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EL CORONAVIRUS Y LAS RESIDENCIAS DE MAYORES

Por Alberto Barciela

Una conversación con profesionales de la atención a nuestros mayores, me alerta de una circunstancia que no puedo dejar de evidenciar, urgiendo la inmediata atención de nuestros poderes y el reconocimiento de nuestros conciudadanos hacia unos profesionales que cada día arriesgan su vida por atender a una de las partes más débiles de nuestra sociedad, nuestros ancianos.

A pesar de que las autoridades sanitarias llevan tres semanas hablando del virus, haciendo de él el principal argumento informativo de nuestro sistema mediático, con una prolija matraca de anécdotas y consejos elementales; y después de que los expertos chinos ya fijaron el principio de que el virus discrimina por edades, y convierte a los mayores con patologías previas en el principal grupo de riesgo de contagio y el más vulnerable ante el desarrollo de la enfermedad, puede decirse que el problema de las residencias de mayores le estalló en las manos a los expertos que programan y deciden la lucha contra el COVID-19, como si nadie se hubiese acordado de que en España hay miles de personas internas en residencias -muchas están insertas en núcleos urbanos-, y que un altísimo porcentaje de ellas padecen múltiples patologías previas, propiciando una acumulación de riesgo; es una situación sin alternativas y mucho peor que otras hipótesis que podamos imaginar.

Incluso ahora, cuando llevamos unos días dirigidos por un mando único y centralizado, siguen sin tomarse decisiones eficaces ante la dramática situación que las residencias viven en primera línea, y que en términos médicos, estratégicos, familiares y sentimentales se acaba por trasladar a toda la sociedad.

Por eso, aunque no quiero romper la unidad de los esfuerzos y el sentido moral de la cooperación ciudadana, he de decir que las residencias de mayores son víctimas de esta crisis sanitaria y de la falta de señalamiento y atención de sus necesidades. No son focos de infección o descuido achacable a sus gestores, o a un personal cuya profesionalidad y heroico sentido del deber debería compararse al de los centros sanitarios. En las residencias cuidan a las personas más vulnerables ante este virus. Y, aunque ahora sabemos que llevan varias semanas implementando medidas de prevención y protocolos de actuación, todo indica que las autoridades sanitarias, a las que correspondía detectar el riesgo y socorrer las necesidades de los mayores con la misma atención que se le presta al conjunto de la población, han dejado que las residencias que acogen a nuestros padres y abuelos, y prestan un servicio esencial para el funcionamiento social y laboral de una sociedad moderna y avanzada, sean vistas como lazaretos, en vez de tenerlos por la casa de sus mayores.

Ahora, cuando los efectos de este descuido y esta gravísima negligencia son evidentes, están llegando a las residencias la Guardia Civil, la Policía Nacional y la UME, que ofrecen su ayuda humana por encima de su deber, afrontan la desinfección de los espacios necesitados de ello y proporcionan el material elemental de protección, en gestos, a veces de heroico desinterés, que sirven de denuncia indirecta del mal camino que nos trajo hasta aquí. Pero ni siquiera eso impide que en algunas comunidades se siga rechazando el ingreso de los residentes enfermos en los centros sanitarios, no se proporcionen espacios de aislamiento medicalizado externo a las propias residencias, y no se atienda a las demandas de médicos o ambulancias forzando que los responsables de las residencias desistan de llamar, lo que resulta un patente desmentido de la rumbosa afirmación de que “nuestra sanidad estaba perfectamente preparada para este supuesto, y de que no dejaremos a nadie atrás”.

Finalmente, para poder frenar los nuevos brotes posibles, es imprescindible detectar cuanto antes a los enfermos y a los portadores del virus. Y por eso no se puede entender que no se haya puesto en marcha una política masiva de realización de test, específica para las residencias, y adaptada a ellas, y en la línea aconsejada reiteradamente por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que impida lo que hoy empieza a mostrarse como un agujero negro de nuestra atención sanitaria, o de la forma en que se están gestionando y distribuyendo en toda España los recursos de la contención y de la atención sanitaria.

Creo que los merecidos aplausos que animan a diario al personal sanitario y a las Fuerzas de Seguridad y del Ejército, deberían incluir expresamente al numeroso personal de las residencias, que están arriesgando su vida por la generación que nos legó nuestra sanidad y nuestro sistema de bienestar, y que ahora puede quedar marginada de su esfuerzo histórico más exigente y decisivo.

Ánimo a todos los sanitarios, profesionales geriátricos, personal de limpieza y a cuantos de una u otra forma contribuyen al bienestar de la sociedad, muy singularmente a quienes hacen que nuestra vida pueda proseguir con esperanza en un mañana mejor como hicieron nuestros padres y abuelos