen ni creencias, nos fascinan los ciclos de cualquier género no es novedad  para nadie. Tal vez tal encantamiento esté relacionado con la reiteración de las estaciones planetarias,  la elipse orbital  o la redondez aparente de los astros y los átomos. El macro y el microcosmos. No lo sé. Lo cierto es que gozamos encasillando todo aquello que consideramos digno de ser rememorado cíclicamente.

Los hechos históricos, generadores de cambios significativos en las vidas colectivas y personales, toman significación, solamente, una vez afianzado el fin perseguido. Así se habrán perdido para siempre fechas que pudieran haber sido hitos de referencia, en caso de bien lograrse.

Mucho de albur tiene el devenir humano. Como su deambular ancestral tras las esquivas presas, su comida. O descubriendo un nuevo continente por pura ignorancia de que se hallaba allí, en el camino a la India.

El  hito que hoy nos ocupa tuvo su doliente parto hace doscientos años.

Un cuadro épico, grandioso por sus dimensiones, excelente trazo y cargado de simbología, intenta darnos una imagen de lo acontecido el gris y frío día del 18 de mayo de 1811, muy cerca del arroyo de Las Piedras.

Tal vez a su creador, Blanes, imbuido del espíritu renacentista de sus maestros, cuyas grandes gestas retratadas por encargo para ensalzar, en los refinados salones europeos, lo que de glorioso  pudiera tener el aplastamiento de los rivales, le haya parecido poco presentable el aspecto que, por fuerza, debieron presentar todos los actores ese día. ¡Hasta se esmeró en pintar las posibles sombras proyectadas en  un utópico e ideal día soleado!

Quizás por eso prefirió no tomar en cuenta  los nueve días de lluvia continua en la zona, a escasos veinte kilómetros de la casa fundacional de los abuelos maternos de don José, y que tras el combate habían dejado al campo de lucha  convertido en un fangal.

Sin exigir demasiado a la imaginación podremos visualizar  trajes, cuerpos y rostros irreconocibles, entre la mezcolanza de sudor, barro, sangre y extrema fatiga. Los obuses debieron levantar cráteres de tierra empapada o arar el embebido pasto y tronchado los escasos árboles nativos, al mismo tiempo que cercenar torsos y extremidades.

Los caballos enfangados de barro y estiércol  hasta las ancas, destrozados los correajes y sombreros, sucias de lodo y sangre las pañoletas y blusas de las abnegadas  mujeres auxiliadoras, intentando aliviar las ardientes heridas de los batalladores, o consolando sus  palabras agónicas, antes de su traslado al improvisado hospital de campaña, en la cercana Pilarica.

Ni un casco herrado, ni una bota, ya militar ya de potro, ni un chiripá, debió librarse del latigazo de la tierra convertida en lodo.

Ni qué decir de la escasa ropa seca. Hasta nuestro prócer luce impecable, sin signos de la bélica hazaña,  en su uniforme de Blandengue, rodeado de su oficialidad. Se diría que estuviesen maniobrando, a la espera de incorporarse a un desfile castrense.

Poco o nada del dolor de la victoria  nos transmite el aséptico y magnífico cuadro de don Juan Luís.

Ese  día, 18 de mayo,  pudo ser uno de tantos de los tercamente  lluviosos  de ese mes, que hacían esponjoso el suelo de la Banda Oriental, tanto que, en dónde hollase  herradura o girase rueda, salpicaba barro. Sin embargo amaneció sereno, aunque gris. Pero varios factores coincidirían para que esa jornada llegara al futuro, convertida en piedra angular de nuestra novel historia.

El virreinato del Plata, como todas las posesiones españolas de ultramar, hacía tres años se encontraba sumido en el desconcierto de no saber, con certeza, qué rumbo tomar: se debatía, al igual que en la misma Junta Provisional  de Cádiz en España, cuál sería la mejor decisión para mantener la unidad del reino.

