galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

CASI UNA HORA PARA ESTAR EN PUNTO

Por Alberto Barciela

Hace ya todos los años del mundo que la vida está hecha de esperas. Cada época se sumerge en todas las épocas, la vivida y la no experimentada. Somos consecuencia de las precedencias e inquietud por el futuro que ha de venir, irremisiblemente, con su consecuencia. Las horas se suicidan desde los campanarios. Cada sesenta minutos se precipitan al vacío, tras los femtosegundos, tras las milésimas, tras los minutos y las horas, precediendo a los días, a las semanas, a los meses, a los años, a las décadas, a los siglos. El tiempo es como la carcoma: persistente, inexorable, escurridizo, casi imperceptible en el instante, rotundo en el medio plazo y mortal en lo infinito.

Les ponemos nombres a las horas en un intento banal por dominarlas. Las horas son canónicas o prosaicas, como la del té, las onces de Sudamérica, la fatal, la del ocaso, la de la siesta -Hora Santa, según un Obispo de Lugo-, la de comer. Hora admite casi todos los adjetivos y clasificaciones.

Somos el tiempo que nos lleva. Utilizamos artilugios para medirlo: de sol, de arena, de agua, de cuco, con agujas, analógicos, digitales, atómicos. En respuesta a tanta audacia, la naturaleza impávida, se enuncia en hermosas albas y ocasos, sin desajustes, sin impaciencias. Las correcciones que imponemos a nuestros calendarios con los años bisiestos son tan humanas como nuestros errores. La luz es luz y la imperfección está en el tictac de nuestras propias vidas, no en la noche, que sólo es sombra.

El tiempo es una imagen de la evolución. Un convencionalismo humano le ha dado forma. Un tictac nos gobierna desde que inventamos la fórmula para hacer trascendente lo que ya era trascendente. El tiempo nos recuenta y nos entierra en un reloj de arena, nos hace y nos devuelve al polvo. Así es como retornamos al Universo.

Es cierto que el ser humano alcanza a acordar ciertos convencionalismos de supervivencia, algunas explicaciones aparentemente lógicas de su existencia en un mundo inabarcable, e incluso aporta otras deducidas por su fértil fantasía. No obstante, siquiera el tiempo lineal de nuestros relojes es exacto, pues posiblemente existen otras dimensiones o comprensiones de planos y de realidades distintas, complementarias, paralelas o no. Quizá estemos viviendo ya la eternidad y con ello convirtamos a la muerte en un simple espejismo incomprensible.

Augusto Monterroso, escritor guatemalteco, decía temer que el fin del mundo se suspenda por mal (falta de…) tiempo. Y García Márquez tituló una de sus mejores novelas La Mala Hora. La literatura, la imaginación rebasan los límites temporales, los sujetan con poderosas riendas, pero no los alteran ni con humor ni con tragedia, solo los disimulan en ficción.

El tiempo es un juego en el que debemos vivir complacidos. El resto es prosa. Cambiar la hora del orbe es imposible. Las que deben mudarse son las costumbres, interrumpiendo las culturas incorrectas, consiguiendo que nuestros quehaceres se ajusten a horarios razonables, aquellos que nos permitan conjugar las responsabilidades laborales con el ocio, lo que se nos impone con lo escogido. Es hora de aplicar sentido común al presente. Es algo puntual y oportuno.

Una anécdota nos sitúa: el cambio del calendario juliano al gregoriano se llevó con él diez días de 1582, de los que nunca más se supo. Fueron 240 horas sin paz y sin guerra, sin contactar a una civilización interestelar, sin vivos ni muertos, sin efemérides. Sabemos que hoy es algo incierto. Rotundamente puede afirmarse que hoy no es hoy y que el ser humano vive equivocado por lo que no existió.

El no-ser fue posible por determinación de casta coronada. Pero contrariamente a lo dispuesto por el rey, aquellos días negados discurrieron con normalidad, fueron iluminados por el sol y las correspondientes lunas. Puro realismo mágico, papas luna o reyes sol. Nada.

Cabe la posibilidad de que a algún lugar recóndito de la selva no haya llegado ese otoño forzado por la pragmática de Felipe II en la que anunciaba la caída de diez hojas de calendario. Dondequiera que impere la ignorancia de lo oficial, de los dictámenes de aquellos que osaron jugar a dioses, la previsión seguirá siendo válida. La Historia tiene esos silencios largos y absurdos, atrevidos túneles como túnicas disimuladoras. El dominio del reloj amanerado de los monarcas no es cierto. El artilugio que cuenta segundos nos derrota sin amenazas, triunfa sobre las cosas, en cualquier circunstancia, sobre los conocimientos, sobrepasa la ignorancia.

En un cuento le propuse a un amigo cambiar todos los relojes del mundo para que por una vez fuese puntual. No llegó a tiempo para hacerlo. Se entretuvo para siempre ajustando sus relojes a la hora oficial, sin percatarse de que la percepción del tiempo real ha de ser la de la vida de cada quien. Libertad.

Además, qué más da. Una vez superados los 70, cada tres meses es Navidad. Lo decía, en la era de Fraga, don Antonio Fraguas, Cronista Oficial de Galicia, un genio que ya no es, pero que disfrutó en su propio tiempo con humor y profunda sabiduría una vida larga como un día sin pan. La percepción del tiempo también es variable, subjetiva.

Otra anécdota: Durante sus años de juventud y debido a un grave apuro económico familiar, el poeta y posteriormente cronista de la Villa de Madrid, Emilio Carrere entró a trabajar en el Tribunal de Cuentas por recomendación de su padre -del que era hijo ilegítimo-. Carrere nunca destacó por su amor al trabajo administrativo, lo que lo llevó a ser impuntual a la hora de entrar a trabajar. Cierto día fue llamado al despacho de su jefe inmediato, quien le dijo:

—-  Mire usted, Carrere, con esa manía de retrasarse, va a llegar un momento en el que se presentará usted todos los días al día siguiente.

Vivamos el momento. Es tiempo de la Europa de Junkers, de la lógica económica e incongruencia geográfica. Horas, husos y costumbres deben regirse por la sensatez, incluso en Canarias.

Antes o después de Cristo, a algunos parece que les falta casi una hora para estar en punto. Esperen sentados a que los Gobiernos rectifiquen y denle cuerda a cada día.