galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

APOCALIPSIS PERPETUO

Por J.J. García Pena

 Hace tres horas, en el salón de conferencias de la Alianza Francesa de Montevideo, un público interesado en temas ambientales, escuchó de labios de su propio autor , el licenciado Aramís Latchinián, un tan sucinto como enriquecedor compendio de su libro Globotomía. Del ambientalismo mediático a la burocracia ambientalista.

 En Uruguay, el joven oceanógrafo y consultor ambientalista no necesita presentación. Su clara y firme trayectoria le hizo ocupar altos cargos, con aplaudida gestión en organismos estatales de particular exposición a la sensibilidad publica, como por ejemplo , el directorio de Ancap (Administración Nacional de Combustibles Alcohol y *Portland) o la DINAMA (DIrección Nacional de Medio Ambiente.

Con expresividad verbal cargada de giros coloquiales y gran sencillez expositora, no exenta de sólidos datos científicos, supo llegar a la conciencia de un heterogéneo auditorio, que siguió su exposición con agrado evidente. La particular visión de la problemática ambiental de Latchinián apunta a hacernos pensar y reprocesar la información que nos bombardea a diario, pasándola a través del filtro del sentido común.

Nos convoca, el licenciado, a tomar clara conciencia de los temas ambientalistas, sin ocultar los daños que desde siempre el hombre, en su afán de progreso, le ha ido ocasionando al planeta. Que no han sido pocos. No hay más que contemplar, desolados, el nefasto e incontrolable, por ahora, surtidor submarino empetrolando las aguas y arenas del Golfo de México, o recordar la agonía del Prestige, frente a las bravas costas gallegas.

Pero, nos alerta Aramís, debemos desmenuzar la información y entender de qué se trata. No metamos en una misma bolsa los reales problemas puntualmente antropogénicos y los de origen puramente natural.

 Los volcanes, tsunamis, terremotos, extinciones biológicas y toda una serie de “calamidades” que afectan a todo el planeta por igual, no dejan de ser manifestaciones propias de un planeta vivo, de un organismo vivo, por tanto perpetuamente inquieto.

Y lo han sido muchísimo antes de la aparición de nuestra depredadora especie.

 E inclusive ella misma se ha visto, infinidad de veces, afectada por esas perpetuas manifestaciones de madre Natura. ¿Acaso Pompeya o Herculano, asfixiadas por millones de toneladas de ceniza y lava, sufrieron las consecuencias de la acción devastadora de la humanidad? ¿Qué arte ni parte le cupo al hombre en la hecatombe de Santorini, más que el rol de desprotegido e involuntario testigo? ¿O tal vez la deriva de los continentes puede atribuirse a pruebas nucleares de científicos, insanos mentalmente? ¿Nos atribuiremos, también, la extinción de millones de especies desaparecidas mucho antes de nuestra llegada? ¿O habremos de asignarnos el mérito en la forma, aproximadamente esférica, de nuestro planeta? ¿Siempre lo fue? ¿No será que colosales fuerzas, aún no del todo conocidas en su inimaginable magnitud, han hecho el ciento por ciento de ese trabajo sin la menor participación humana? ¿O seguiremos, aristotélicos, creyéndonos el centro del Universo?

Maduremos, independicémonos de las predicciones apocalípticas que siempre acompañaron a nuestra especie desde las cuevas de Altamira, cuando el más astuto de nosotros jugaba a brujo, e infundía miedo a los demás para proveerse de víveres sin salir de la seguridad de la caverna , mientras se valía del terror de sus semejantes para infundirles, con pases mágicos, el valor que él no tenía.

Pasando los siglos, el mismo astuto bendijo las frágiles barcas de los pescadores que solían dejar sus vidas en el mar, -o los mineros las suyas en un socavón- o las armas invasoras y fratricidas, mientras él, cobarde e ileso como siempre, ahora en una cueva con campanario, disfrutaba de lo logrado con sus malas artes.

