galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL NIÑO Y LA GAVIOTA

Por J.J. García Pena

Remoloneaba el verano  entre las rocas playeras de Malvín y Buceo, como queriendo estirar su tiempo de retirada en aquel abril montevideano. El otoño, su rival y nuevo inquilino de la playa del Buceo, lo iba empujando como para despeñarlo por el horizonte del Rio de la Plata, cuando el novel pescador se disponía a probar la cañita de dos tramos que entre él y yo habíamos fabricado durante toda la semana anterior.

El ómnibus nos había dejado a dos cuadras de la solitaria orilla y Javiercito, soltando caña y sedal, corrió, súbita y  alegremente, hacia un nutrido grupo de gaviotas que alzaron alborotado  vuelo de graznidos metálicos .

Embelesado, quedé mirando el cuadro, como si yo mismo, desdoblado en mi hijo, hubiese ahuyentado a esos seres universales.

Yo sabía de antemano que, cuando me lo propusiese, las reencontraría en ese sitio. ¿Me reconocerían?  Es que  ellas son todas iguales a ambos lados del Atlántico. En cambio, del niño que fui, nada quedaba. 

¿Cómo esperar, entonces, que me reconociesen tantos años después, como cuando sumaba mi voz al barullo de sus gargantas en aquella nuestra ría de Galicia? Ahora, domingo de mañana, mi pequeño de cuatro años aprendería a encarnar con lombrices el diminuto anzuelo de su aparejo de pesca, con tanta ilusión preparado.

Lanzó cuán lejos pudo el corto sedal casero y se sentó a esperar el pique.  Diez, quince, veinte, treinta…segundos.

—- Papá, demoran mucho, ¿por qué no pican?

—- Tenés que ser paciente. Dales tiempo. No te apurés.

—- Tan cerca de la orilla no pescaría merluzas, seguro.  La cosa era divertirse aprendiendo.

– ¡Picó, picó, papá!

—- ¡Dale, sacálo rápido, que se te escapa!

—- Es un cangrejo, –dijo el niño con desencanto.

– No importa, intentálo de nuevo. Por lo menos ya sabés que el cebo funciona.

 —- Pero yo  quería un pez…

—- No siempre sale lo que queremos.  Prestá atención a la boyita.

Diez, quince, veinte, cuarenta, cincuenta… segundos.

– ¡Se hundió de nuevo y más fuerte, papá!  ¡Ahora sí es un pescado!

Un cangrejo, el doble de grande que el anterior,  emergió abrazado a la carnada.

– Estamos tan en la orilla que solo saldrán cangrejos, Javiercito. Pero volveremos con una tanza más larga y ya verás cómo….

– Voy a juntar caracolitos y piedritas de colores. 

—- Yo te ayudo, pero antes desarmemos la caña y la dejaremos aquí, bajo esta piedra grande, ¡así! , por si viene algún perro y, jugando, se la quiere llevar.

Nos habíamos alejado cien metros, distraídos en nuestro rastrillaje  de tesoros marinos, cuando las gaviotas que, por docenas, habían recuperado el territorio invadido, rompieron la placidez sonora de la mañana dominical, dispersándose en volátil huida desordenada. Solo una permanecía dando saltos cortitos sobre la arena, en vanos y dolorosos intentos de zafarse del bocado que, imprudente, había picoteado. 

El diminuto anzuelo en que remataba el sedal, aún permanecía  cebado por la lustrosa lombriz, cazadora  de dos cangrejos. Su curiosidad de gaviota no pudo evitar probar el escuálido bocado y ahora reculaba y avanzaba en desesperados  movimientos pro liberación, de alas batientes y pico desmesuradamente abierto, como intentado vomitar.

Otra vez, en un mismo día, una nueva escena se me hacía familiar.

El viejo pescador de mis recurrentes recuerdos primeros, volvía a extraer  diestramente, pero sin misericordia, aquel gran anzuelo en el que aún se debatía un pez,  del fondo de la garganta de aquella gaviota de ría, encadenada al sedal de  la enorme caña de pesca profesional. Al hacerlo, trozos de faringe acompañaron la cruda extracción. ¿Cuántas veces reviví la misma escena infantil? No lo sé.

Mi hijo me observaba. ¿Repetiría frente a él la escena que condené apenas se grabó en mi conciencia aún limpia? ¿Podría su padre recuperar , indemne, la trabajada cañita que había prometido dotar de un sedal capaz de atrapar peces de un tamaño así, fijáte,  como el de los zapatos de Chaplin?

Me acerqué cautelosamente , avanzando casi en cuclillas, hasta el desesperado animal. Me tiró furiosos picotazos que debieron duplicar el dolor  de su boca malherida.  El dorso de mi mano derecha sintió el puñal de su agudo pico corvo, que dejó un rayito de sangre deslizándose como lava ardiente por la pendiente de un volcán de Liliput.   

Como pude, neutralicé al pájaro asiendo el arranque de  ambas alas con mi mano herida hasta que pude poner al ave enfurecida bajo la prensa de mi brazo izquierdo,mientras con la mano del mismo lado mantenía firme y alejada de mis ojos y cuerpo, cuanto me era posible,  la bestialidad de sus picotazos de nácar amarillo.

Sus garras intentaban, ferozmente, destrozar la piel delantera de mi muslo izquierdo  y sin duda lo hubiese conseguido, si la recia tela de mi pantalón vaquero  no hubiese oficiado de escudo. Javiercito, a dos pasos, no se perdía detalle, atento a mi pedido:

—- Quedáte ahí y recogé el sedal y el anzuelo  cuando se lo desenganche de la boca.

Neutralizada la inquieta  cabeza e inmovilizado y abierto su pico con los dedos de mi mano izquierda, con  la derecha hurgué bajo la lengua del pobre animal, en donde se había alojado el cruel arpón. Con un giro, lo más delicado posible, desprendí el dardo de la sensible zona. Javiercito recogio el sedal, anulando el efecto del anzuelo en un previsto trocito de corcho.  Sentí que el animal atrapado aflojaba en algo la tensión que daba dureza de lata a cada músculo de su cuerpito menudo.

Ya no intentaba picarme. Se diría que agradecía  el alivio.

Estaba a punto de  liberarlo cuando decidí que la emoción vivida, que sería recordada bajo el rótulo de anécdota, no sería uno de los tantos recuerdos en que la fantasía suele reemplazar a los testimonios inexistentes. Ocupados en la  liberación del alado, sin darnos cuenta se nos habían aproximado varios niños y algún que otro padre.

El ojo de un niño capta mejor que nadie escenas infantiles.  Así que le pedí a uno de ellos que, pulsando mi cámara de celuloide, dejara documentado lo que, cuarenta y un años después, sería fundamento del cuentocierto   “El niño y la gaviota”.

-Las gaviotas nacieron, viven y deben morir en libertad, Javiercito. Tomá, soltála vos mismo, pero antes sentí cómo late su pecho agitado.

 – ¡»Bate» como el mío, papá, «bate» como el mío!

 Fue mi hijo quien ,reemplazadas mis manos por las suyas, liberó al asustado animalito que, en cinco, diez, quince segundos…confundíuse  antre milleiros e milleiros de gaivotas d´un e outro lado do mar.