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EL TIEMPO QUE NOS LLEVA

Por Alberto Barciela

La vida es tiempo que nos lleva. Lo variable es la percepción de ese pasar: hay días que parecen una biografía y eternidades que no han merecido ni un segundo.

La vida está hecha de equívocos. Ahora atravesamos una etapa de urgencia y ceguera, de abundancia, de globalidad, de informaciones y cosas que nos llegan hechas. Su afán parece ser ocupar nuestra cultura, el espacio que nos rodea, agotar nuestros recursos, convertirnos en sus esclavos. Cuánto creemos detentar o saber nos posee.

Sin ambages, se propende a la disolución de lo propio, de lo próximo, de aquello que primero hemos mamado, asimilado y, luego, enriquecido por generaciones: la cultura.

Con fina ironía, Suetonio nos invitó ya en el siglo I a apresurarnos lentamente. Fue la suya una sugerencia, una propuesta estratégica, surgida en el entender de los días en que el ser humano pensaba por sí mismo, no era masa. Su advertencia fue vana: hoy vivimos enredados, persuadidos de que lo mejor es lo que se consume y se disfruta de manera instantánea.

Un filósofo, sociólogo y escritor francés, Pierre Sansot, coetáneo nuestro, declarado amante de la lentitud, decía admirar “a esa gente, a esos hombres o mujeres que, poco a poco, a lo largo de su vida, habían dado forma a un rostro noble y bello. En el campo, después de una jornada de trabajo, los hombres alzaban el vaso de vino a la altura de sus rostros, lo observaban y lo iluminaban antes de bebérselo con precaución. Los árboles centenarios cumplían su destino siglo tras siglo y tal lentitud era semejante a la eternidad. A mis ojos, la lentitud era sinónimo de ternura, de respeto, de la gracia de la que los hombres y los elementos a veces son capaces”.

Escribió un libro sosegado, Del buen uso de la lentitud, en el que destaca entre los placeres terrenales “una conversación en una tarde soleada, el callejeo sin rumbo, la ensoñación”. En definitiva, el pensador opta por las pequeñas cosas que hacen degustables los días: la lectura del periódico, recitar un poema, una conversación, escuchar música, observar la naturaleza, una reunión familiar o de amigos, un beso… Varios autores, entre ellos Shakespeare o Henry van Dyke, concordaron que el tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad.

El tiempo de los filósofos se aproxima al de los poetas. Es el que se mide en la llegada de las tórtolas o en el cantar del cuco, la serenidad que permite escuchar crecer la hierba, entender la inmensidad del mar en cada ola. Es gozo de las pequeñas cosas y es pensar.

Me pregunto, inducido por Sansot, de qué hablarán los árboles en el bosque, sin aburrirse, juntos durante siglos. Reflexiono acerca de si alguna vez se han propuesto mirarnos con reproche, mientras nosotros pensamos en talar su conversación secreta. A la sombra de su ejemplo, afirmo que la Filosofía bien puede interpretarse como la imaginación ética y moral, tan válida como la histórica, o la natural. El ser humano maneja unas nociones limitadas por el entendimiento, el conocimiento e incluso la limitación expresiva. Lo que hoy admitimos, mañana lo desechamos; lo que en este momento supone un dogma, del tipo que fuere, en unos días puede ser asumido como una broma intrascendente. En poesía, la rosa puede adquirir, sin exaltarse, una dimensión eterna y exacta como un beso, como un piropo al Universo y a la fragilidad, como un minuto. La Lírica es libertad creativa, la Filosofía ha de tender a una verdad y justificarla.

Existe en el ser humano una profunda nostalgia, misteriosa y telúrica, un eco no se sabe muy bien de qué, pero que se establece entre el surgimiento de la vida y esa extraña formulación que es la esperanza, utopía de un futuro tan cierto como inexplicado es sus aspectos espirituales. La tierra de los hombres es un pequeño anaquel en el Universo, colmado de hechos y de desechos, expositor de una colección de cenizas. Si tiramos de un hilo antiguo, es probable que encontremos la estirpe de las cometas de Catay o Atapuerca y, entonces, puede que disfrutemos de la apariencia que los años nos han otorgado y que llamamos evolución. La esperanza y el misterio perviven en la curiosidad, en la insaciable búsqueda de algo más o, simplemente, de algo que explique cualquier otra posibilidad distinta de la que conocemos. La felicidad permanente sigue siendo una quimera.

Nos inmiscuimos en rutinas. ¿Cuántas veces más indagaremos sobre los mismos temas recurrentes? Sobre el valor redentor del arte, sobre la decadencia física, sobre la esperanza, sobre la posibilidad de vivir eternamente jóvenes, sobre la gloria… Llegaremos a nuevas conclusiones parciales, subjetivas, redentoras; a nuevas justificaciones, quizás a nuevas religiones, menos historicistas y melancólicas, a renovadas utopías, a drogas estimulantes y soñadoras.

¿Llegaremos a la nada otra vez? Tras el tiempo perdido sin reconocer un posible paraíso llamado Eternidad, algo es seguro: el que espera sabe algo que los demás ignoramos. El desconocimiento es desigual; el conocimiento, distinto; la experiencia, individual; los momentos, únicos. Todo ello nos distancia de una ética común e idéntica, de una filosofía exacta, del entendimiento de una religión, una justicia o una democracia perfectas e iguales. También de una percepción exacta, igual y permanente del pasar del tiempo.

El ser humano ha de incrementar su capacidad de asombro educándola en libertad, en la apertura hacia certidumbres por venir, inimaginadas, siquiera sugeridas, intuidas o soñadas involuntariamente, suplantadoras de realidades anteriores, desmitificadoras, superadoras de utopías diversas. Fundamentalmente, somos lo que no sabemos. Hemos de aceptar también que en la inconclusión de los pensamientos radica su pervivencia.

El ahora, Internet y las Redes se intuyen como un libro inacabado, posiblemente el descubrimiento humano que más se aproxima a lo infinito, a lo eterno y a lo anónimo, por ser obra de muchos y de nadie en concreto. La tecnología ha aportado ventajas, pero no puede asegurar la trascendencia, y menos de lo individual.

Charles Chaplin dejó escrito que el tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto. Por eso, sería maravilloso que la vida durase el tiempo exacto de la vida, como suma de instantes, de pequeñas cosas. Ni más ni menos.

El tiempo es irónico. Un gallego sabio y bueno, al que este año dedicamos el Día das Letras Galegas, don Antón Fraguas, decía que una vez superados los 70, cada tres meses es Navidad. Me lo contó su vecina en Santiago, Marta Álvarez, la exquisita Catedrática de Chantada que llegó a senadora, en un almuerzo lento en el que, como siempre, nos acompañaba nuestra amiga del alma, Mari Boza. Nos prolongamos en una larga sobremesa contada en anécdotas, demorada en conversación.

A don Antón Fraguas le dije un día: personas como usted tendrían que reescribir la historia, porque la harían mejor, en el sentido de buena. Pienso que cada ser humano contiene a todos los anteriores y transforma la historia para sí mismo. Él fue el mejor Cronista Oficial de Galicia, un magnífico ejemplo de lo que digo: yo soy de mi memoria y pienso que el otro existe, aunque no sea Navidad. El tiempo de ser buenos y felices es ahora, se conjuga en presente.