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EL MIEDO DE TENER MIEDO

Por Alberto Barciela

¡Salud!”  Epicuro de Samos comienza así, sin inocencia, alguno de sus textos fundamentales, lo hace deseando fortaleza y vitalidad a su interlocutor, con un entendimiento moderno de lo que en buena lógica ha debido ser el afán primero de cada uno de los 70.000 millones de seres humanos que dicen que nos han precedido.

El juicioso Epicuro nació en el año 341 a. C. segundo de los cuatro hijos de un maestro y de una adivina, en el seno de una familia pobre. Educación, análisis, premonición, austeridad y suerte serían pues permanentes en su vida. Esto se denota en sus enseñanzas, significativamente en la Carta o Epístola a Meneceo, también conocida como la Carta sobre la Felicidad. En pocas páginas, el erudito aborda los temas centrales de su filosofía con respecto a la ética y la metafísica: la búsqueda del gozo espiritual, el miedo a la muerte, la naturaleza de los dioses, la clasificación de los placeres.

La pugna contra los miedos que atenazan al ser humano es parte fundamental del pensamiento elevado del polímata griego; no en vano, su forma de pensar ha sido designada como tetrafármaco, una receta para llevar la vida de la manera más feliz, recomendaciones para evitar la ansiedad o el sobresalto existencial, medicina contra los cuatro temores más generales y significativos: el horror a los dioses, el pavor a la muerte, el espanto ante el dolor y el recelo al fracaso en la búsqueda del bien.

Parece como si nada hubiese cambiado en dos mil trescientos años.

Si bien Epicuro no era ateo, intuía a los dioses como seres demasiado alejados de nosotros, los humanos, por lo que a su parecer no se preocupaban por nuestras vicisitudes y, por lo mismo, carecía de sentido recelar de ellos. Las divinidades deberían ser un modelo de dechados a emular en su coexistencia amistosa y armónica.

El pánico a la muerte lo consideraba también un sin sentido, puesto que todo bien y todo mal no son otra cosa que la pérdida de sensibilidad. Según él, el fallecimiento en nada nos pertenece, pues mientras vivimos no ha llegado y cuando llega ya no somos.

Por último, el filósofo resalta que carece de sentido desconfiar del futuro, puesto que “ni depende enteramente de nosotros, ni tampoco nos es totalmente ajeno, de modo que no debemos esperarlo como si hubiera de venir infaliblemente ni desesperarnos como si no hubiera de venir nunca”.

Como mantendría un moderno Epicuro, en el ahora que nos ha tocado vivir, en esta realidad vírica, no es posible establecer estrategias permanentes o elusivas. Hay que confrontar el momento con sus circunstancias. No cabe engañarse y, bien al contrario, es aconsejable rebuscar en la espontaneidad de los días el disfrute máximo de cada momento, incluso acercándonos con reflexión a aquello que nos impone un miedo psicológico. Hemos de aceptar el justo sentido del temor, quizás incluso llegando a alcanzar al placer del miedo, como sugería Sigmund Freud.

Es evidente que debemos optar por el sentido común y la máxima seguridad. No hay que ser destemidos, desmedidos o ingenuos, mas la vida no se hace de cobardías. Es necesario adoptar un amplio conjunto de disposiciones con efectos potentes: abordar reformas que aumenten el crecimiento personal y los aportes al conjunto, racionalizar el entendimiento de los males y de los disgustos, mejorar la estructura social de apoyo al que sufre, reflexionar con los nuevos filósofos sobre los alicientes de un mundo convulso, flexibilizar saberes u opiniones y, al tiempo, aceptar las pautas de los médicos, alentar las soluciones de los científicos y exigir a los políticos consenso en lo esencial ante una pandemia tan inusitada, tan irreferenciada, tan amplia y tan imprevisible en su aparición y duración.

En ese maravilloso compendio de sabiduría que es El Libro del Tao, Lao-Tsé afirmaba, algo más de un siglo antes que Epicuro, que el objeto de la esperanza y el miedo está en el interior de cada uno, pues, “sin un Ego, no pueden afectarte la fortuna o el desastre”. Hay que actuar pues en lo personal y ser útil a la sociedad. Toda oportunidad resulta errónea cuando solo se procuran culpables entre los demás o es a ellos a los que se les exigen soluciones. Al bien común le interesan las respuestas, no las disputas inertes, negligentes, desidiosas. El otro, existe.

Hoy, urge encontrar fortalezas y directrices claras que nos permitan no tener miedo al miedo -ansiedad-, eso que, en tiempos tan distintos y distantes, tanto temían Epicteto, Montaigne, Roosevelt o Gabriel García Márquez, de lo que ya advertían Shakespeare y Quevedo y cuantos han pensado con un cierto sentido común, capacidad de análisis e intuición.

Toda nueva amenaza ha de generar una nueva respuesta, una nueva cultura, quizás una nueva filosofía e incluso una nueva civilización. Arribarán esperanzas y amenazas inéditas y, entonces, como ahora, deberemos ser libres para pensar y decidir cómo mejor afrontarlas.

Siempre es buen momento para ser feliz o, al menos, para intentarlo. Al otro lado del río hay vida. Para cruzar hasta allí hemos de nadar contracorriente. Deberemos hacerlo sin olvidar a los que nos necesitan, sin pararnos a pensar si somos ideológicamente parejos, vecinos cordiales o de una u otra raza, sexo o religión. Cada brazada ha de ser enérgica no en la disputa de un récord, sí de una meta común: sobrevivir y ser mejores.

En cada momento hay que hacer lo que se debe, estar a la que se celebra. Ahora toca desterrar el temor, prevenir y encontrar una cura para el virus. Mientras tanto, hay que ejercer la vida como un viaje y aprender lo mejor de este desafortunado itinerario.

¡Salud para disfrutar! Sobre todo salud. Solidaridad para compartir. Y ánimo para superarnos. Los filósofos griegos conocían bien qué desear primero mientras buscaban la felicidad para todos. Quizás por eso aún hoy son reconocidos como los seres humanos más sabios. Por ellos, gracias a sus enseñanzas, y por nosotros vamos a ganar esta dura batalla contra la enfermedad y la ruina económica y social. Respeto, sí, miedo, no. Nademos juntos.