galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

AQUELLA FIESTA EN CASTRELOS

El Auditorio de Castrelos estaba a tope. Veinte mil personas celebraban el regreso de la democracia a España cantando las que nos sabíamos todos, las de los cantaautores, las de la clandestinidad, incluida el “Bella Ciao” y el “Venceremos Nós”. 

Aquel primer “Galeuzka” lo había organizado yo y solamente yo. Nadie me echó una mano salvo Bibiano Morón y Manolo Soto, el alcalde. El primero consiguió que allí no cobrara ninguno de los músicos y el segundo nos cedió el recinto y se volcó con los servicios públicos.

Todo fue bien hasta que salí a presentar aquel festival de música para la libertad y recibí una pitada como si yo tuviese la culpa de los 40 años de dictadura.

Aquella fue la única pitada de mi vida y había presentado ya más de cien conciertos, tanto en Euskadi como en Galicia. En Donostia –incluso sin saber euskera- me hicieron el honor de permitirme presentar algunos eventos de los Ez Doc Amairu cuyos discos había sacado literalmente del armario de Radio Popular, donde los metiera un canónigo nombrado director de la emisora por un obispo facha. 

Aquella noche en Castrelos no comprendí los silbidos y me sentí un apestado. Me pareció a mí que mis “gichiños” de Vigo, a los que fielmente había servido desde mis noches de radio, me odiaban…

¿Tan mala radio había hecho?

¡Aquella noche me sentí desolado! Bibiano, que militaba en el Partido Comunista de Galicia, me echó la mano por el hombro mientras mi amigo Xúas decía…

—- Os que che asuvían son os do PC…

A lo que Bibiano respondió contundente…

—- Diso nada, Xerardo, son os teus.

(Se refería a los de la UPG)

Os juro que incluso me cayó una lágrima. Aquella noche yo esperaba hacerles gritar contra la opresión, la esclavitud, las dictaduras… ¡Castrelos contra el mundo!

Pero me silbaron nada más abrir la boca y me fui del escenario.

Debajo de él, alguien me dio mi primero y mi último porro. Aquel canuto me hizo daño, mucho daño. Realmente me emborraché y me quedé dormido sobre un banco, como tirado. Lo último que recuerdo de esos momentos es el rostro de María del Mar Bonet y una palabra…

—- ¡Pobrecito!

Nunca jamás presenté un festival o concierto, me limité a hacer mi trabajo en los medios de comunicación. Muy forzado por algunos de mis amigos, sí, pronuncié el pregón de algunos eventos lúdicos, incluso impartí conferencias en algunas universidades tan prestigiosas como la Complutense y presenté cientos de actos.

Pero nunca me volví a subir al escenario porque aquella noche en Castrelos aprendí una muy buena lección:

Nadie quiere que un pelma –por ejemplo un servidor- les robe unos minutos de algo por lo que esperan con ansiedad. Las estrellas, si brillan con luz propia, no necesitan presentación.

Tampoco volví a fumarme un  porro ni me pasé con el alcohol nunca. Porque lo que más me dolió de todo aquello -cuando estaba ido– es que la Bonet me llamara, con mucha lástima, “pobrecito”. 

Lo mismo  que exclamé yo esta mañana de lunes cuando leí en el periódico que un niño de dos años tuvo que ser ingresado en el Hospital Alvaro Cunqueiro de Vigo, por una intoxicación de cannabis.

Los padres –gente muy joven- dijeron a la policía que el niño se encontró por el suelo una chinita y se la comió… mientras ellos se encontraban fumando un porro.

—- ¡Pobrecito!