galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL REGRESO DE MANUEL

Por J.J. García Pena

Saltó del carro de bueyes en que un  vecino servicial lo había arrimado desde la aldea a la carretera. Agradeció el gesto con un abrazo que ya sirvió de despedida y, asiendo como único equipaje una maltrecha maleta de cuero agrietado, quedó solo frente al amanecer de su independencia al borde la estrada, a la espera del coche de línea que lo depositaría en el puerto de Vigo.

—- Dazaséis anos sonche máis que soficientes pra gañarse a vida en calquer parte do mundo , había sido la tácita sentencia, orden y permiso que  aquel campesino pontevedrés esgrimió para impulsar al tercero de sus cuatro vástagos a seguir los pasos de tantos jóvenes gallegos en aquel medio siglo infame.

En América, “haciéndola” desde hacía años, estaba el tío de Manuel, hermano de su madre, el cual a pedido de su hermana, instada a su vez por su marido, se haría cargo del muchacho en sus primeros pasos en un mundo nuevo.  En la tierra quedaban, bajo el dominio paterno, el hijo mayor que heredaría, el más joven casi niño y la hija menor que, “previsible, tradicional y razonablemente”, habría de cuidar de sus padres hasta el fin de sus días.

Ahora, sentado en el traqueteante coche de línea, Manuel evocaba la reciente paliza propinada por su padre hacía menos de veinticuatro horas. No era para menos. El jovenzuelo se había ensimismado en la contemplación del paisaje familiar que no sabía si volvería a ver algún día. 

—- Mañana, a estas horas, estaré proa a Montevideo-, reflexionó. 

Nunca había salido de O Eirado, salvo a Tuy cuando lo bautizaron y recientemente por los papeleos del viaje.   Lo despertó de su ensueño el grito de… 

–—  ¡Larchán!- seguido de un feroz ardor en sus costillas por el ancho correaje que formaba parte de los arreos de la mula que esperaba a ser ensillada . La argolla de hierro de uno de sus extremos, cimbró al toparse con la mandíbula e hizo brotar sangre de sus encías al detener su vuelo, con un sonido metálico, en los dientes de Manuel. Se llevó instintivamente la mano derecha a la boca y la contempló, por una fracción de segundo, bañada en sangre dulzona y  caliente.

El segundo correazo lo recibió, en la cabeza, su madre que, atenta al carácter bestial de su consorte, se había interpuesto entre los dos hombres. Manuel atenazó, con su mano ensangrentada, la garra  del embrutecido labrador y por primera vez en su vida lo miró con odio desafiante. En su clara mirada podía leerse el decidido mensaje…

—- Le pega usted otra vez a madre y lo abro en canal-

A pesar de ello, el cruel campesino  hubiera continuado con su brutal castigo si entre las brumas de su mente incivil un resquicio de calculada malicia no le indicara que… 

—- Pronto estará enviando dinero a su madre, que es lo mismo que mandármelo a mi. 

Con esto se serenó, pero no volvió a dirigirle la palabra ni se despidió de su hijo a la madrugada siguiente, como sí lo hicieron sus hermanos y su madre.

El tío “americano” lo recibió y compartió, por una noche, el reducido dormitorio que alquilaba en un centenario edificio de aspecto siniestro de la Ciudad Vieja, bien cerca el puerto de Montevideo. La mayoría de sus inquilinos eran hombres gallegos que compartían la estrechez de un solo servicio higiénico por piso, con inmigrantes de otras latitudes. Más barato no lo había en la zona. ¿Qué más daba si era solo para dormir? Ningún gallego de ley trabajaba menos de quince horas por día.

Más hacia las afueras, en los arrabales, podría encontrase algo más barato, pero estaba el tema del costo del “ómnibus” y la pérdida, en él, de horas que debían destinarse a trabajar o dormir.

 — Por hoy dormirás aquí. Mañana comenzarás a trabajar aquí cerca, en el bar de Pepe, un paisano nuestro, que necesita un mozo para todo servicio. ¡Eres un afortunado! Ya verás qué bien vas a estar. Tienes la comida asegurada, que los clientes (y son muchos) siempre dejan algo sin tocar en el plato. El bar abre a las siete de la mañana y cierra a las doce de la noche. ¡Piensa en las propinas, sobrino!

 —- ¿Y esto es lo que llaman “hacer la América”?-, se preguntó.  

Atragantado, sintió un correazo en el alma, que suele dejar  huella más profunda que en la piel.  Así se enteró que “mozo” y camarero son sinónimos en el Plata.

En su segunda noche montevideana durmió en el bar prometido, sobre una extraña mesa de felpa verde, usando de colchón, sábanas   y frazadas, unas pulcras y descosidas bolsas blancas que, en su vida anterior,  supieron ser sacos de azúcar. Pepe, el generoso  paisano que estaba “facendo a América”, le había dado a elegir entre dormir en el sótano sobre fragantes sacos de café o hacerlo en el salón, sobre uno de los dos billares.

