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EL TESTAMENTO DE JUAN SEBASTIÁN ELCANO Y GALICIA

Por Alberto Barciela

Juan Sebastián Elcano (Guetaria, c. 1486-Océano Pacífico, 4 de agosto de 1526) fue un marino español que completó la primera vuelta al mundo al quedar al frente de la expedición de la «Armada para el descubrimiento de la especería», tras la muerte de Fernando de Magallanes.  La aventura, equivalente a la llegada del hombre a la luna, fue ordenada por un rey emperador, Calos I de España y V de Alemania.

De la gesta, que duró desde 1519 a 1522, se cumplen 500 años protagonizadas por, estériles rivalidades, innecesarias e indeseables, entre portugueses y españoles, y desatención ciudadana. No debería ser así, pues el legado de ambos marinos ha sido trascendente para la Historia del mundo y a ambos les pertenece la gloria. A esta también hay que adscribir a dos gallegos de Baiona que completaron la circunnavegación, el marinero Diego Carmena y el grumete Vasco Gómez, apodado El Portugués. Un tercero, Gonzalo de Vigo se quedó como náufrago en la isla de Guam, y completaría su viaje en 1526, tras ser recogido en una expedición marítima española posterior que tenía como objetivo colonizar las islas Molucas, dirigida por el navegante García Jofre de Loaísa.

Entre las muchas curiosidades de Juan Sebastián Elcano, resalto ahora que era hombre piadoso, sereno, cumplidor y gran amante de su tierra vasca. Aguardó con tanta serenidad su muerte que fue quien de elaborar un minucioso documento con sus últimas voluntades. El texto, indispensable para conocer aquella época y a personaje de tal relieve, comienza con una deliciosa fórmula inicial, propia de un firme creyente cristiano: “Primeramente mando mi ánima á Dios, que me la crió é me redimió con su preciosa sangre en la Santa Cruz é ruego é suplico á su bendita madre, señora Santa María nuestra Señora, que ella sea mi abogada delante de su precioso hijo que me quiera alcanzar perdón de mis pecados é me lleve á su gloria santa”.

En su testamento, el navegante afirma lo siguiente:

“Estando enfermo de mi persona, é sano de mi entendimiento é juicio natural, tal cual Dios nuestro Señor me quiso dar, é sabiendo que la vida del hombre es mortal, é la muerte muy cierta, é la hora muy incierta, é para ello cualquier católico cristiano ha de estar aparejado como fiel cristiano para cuando fuese la voluntad de Dios; por ende yo creyendo firmemente todo lo que la santa iglesia cree fue (fiel) é verdaderamente, ordeno é fago mi testamento é postrimera voluntad”…

Tal es la lucidez de Elcano que dejó puntualmente consignado el destino de todos y cada uno de sus bienes, incluso el de sus ropas usadas -bien llamadas traídas (sic), en el texto, o el de sus abundantes telas -llamadas lienzos-, y decenas de sombreros, distinguidos por sus colores, tejidos y formas. Cede bienes en abundancia y de todo tipo a su familia, prevé la muerte de sus descendientes y aun de los sucesores terceros. Consigna partidas para pobres y necesitados; determina dinero para arreglar iglesias e insta a que se ofrezcan misas por su alma; señala efectivo para “sacar cautivos” -liberarlos de prisión- y para que contraten a un romero –“mando por cuanto tengo prometido de ir en romería á la Santa Verónica de Alicante, é porque yo no puedo cumplir”-; distribuye piedras preciosas, perlas -denominadas margaritas- y cascabeles; asigna almohadas, sábanas y mantas; aguamaniles, efectos de droguería; ordena á el reparto de provisiones perecederas: trigo, harina, aceite, pulpos, congrios, quesos, especias vino -incluso pide que se beba-; gratifica a sus colaboradores con platos, jarras, tazones, saleros, cucharas, cuchillos, tijeras  y hasta  “tres sartenes de fierro, é tres asadores é tres parrillas de fierro, dos espadas, un “monicordio” -instrumento musical-y una resma de papel y un libro llamado almanaque, en latín”.

Capellanes, boticarios y barberos, y aún aparecidos -“digo quél tenía recibidos cuatro ducados y medio de Juan de Andrés de San Martín murió en el fatal convite de Zebú en la expedición de Magallanes, pero cosas tan extraordinarias sucedían entonces de personas que se creían muertas y aparecían”-. En su honradez, como en el último de los casos citados, ordena pagar deudas. En su prodigalidad insta a hacer repartos y aun subrepartos, que determina se hagan en hermandad.

Es cierto que, entre sus beneficiarios no aparecen los dos gallegos de Bayona que le acompañaron, pero sí el Monasterio der San Francisco de La Coruña y la Catedral de Santiago.

Al respecto se dice:

“Item, digo que yo concerté con el guardián é frailes del monasterio de San Francisco de la Coruña para que dijesen una misa de Concepción cada día é tuviesen cargo de rogar á Dios por mi ánima, é de todos Cuantos en esta armada veníamos é por la dicha armada fasta tanto que yo volviese á España, é para ello hizo una obligación de sesenta ducados por ante Cristóbal de Polo, escribano de número de dicha ciudad para les pagar cuando la dicha armada volviese á la dicha ciudad de la Coruña, mando que sean pagados al dicho guardián é monasterio é frailes.

“Item, mando á la iglesia del Sr. Santiago de Galicia seis ducados.”

Quinientos años después, bien merece Juan Sebastián Elcano y sus acompañantes, incluyendo a Fernando de Magallanes, comendador de la Orden de Santiago, nuestro detenimiento más allá de lo anecdótico, que si bien es cierto que nos alcanza la generosidad de un ser excepcional, no nos hace vislumbrar sus proezas, inscritas en esa España de la que ahora tantos reniegan y que incluso semeja quieren hacer desaparecer de los libros de texto. Quien teme a la verdad, sea quien fuere, demuestra su propia debilidad.