galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

…ES UN SOPLO LA VIDA…

La emigración gallega en siete fragmentos, una despedida y dos poemas prestados. 

De Manuel Pena para José Javier García Pena:

No creo que te acuerdes de mí, yo trabajaba en  Casa Barros (una ferretería) y tu mamá me pidió si le iba a empaquetar las cosas y fui a empaquetar los baúles. ¿Recuerdas algo? Por favor, contéstame algo, ¿vale? Un abrazo muy fuerte. Chao.

No. No te recordaba, Manuel.

Apenas una sombra imprecisa, haciendo presión sobre el contenido de los dos negros y abiertos baúles, vapuleados por el siglo y el mundo, con olor a alcanfor de ropa de Nueva York, que mi vieja se había empeñado en colmar de comestibles, calzables,  vestibles y recordables.

Ahí, prensados hasta la asfixia, viajaron mi parchís, mi disfraz de indio y mis raquetas (aún las conservo).

Mi libro recién comprado: España, mi Patria, mi misalito Regina, nuestras fotos.

Mi colección de tebeos del Capitán Trueno y El Jabato.

Entonces no lo apreciaba -tan pequeño era-, pero hoy hubiese traído un puñado de tierra de Las Figueiras. De su huerta.

Y un malvón, de los que se le daban tan bien a mi madre.

Ella les pintaba el color.

Bueno; te decía que mamá logró que los duros baúles, bajo tu presión, tomaran una forma casi ovalada, con su exageración de enormes latas de sardinas en conserva, sus “hojas” de bacalao, su ropa de cama, sus colchas.

Y recuerdo una vaga silueta juvenil, atando y cosiendo con gigante aguja de colchonero, colchones.

No. No te recordaba, Manuel.

Pero recuerdo esa sombra hacendosa, en mi último día en España.

Con el dolor de entonces, revivido hoy.

Mi abrazo y agradecimiento, cincuenta años después…

J. Javier García Pena

          —- Pra que hoxe ou mañán seades homes de proveito, meu fillo”.

Esa fue la respuesta al pequeño preguntón que, entre otras dudas, no alcanzaba a entender por qué La Torre de Hércules se perdía en el horizonte…

De tu mano nací, por segunda vez contigo, bajo un nuevo cielo, madre.

El fondo de la bahía es el pecho solidario,

el puerto su brazo izquierdo,

el Cerro su otro brazo…

En la fresca penumbra de la madrugada del día 10 de octubre de 1960, los ojos del pequeño emigrante intentaban descifrar la silueta que  parecía deslizarse sobre lo que sabía se llamaba Río de la Plata.

Se lo había enseñado Fernando en España, cuando buscaban información sobre la nueva tierra que los esperaba.

Por eso, la pregunta iba dirigida a él:

—- ¿Qué es eso?-

—– Una barcaza de río…

Fue la inmediata y segura afirmación de un pelirrojo y pecoso preadolescente de ojos verdes. Su informado hermano, Fernando.

Los dos niños tomados de la mano, enfundados en flamantes gabardinas marrón oliva, se habían separado unos pasos de su hermana y su madre, que permanecían juntas, observando su primer amanecer uruguayo.

Se recortaban, como en un escenario fabuloso, los contornos de la iluminada ciudad y un cerro con forma de sombrero vietnamita rematado en faro. 

Aún faltaban tres horas para el arribo y descenso, a las diez, pero ninguno de los cuatro pudo soportar la ansiedad y ahí se hallaban en cubierta, mientras descubrían que el océano podía tener otro color, no solamente el verde azulado de toda la vida.

— Porque este sigue  siendo el mar, ¿verdad, mamá?

— Non o sei, meu fillo.

— No mamá, es el Río de la Plata, el más ancho del mundo…

— Será, meu fillo, si ti o dís…

Con sus maletas, baúles y sueños ingresaron en un macizo edificio que ofició de descomunal matriz. Y la enorme arcada de salida de la Aduana de Montevideo, fue el canal de parto hacia su nueva vida.

Celeste, marrón y gris para los ojos. Aromas de invisible carne asada. Gritos de niños vendiendo periódicos y caramelos:

— ¡Acción, Plata, El Diario! ¡Al rico y delicioso cande! ¡Cande, cande suizo, tres por veinticinco!…

Pero no decían veinticinco, como en Sada, sino veintisinco, como los andaluces…!

¿Qué estarían haciendo tantas personas con un cañito de metal en sus labios, desde un raro vaso de madera  en sus manos?