 No nos habla específicamente de esto último el licenciado Aramís.

Pero en su inteligente mensaje está implícito el derecho y el deber de razonar por nosotros mismos, sin aceptar porque sí, todo lo que los grandes intereses políticos, globales ellos sí, se empeñan en hacernos creer.

Aprendamos a discernir lo real de lo falso. Sepamos que nos seguirán acompañando los falsos profetas del Apocalipsis por unos cuantos siglos más. Pero mantengámoslos a raya con el único recurso que todos, sin excepción, tenemos: nuestro razonamiento. Ejercitémoslo.

En los años cincuenta y sesenta estuvimos a punto de ser invadidos por seres pequeñajos y verdes, con antenas en la frente y ojos saltones.

Antes de eso nos pronosticaron que volaríamos en pedazos por la bomba H .

Cuando se agotó el filón, por aburrimiento de la tensa espera, nos amenazaron con morir calcinados por la delgadez de la capa de ozono.

 Cuando la moda informativa mudó, supimos que nuestro fin estaba próximo por el agotamiento del petróleo.

 Y no quiero sumar las veces que se nos anunció el fin del mundo, con fecha y hora, con el terror metido en el cuerpo, hasta que, con un sólo ojo abierto, mirábamos pasar el minuto fatídico.

A propósito, ¿cuándo es la próxima fecha apocalíptica? Ponme cuatro, así tengo para más tiempo…

Los daños a la naturaleza existen, son inocultables. Tanto como ubicables.

 Y debe ser responsabilidad de quienes los generan el saber repararlos.

 Pero no nos dejemos confundir. Los daños están focalizados.

No toda la humanidad es culpable. Poco desperdicio de agua hace un beduino. . .

Hoy nos aseguran que en Carolina del Norte han soplado vientos devastadores de 220 k/h, como hacía 140 años no se registraban. ¿Seremos capaces de preguntarnos y respondernos a nosotros y a nuestros futurólogos de turno, por qué hace 140 años se producían los mismos vientos, si según estos Nostradamus modernos, la culpa de tales desastres la tienen la contaminación y devastación humana solamente?

 Usemos el amplio cerebro que tenemos. No neguemos los daños que nos competen. Exijamos, en todos los foros posibles, que no envenenen nuestras playas con desechos oleaginosos, pero no les hagamos el caldo gordo a los vaticinadores de calamidades, los que siempre han medrado con los miedos ajenos.

 El Apocalipsis ya cabalgó en huesudos corceles, en naves extraterrestres, en misiles intercontinentales, en carros de combate; se disfrazó de pandemia, de siete plagas, de… Nada le cayó del cielo a nuestra especie, salvo la lluvia, la nieve y lava volcánica.

Cada avance le ha costado sudor y vidas. Siempre que dio un paso debió pagar un precio altísimo. Cuando se encerró en burgos debió aprender, con miles de cadáveres, que no era suficiente con los muros para defender su humanidad.

 Un nuevo desafío lo martirizó durante siglos , hasta que comprendió que su gente no moría por castigo divino si no por enfermedades propias del nuevo modus vivendi: el hacinamiento intramuros.

 Hoy vivimos en ciudades porque aprendimos a hacerlo, no fue regalo del cielo.

 Es la acumulación de experiencias pagadas con nuestra propia sangre de especie superior. Superior porque pensamos.

Y ha de ser ese factor el que nos proyectará a un futuro cada vez más justo. Aún muy lejano, pero posible, El ser humano, a pesar de todo, sigue siendo el mejor y el peor, según se mire. . Y, aunque choque a muchos, el más inteligente.

Pensaré lo contrario cuando vea a un delfín haciendo saltar a un humano a través de un aro. O a una colonia de abejas esclavizándonos para fabricarles miel.

Temámosle, solamente, a la ignorancia.

*Portland: (pronúnciese porlan) nombre local genérico uruguayo aplicado al cemento para construcción.