La hasta entonces todopoderosa nación, se encontraba ilegítimamente acéfala. Napoleón Bonaparte la había invadido y ungido como rey a su alcohólico hermano José Bonaparte, a quién el pueblo, siempre satírico y certero, bautizó como Pepe Botella. El inoperante y débil rey depuesto, Fernando VII, El Felón, estaba prisionero en la frontera con Francia, en Bayona.

La confusión y su hija, la desconfianza, en España, no eran poca cosa, entre patriotas y “afrancesados”. O por mejor decir, entre leales al monarca encarcelado e ilustrados que veían con buenos ojos la rara oportunidad de madurar sus ideas de avanzada, tendientes al humanismo, en ambas orillas del Atlántico. Si eso pasaba en la propia metrópoli, es fácil conjeturar lo que sería a doce mil kilómetros de distancia, donde las noticias más frescas demoraban semanas en conocerse y llegaban deformadas.

En la península  se armaron grupos de patriotas que lucharon con denuedo contra el invasor francés, en guerra de guerrillas.  Mientras tanto se formaban Juntas Provisionales, para decidir el rumbo a seguir. Se rumoreaba sobre la intención de  dar autonomía a los virreinatos, para mejor gobernarse ante la pavorosa crisis institucional, incluso los más liberales no ocultaban su intención de  declararlos libres, sin más. Argüían que ello mantendría la unidad de la entidad  hispánica.

En América, y en particular en nuestra zona, se siguió ese ejemplo, siendo la llamada Junta de Mayo de 1810 en Buenos Aires, si no la única, la de mayor repercusión platense.

Estaban esas Juntas compuestas por españoles nacidos en la península y también los nacidos en América, los llamados criollos. Éstos a aquellos, como medida de despreciativa diferenciación, les tildaban de “godos”.

En el hervidero de urgencias políticas de conveniencia, que las Juntas eran, bullían ideas monárquicas variopintas, -no desdeñaban los más recalcitrantes en proclamar una monarquía local, basada en algo así como encumbrar a un rey inca-, en franca rivalidad con otras claramente opuestas, netamente libertarias, autonómicas o emancipadoras.

Sin embargo la confusión, el temor, la esperanza y la desesperanza se batían en los conciliábulos de los Cabildos en ambas márgenes oceánicas. Todo vecino de pro -entiéndase por ello a quienes poseían bienes o eran de solar conocido-, era llamado, o se presentaba de motu propio, a apoyar una u otras tendencias. Es de suponer las encrucijadas morales de aquellos que sentían fidelidad por Fernando VII, pero al mismo tiempo reconocían llegada la hora de la madurez cívica, en su nueva patria.

Cuando elegimos hablar perdemos la virtud que pudiese entrañar el silencio. Pero no podremos elegir ambas. Es el dilema del bisoño jovenzuelo, que desafía la autoridad paterna a pesar del respeto que siente por su figura.  Tal vez un día retorne, ya hombre, para mostrar, orgulloso,  sus retoños a su obcecado abuelo. Pero hoy lo desafiará, por los  fueros vitales que anhela.

No podremos comprender el desarrollo de los posteriores hechos sin destacar que, entre los principales factores desencadenantes de esta ansia de cambio de unos contra el sometimiento de todos, se hallaban las notorias, seculares  e injustas  diferencias cívicas entre sí. Se consideraba que los nacidos en España podían a aspirar a cargos negados a sus hermanos americanos. Así podía darse, y se daba, que en una misma familia algunos miembros  gozaran de prerrogativas vedadas a otros.

Esa torpe, injusta  y antipática ley administrativa no fue un factor menor a la hora de decidir a qué bando pertenecer. No es de extrañar, pues, que a pesar del desconcierto de la hora, algunos dubitativos prohombres, a pesar de su fidelidad demostrada reiteradamente a la corona española, fueran decantándose por otra opción novedosa: emanciparse de ella.