Decir que no lo hubo más trabajador, ahorrativo y honrado que Manuel, equivaldría a ofender a la mayoría de los gallegos fuera de su tierra. Deshacía la improvisada cama y abría el negocio para barrer la acera cada mañana.

En diez años de no domingos , no descansos, no licencias , no diversiones, salvo de vez en cuando los bailes de  Casa de Galicia, en que conoció a una coruñesa linda como un sol y trabajadora a la par, con la cual se casó, habían acumulado un pequeño capital que les permitió la oportuna compra de una casa  semirural con terreno en las afueras de la ciudad, e ingresar en una incipiente cooperativa de transporte que prometía a sus socios reemplazar en breve los obsoletos buses iniciales por una flota de relucientes unidades.

Atrás habían quedado los fatigosos días de “mozo” de bar.

Manuel se hizo conductor de ómnibus antediluvianos hasta que, descubierta la estafa en que habían caído cien incautos cooperativistas y perdidos buena parte de los ahorros de tantos años de titánicos esfuerzos y privaciones, debió recomenzar casi de cero.

El doloroso látigo del desengaño le cruzó su lloroso rostro, mientras una cara sin rasgos le gritaba burlona: -¡Eres un estúpido Manuel, te dejaste robar media vida!-.

Acusó el golpe, pero tragó saliva y miró hacia adelante.

Por suerte aún era joven y se repondría .Estaba hecho al rigor de la crudeza de la vida.

Tanto, que  no se molestó en fingir dolor cuando le llegó la noticia del deceso de su padre . Se limitó a comentar a sus íntimos, con honesto convencimiento…

—- No le guardo rencor, pero vivió más que lo merecido.

En esos años, en Uruguay  abundaban los emprendimientos comerciales de gallegos y otros inmigrantes y al honrado  Manuel no le costó gran esfuerzo encontrar empleo como socio trabajador de otro paisano capitalista en una Panadería y Confitería apartada del centro. Se trasladaba de su cercana casa al trabajo en una pesada bicicleta de reparto.

Su único día libre lo empleaba en plantar  cuanto vegetal comestible le es dado brotar en tierra uruguaya.

El terreno, de unos ciento veinte metros de largo y veinte de ancho, lucía un cuidado parral que Manuel , reflotando sus conocimientos de labrador gallego, convirtió en un vergel . El vino casero se disfrutaba y reponía año tras año.

Hasta se dio tiempo para plantar, cada tantos metros, entre las vides, algunas rosas y en el lugar más húmedo e inaprovechable de la finca dos o tres mimbrales, de los cuales sacaba tientos con que atar los  cuidados y ubérrimos sarmientos. Gallinas, cerdos y algún conejo, eran engordados por los sobrantes que, de otra forma, hubieran ido a parar a la basura en las cotidianas limpiezas de la panadería. Los chorizos, ahumados al laurel, eran una espiral de alegría culinaria colgados en la bien provista cocina. 

Pasaron raudos los años y Manuel, convertido en socio igualitario de la próspera confitería barrial, había alcanzado una posición que, vista desde Galicia, lo asimilaría a un satisfecho “indiano”.  

Su esposa estaba, como propietaria, al frente de otra confitería de creciente prestigio que incluía servicios de fiestas en un sector céntrico de la ciudad.

Dos hijos cariñosos y trabajadores, integrados tempranamente al negocio familiar, les aseguraban  continuidad y crecimiento dentro del rubro alimentario. Ahora sí, la América “estaba hecha”. No recordaba ni un solo día perdido en holgazanear, desmintiendo, con ello, el añejo e infamante insulto de su padre, que aún le dolía… 

—- ¡Larchán!-

Habían pasado treinta y seis años desde su partida cuando leyó…

—-  Nai moi maliña. Stop.  Si podes non tardes. Stop. Pide por ti.

El avión acorta las distancias y alarga las vidas, pero manejar en solitario un auto desde Vigo a  O Eirado por una geografía que no conserva ninguna de las señales que vimos hace una vida, puede ser una prueba de fuego hasta para un corredor de rally. El corto trayecto previsto se multiplicó ante tanto cartel desnorteador.  La marcha del veloz vehículo se le antojaba como  la cansina tardanza de una carreta de bueyes.

Al fin reconoció, a duras penas en la tarde que moría, la inconfundible silueta del hórreo familiar.

Con el alma en vilo bajó del coche y fundido en un abrazó con su hermana, no pudo o no quiso entender lo que, entre lágrimas, ésta balbuceaba…

— Meu pobriño…non chega… pecha méus ollos…dille a Manuel… esperéino…

No soportó  escuchar más y desprendiéndose de Teresa, abrió aquella misma puerta desde cuyo umbral su madre le había dado el último beso antes de emigrar rumbo al  paraíso americano.

Un espantable  alarido de dolor, semejante al bramido de una fiera herida de muerte, dolor contenido durante décadas de indecible sufrimiento de ausencia, reventó en el pecho del infortunado Manuel que, incapaz de asimilar el terrible trauma del súbito regreso, sumado a la mayor pena de las muchas de su vida, cayó muerto a los pies de su madre, ya amortajada.