No eran niños ni salían burbujas de ese envase… no eran pompas de jabón.

Flotando en el frío aire de la mañana, un bandoneón achacoso y solidario, desgranaba lamentos, como una quejumbrosa gaita, desde el vecino mercado del puerto.

Nuevo, nuevo. Todo nuevo.

Sonidos nuevos, caras nuevas, envueltas en olores nuevos de novísima carne asada.

También  una sensación nueva, densa y salada como niebla marina, lentamente, los comenzó a envolver…

El niño interrogó, con tristeza, a los ojos verdes de su madre…

—  Mamá, ¿cuándo volvemos?      

(Silencio de agua verde…)

Entonces,  aprendió el significado de la palabra morriña…  

Cruzaron  Montevideo de sur a norestealejándose, inquietantemente, del puerto. La madre y su hija adolescente ocuparon  la cabina de una «cachila» Chevrolet del año ’37,que aún  conservaba su volante a la derecha.

Abayubá, el chofér de renegridos bigotes, era el prototípico hijo criollo de no pocos emigrantes gallegos que, agradecidos,  honraban al país de acogida bautizando a sus descendientes con sonoros nombres indígenas.

Los dos niños, agarrados de las barandas de madera gris, semisentados en  los baúles y  colchones arrollados que colmaban la caja del camioncito, balconeaban su nuevo mundo.

El más pequeño sintió quebrarse algo irreparable en su pecho cuando Abayubá, apagando  el motor de  la cachila y bajando su pesado portalón en la mitad de una humilde calle de tierra, alegremente les informó: 

— ¡A tierra, dijo Colón! ¡Hemos llegado al Plus Ultra, botijas!

Ruiz de Alda esquina Ramón Franco. Ni olas ni gaviotas. Huellas de barro endurecido.

–— Oye, tú, ¿Qué haces pidiendo limosna con ese muñeco de trapo?

–— ¡Pá! Vos debés ser uno de esos gayeguitos que resién yegaron al barrio… ¿Cómo te yamás?-

–—  Javier. ¿Y tú?-

–— Luis,  y tengo nueve años-

–— Yo diez.

Luis se sonríó con sorna al  remedarme, burlón.

—-  Diezzzzzz… ¡Já, já, ja,,já!.

—–  Mirá, botija, yo no pido limosna y esto no es un muñeco, ¿támo?. Es un Judas.

—–  ¿Y para que lo hiciste?

—- P´a reyenarlo de “peditos de vieja”  y algunas “bombas brasileras” y prenderlo fuego en fin de año, a las dose de la noche.

–— ¿Y por qué pides un vintén… o algo así?

–—  Pero… ¿Vos sos gil, pibe? ¿P´a qué va a ser? P´a comprar los “cuetes” y otras cosas más.

—- ¿Qué otras cosas más?- 

—- Y…yo que sé… caramelos, alfajores, maníses…  y  p´a ir al sine.

—- ¿Y no te gustan los cromos?

—- ¡Cromos…! ¿Qué son cromos?

—- Estampitas  como estas, mira. ¡Las que se pegan en los álbumes, hombre!.

—- ¡Pará, gayego, ¿Me querés volver loco? Esas son figuritas, botija, no cromos. ¡Y tengo un lote de eyas!

–— Yo tengo una colección del tebeos del Capitán Trueno y de…

—- ¿Una colesión de qué?-

—- De tebeos,  como ese de Supermán que estás leyendo…

–—  ¡Son revistas, pibe! , y no se dise supermán, se dise súperman…

—- Y si tú te crees  tan inteligente, entonces dime: un vintén, ¿cuánto dinero es?

—- ¡Ah! Pero vos sí que sos bien babieca… ¡No sabés nada de nada, chiquilín!  ¡Avivate, gaita! 

Mirá, aquí lo tenés: un vintén es esta monedita que dise dos sentésimos de  peso. Es la más chica de todas.

—- ¿Y juntas muchas por día?

—- Un lote; mirá cuántos vintenes tengo.

Y hacía tintinear, frente a mi nariz, un manoseado calcetín de dril repleto de «vintenes».  

Roque era negro. Intensamente negro.

O por mejor decir marrón, intensamente marrón, como el café. Y brillaba. Era como si su lustrosa piel le quedase chica. 

Su sonrisa permanente creaba la ilusión de que su dentadura entera y blanquísima  se le saldría  completa, en cualquier acceso  de risa.

Era, además, el único negro en todo el colegio.