La Junta de Buenos Aires, deseosa de mantener y heredar  el poder central del tambaleante virreinato, intenta atraer a las personalidades más destacadas de ambas riberas. Entre ellas José Rondeau y José Artigas. Nuestro Artigas no era un desconocido para aquella. Se había destacado en varias acciones bélicas y de protección rural como integrante del Cuerpo de Blandengues. Acudió con fuerzas montevideanas en defensa de Buenos Aires cuando ésta fue asaltada por invasores ingleses y se batió con hidalguía en sus calles.

En esa oportunidad, ya  arrojados los ingleses de la hermana y agredida ciudad, -acción que le otorgó a la nuestra el pomposo título de La muy Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo- casi perece ahogado al volcarse la embarcación que lo traía de regreso.

Cuando el mismo enemigo, un año más tarde ataca a la pequeña Montevideo, don Gervasio, como Ayudante Mayor se  pone al frente de un puñado de valientes montevideanos para plantarles enconado obstáculo a los invasores, chocando con ellos en los campos del Cristo del Cardal, en donde hoy se levanta nuestra Universidad, en la avenida 18 de Julio.

Solo el desproporcionado número de atacantes pudo vencer a los esforzados montevideanos.  Don José, entre otros muchos, fue tomado prisionero por los ingleses.

No hubo virtud más amada y practicada por Don José que la lealtad.

Artigas fue siempre leal a la bandera bajo cuyo signo nació y por la cual luchó, según su propia expresión, por los intereses de  “nuestro amado rey, Fernando VII”. No en vano fue esa bandera la que ambos bandos beligerantes desplegaron en la localidad de Las Piedras, si bien por diferentes posiciones. (Faltaban aún cuatro años para que nuestro prócer, ya totalmente volcado a la consecución de una ansiada libertad política, mandara enarbolar en sus campamentos, la tricolor, inspirada en la libertaria de los revolucionarios  franceses y norteamericanos).

Sabía que se trataba de una guerra civil entre  españoles peninsulares y criollos en uno y otro bando. No hay más que consultar los nombres e identidades de quienes componían ambos bandos para confirmar esta rotunda afirmación.

No faltaba, sin embargo, el fermental concurso de negros aún esclavos y algunos indígenas, fieles al influjo de nuestro caudillo, a quién mucho se le  ha cuestionado la propiedad y uso de esclavos negros entre sus filas o asignados a su servicio doméstico o personal. No debemos perder de vista que Artigas, a pesar de descollar entre sus contemporáneos por sus ideas avanzadas para la época, era hijo de su tiempo. Hoy  nos es fácil darnos cuenta de cuán anormal es que un ser humano esté en estado de esclavitud respecto a un semejante.

Pero no olvidemos que la iglesia católica, rectora y generadora de esos prejuicios racistas, tenía una influencia, si no superior, sin duda igual a la de la monarquía en el orden social. Aquella moldeaba a su antojo, con la complacencia de ésta, el pensamiento popular, tanto o más que el propio gobierno. Los escasos libros que circulaban en las colonias españolas no eran precisamente “despertadores de conciencias”.

Antes bien abundaban los somníferos misales, o las ensoñadoras Vidas Ejemplares de los Santos. O aristotélicos engendros, tratantes del sexo de los ángeles. Y era ella, la Iglesia,  quien bendecía los infames cargamentos de carne humana para reemplazar al vedado -y respetado a regañadientes- uso de aborígenes en régimen de esclavitud.

En la Redota, singular y espontánea gesta  que  se produciría y conduciría más tarde, ese mismo año, Artigas levantó un padrón donde consigna, con escrupulosidad de notario, quienes y qué cosas  componían la larga, digna  y penosa caravana. En ella todavía aparecen los esclavos entre las pertenencias de los “cabeza de familia”, que sí ostentan plena categoría de humanos.

Nada podremos entender de los procesos históricos si los sacamos de su contexto. Así los hermanos Wright  podrían ser considerados poco lúcidos, por no haber construido de entrada un mejor avión. Hoy, quienes nada aportamos a ello,  gozamos de su “ridículo” invento.

También debemos, si nos interesa  ahondar en las causas y motivaciones emancipadoras, indagar, conocer el escenario geográfico, económico y humano en que se resuelven los conflictos.

Y la Batalla de las Piedras es ininteligible  si no la vemos como la entendió el propio Gervasio: una guerra civil. Confusa, sin duda. Improvisada, si se quiere. Errática, tal vez, pero civil. Los convulsos y acongojados  estertores de una madre extemporánea, debilitada por  un parto no deseado, y la nueva vida surgiendo de su vientre, gritando su desconcierto y  tragando a raudales el fresco aire americano.

Si Las Piedras fue la húmeda placenta, el barro de ese día desgarrador resultó ser  el líquido amniótico; y la espada artiguista el instrumento que cortó el cordón umbilical. Una lucha desgarradora y confusamente civil. Tan es así, que en el transcurso de la batalla que duró unas seis horas, varios fueron los hombres que se pasaron a filas “enemigas”.

El día anterior, el Natural Líder  se encontraba, con las fuerzas que había podido reunir, en la Villa de Nuestra Señora de Guadalupe, hoy ciudad de Canelones; desde ella mantenía  sitiada a Montevideo.

Toma conocimiento de que de la casa de sus padres, en el Sauce, las tropas virreinales le arrean más de tres mil cabezas de ganado vacuno, otro tanto de lanar y por encima de mil caballos. 

Las reses son conducidas de inmediato a la hambrienta Montevideo, además de herir o matar a varios hombres que allí se hallaban y tomar prisionero a su hermano Nicolás, “Cucho”, quien sería canjeado por vencidos de Las Piedras.

Sabedor de que el virrey enviaba huestes regulares a por él, les sale al encuentro y chocan en un campo cercano al arroyo llamado de Las Piedras, que da nombre a un pequeño poblado, donde él solía comerciar sus  cueros  en el local de un conocido acopiador. Ese local había sido, tiempo atrás, antiguo convento bajo la advocación de la Virgen del Pilar. La Pilarica.

Artigas, considerado en rebeldía por el Virrey de Elío,  amurallado en Montevideo, debió enfrentar al improvisado ejército que desde allí fue enviado.

España no estaba en condiciones de enviar tropas para contener los alzamientos en sus colonias. Por tal razón el virrey, ante la amenaza de perder la ciudad, decide enviar con destino a La capilla de Las Piedras, como fuerza de choque y contención, a quien tenía a mano: un capitán de fragata, don José Posadas, marino inhábil en combates en tierra, obligado por su honor y las desgraciadas circunstancias a comandar una marinería de doscientos hombres  afectos al trago, hasta tal punto que un bando salió desde el Miguelete, imponiendo el cierre de todas las pulperías hasta Las Piedras.

A ese improvisado batallón se les unirían otros, regulares y organizados, en las inmediaciones de Las Piedras, pero nada pudo hacer el noble Posadas por  impedir la borrachera y consecuente desorden  de sus indisciplinados  hombres.

Los dos cañones que transportaron desde Montevideo atendidos por negros y pardos, no consiguieron equilibrar las fuerzas, minada la moral de los realistas por la desventajosa  inclusión en sus filas de cuanto delincuente, preso en los Reales Calabozos de la Ciudadela, se acogió a la súbita amnistía decretada a la carrera por el azorado virrey, con el propósito de engrosar con ellos el contingente bélico en contra de los sublevados.

¿Deberemos hacer un gran esfuerzo de imaginación para saber el efecto resultante de sumar estos díscolos elementos a los marineros mencionados?

Un total de mil doscientos hombres comandó o intentó comandar Posadas esa tarde (el combate comenzó a las 11 de la mañana y culminó al ocaso.) Doscientos se le dieron vuelta  a poco de comenzar la batalla.