Sobrellevaba con aparente indiferencia las continuas referencias a su color  que los demás niños, con crueldad de niños, le hacían.

Los escasos seis meses de mi llegada a Uruguay no habían modificado mi extraño acento español, raro hasta en la misma España. No en vano había nacido en Galicia  y educado en Andalucía. En SadaGalicia, por las vacaciones de julio y  agosto, producía curiosidad mi acento gaditano.

Roque (lo entendí más tarde) vio en el pequeño inmigrante rubio de su misma edad, la oportunidad de correr el eje del destrato que injustamente sufría. 

Y  no desaprovechó la oportunidad.

—- ¡Vó, gayego pata  susia! ¿Queré piña, queré?-

En el patio de recreo, aún entre el alboroto de niños jugando y gritando, supe que el único destinatario de ese mensaje era yo.

… Sentí ultrajada mi orgullosa nacionalidad y la defendí de la única forma que por entonces sabía hacerlo.

—- ¡El sucio eres tú, negro!

Los blanquísimos dientes de Roque se tiñeron de rojo y sus ojos de lágrimas.

Sentí el escozor de  mi mano derecha, que esta vez se tiñó y mezcló con dos sangres. 

También  mi  piel se rompió como el labio inferior de Roque

Entonces vi que bajo las dos pieles tan diferentes había la misma carne.

Y sangre del mismo color.

Supe que el negro  Roque era capaz de llorar de dolor, como yo al dejar atrás España.

Libertad vino corriendo.

—- Señorita Libertad: él me ofendió y…

Limpió con su pañuelo las rojas lágrimas de Roque y nos dijo, mirándonos a los ojos:

—-En Uruguay hay cielo para todos, porque Artigas luchó por ello. 

La piel y el acento  son cosas exteriores. Aprendan a mirarse adentro. 

El primer  sentimiento de culpa  de mi vida  me hizo decir…

—- Perdonáme, Roque.

Así, con acento en la a, como hablaría a partir de ese día en mi otra patria…

El grotesco y húmedo castillo de arena estaba casi terminado.

—- ¿Te gusta el castillo, abuelo?

—- Si, pero más bien parece un castro celta, Melina; en Sada hubo, por lo menos, tres. Abundaban en Galicia. 

Como las gaviotas…, agregó susurrando, pensativo.

—- Abuelo: ¿Dónde está Galicia?

Silencio… Meditación breve…

—- En tus ojos, hermosa… y aquí.

La manita inocente palpó un aleteo en el pecho del anciano. Una sonrisa de ojos redondos iluminó la tarde.

—- Papá me contó que vos sós gallego, ¿naciste alli?

—- Sí, Melina, allí nací.

—- Y… ¿te irás de vuelta algún día?

—- No, no necesito volver.

—- ¿Por qué, abuelito?

—- Porque jamás me fui.

Dos mundos sonrieron frente al mar, en la tarde de la rambla montevideana….

—- Si querés ver la cachila, apuráte. La mandan al desguazadero…

En la fría mañana reconocí su inolvidable silueta aparcada en el frente de la casa del finado Abayubá. Habían pasado seis décadas sin vernos. Su piel, sin retoques, se excoriaba en óxido.

—- Conserva la pintura original y aún arranca al toque, ¿Querés que te la encienda?

—- No, gracias; está bien así. Dejála descansar. Solo quise verla por última vez. ¿Te animás a sacarme una foto con ella?

Dos niños con pinta de galleguitos antiguos, aferrados a sus barandas, seguían sentados, atónitos, sobre los negros baúles.

El polvoriento vidrio de su portezuela izquierda me devolvió el rostro de un hombre de sienes encanecidas.

Pero dentro, en la cabina de la cachila desvencijada, como imágenes de un altar sin tiempo, me sonreían una niña de ojos celestes y una mujer de dulces ojos verdes, en cuyos labios mudos alcancé a leer, en gallego, su propósito final…

…Homes de proveito, meu fillo.

…y cuando llegue el día del último viaje 

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje, 

casi desnudo, como los hijos de la mar.          

( Retrato , de Antonio Machado,pensador español)   

Se aprende todo, menos las ausencias,

hay certidumbres y caminos rotos.

… segundas patrias siempre fueron buenas 

cuando no nos padecen ni nos compadecen,

 simplemente nos hacen un lugar junto al fuego 

y nos ayudan a mirar las llamas.

(La casa y el ladrillo, de Mario Benedetti, pensador uruguayo)