Se combatió con ardor en ambos bandos, y al fin las fuerzas artiguistas vieron recompensado su  tenaz y heroico esfuerzo. Artigas, en ese memorable día vestía, orgulloso, su uniforme  de capitán de Blandengues. Pudo haberlo hecho en traje de paisano, si aborreciese el arma a la cual sirvió con total lealtad. Y dando ejemplo inhabitual de civismo y caridad cristiana, impidió que sus oficiales se ensañaran con los vencidos.

Es en esa  alentadora jornada cuando Artigas comienza a mostrar al mundo la dimensión de alma superior, muy lejos de la falaz  frialdad de las estatuas y cerca del pueblo llano. El  no creíble cuadro de los Blanes, nos lo retrata observando la entrega de la espada del derrotado Posadas al capellán  Valentín Gómez, para no ofender al vencido. Digno hasta en el mínimo detalle.

Artigas, lejos de la figura de bronce y granito que nos han hecho creer, está mucho más cerca de nosotros, de los hombres y mujeres llanos y libres, que lo que suponemos. Por sus propias expresiones, sabemos de su propensión al llanto, y sin duda a la reflexión profunda. Pero también poseía un espíritu lúdico y campechano de la vida. Buen bailarín, cantor, guitarrero y…mujeriego, aunque no dejó de reconocer a cuantos hijos tuvo con diferentes mujeres.

Sus debilidades humanas no lo apartaron de la misión que se auto impuso: plasmar sus ideales de libertad “en toda su extensión imaginable”. ¿Dónde encontraremos, en un solo individuo y en los albores del siglo XIX, mayor don de gentes, respeto por la vida ajena y librepensamiento efectivo y fecundo,  que en la figura de Artigas?

La batalla de las Piedras resultó, al cabo y  en sí misma, la primera intención de dar forma a un sueño forzado, imperfecto y colectivo. Pocos meses después, en la Derrota, ese sueño comienza a concretarse, aún débil, pero heroico en su gestualidad. Nacía, en caravana de dignidad, una entidad con todos sus elementos constitutivos de nación.

A partir de ese mojón conceptual, y como una crisálida cuyo capullo le incomoda en su estrechez, la mariposa batirá sus alas celebrando la nueva vida.

La dependiente Banda Oriental se transmutó en la República Independiente al Oriente del Uruguay.  Sencilla, ilustrada y digna. Cuna de hombres y mujeres libres.

Artigas, el general emancipador que jamás se pavoneó en salones europeos, era el hombre adecuado para  la delicada misión.

Soportó, por respeto a sus mayores, su herencia hispana de religiosidad acérrima y otros torpes  yugos. Ya se ocuparían otros Pepes, en el mismo siglo, desde la enseñanza y el gobierno, de completar su obra.

En él bullía, en pleno desarrollo, el espíritu del hombre nuevo, el librepensador. Fue Él  quien se preocupó de dejarnos las bases de la libertad de culto y conciencia. Él nos legó la semilla, fructificada más tarde por sangre, inteligencia  y coraje de otros buenos orientales. Una patria  a su imagen y semejanza. A la medida del hombre.

Un Alejandro, un César, no lograron tanto, comparativamente, con tan pocos recursos. Y a diferencia de ellos, Artigas jamás  se preocupó en amontonar bienes que lo elevaran por encima de los mortales comunes. Desdeñó honores, por considerarlos fatuos…   “En nada parecía un general”.

Su gloria, gigantescamente humilde y personal, consistió en legarnos, con cabal conciencia de ello, algo que soñó, impulsó, pero de lo que jamás disfrutó. Es la mayor muestra de fe en una idea que un ser humano se puede permitir. Sembrar, aún sabiendo que no se han de comer los frutos.

Pero otros lo harán: sus hijos. Lo somos. Y ojalá sigamos siendo, además, dignos custodios de su memoria y de su ejemplo.