ESCLAVAS SEXUALES
Por J.J. García Pena
Que la mujer llevó y aún lleva la peor parte en el reparto estelar de la trágica comedia humana, no es motivo de asombro para nadie. Por suerte y gracias a los adelantos en todas las áreas del conocimiento, estamos en los albores de comenzar a aplicar una incipiente justicia -le llamaría equidad- que ya tarda demasiado en ganar espacios reservados , tradicional y convenientemente, a los varones.
Sería tarea ímproba e inabarcable en este sucinto artículo, enumerar todos los oficios sacrificados y vejatorios, cuando no directamente insoportables, a los cueles se destinó, desde siempre y bajo los cuatro vientos del mundo, a las mujeres , por el solo hecho de serlo en un escenario planificado por y para mejor disfrute del hombre. Baste decir,a modo de incompleto resumen, que ninguna tristeza ni bajeza física y moral le fue ahorrada a la mitad de nuestra especie.
Hoy sobrevolaremos -de puntillas, para no molestar fantasmas inocentes- el drama de unas mujeres condenadas de por vida al servilismo sexual: las geishas, tradicionales prostitutas niponas. Aunque perduran en el Japón actual tanto el viejo oficio como los lugares en que se practicaba, ya no son aquellos aislados y siniestros guetos, encerrados tras los muros y fosos de sus comienzos, tres siglos antes.
La industria del turismo -al igual que hace con los campos de concentración nazis- saca provecho de tan horrendo pasado organizando paseos por las antiguas “zonas rojas del pecado” japonesas, abolidas a fines de los años ’50 del siglo XX. Solo quedan hitos (algún templo, algún cementerio, alguna reja, alguna fuente, algún monolito) que recuerdan o dan a conocer al despreocupado turista la tragedia en que se desenvolvía la breve vida de las geishas, estimada en el promedio de no más de 22 años. Sucumbían en su encierro perpetuo, víctimas de enfermedades venéreas de todo tipo.
Habían sido vendidas tempranamente, casi niñas, en alguno de los “barrios del placer”, especializados burdeles japoneses, para ser amaestradas como lujuriosos instrumentos de placer para quien quisiesen y pudiesen pagar por sus refinados servicios.
Eran abandonadas a su suerte por sus propios padres, -de toda clase social pero principalmente campesinos- comerciando con ellas como si fueran sus animales de granja en cualquier feria vecinal. Rarísimos fueron los casos registrados en que la prostituta lograba rescatarse a sí misma, comprando su libertad con los ahorros sustraídos de sus menguados ingresos.
Consideradas impuras, por tanto indignas de ser sepultadas individualmente, sus cuerpos exánimes, desechados sin miramientos por sus explotadores, se hacinaban en la entrada de algún templo cercano, hasta que no había más remedio que enterrarlos en fosas comunes.
Uno de esos centros de esclavitud sexual en Tokio (difícilmente compatibles sus principios con la mayoría de nuestros patrones éticos actuales), se llamaba –aún se llama- Yoshiwara.
Carlos Gardel, a quien la industria del entretenimiento nos ha inducido a encasillarlo como cantor de tangos y poco más, nos dejó en un Fox-trot (ritmo muy en boga en los años ’20 y ’30 del pasado siglo) un retrato completo de una de esas mujeres víctimas de la sociedad en que les tocó nacer y sufrir. Su curioso título es La hija de japonesita.
No de la japonesita ni del príncipe japonés, como podría esperarse, a juzgar por la filiación que se desprende del relato cantado.
Los invito a conocerlo -si es que no lo conocen ya- y, de paso, apreciar las dotes de un Gardel insólito en su universalidad, interpretando la letra del poeta y dramaturgo coruñés Vicente de la Vega ( A) «Melena», y del periodista argentino Enrique Pedro Maroni, a quien el máximo cantor le popularizara más de una docena de temas, todos exitosos, por cierto.
LA HIJA DE JAPONESITA
Una geisha del Yoshiwara, sacerdotisa del dios Amor,
dice a todos que está maldita porque ha nacido de la traición.
Y aunque príncipe el padre fue, en el fango debe vivir
y la geisha, huérfana y triste, llora ante Buda gimiendo así :
¡Buda!, ya que sufrir me ves, ¡Buda! protégeme Señor,
mira que la pobre Musmé, nacida en la orfandad, se muere de dolor.
Y la geisha jamás olvida la historia triste de una pasión
que a la madre robó la vida esclavizada por el amor.
Y llorando sin fe ni hogar, destrozando su corazón,
por doquiera se oye el lamento triste y amargo de su canción.
¡Buda!, ya que sufrir me ves, ¡Buda! protégeme Señor,
mira que la pobre Musmé, nacida en la orfandad, se muere de dolor.
Todo es calma en el Yoshiwara donde hizo nido el amor fatal;
como sombra cruza la geisha , lleva en la mano fino puñal.
Su nirvana la hace morir, rasga el vientre sin compasión
y agoniza la princesita rogando a Buda con triste voz.
¡Buda!, ya que sufrír me ves, ¡Buda!, recíbeme Señor,
mira que la pobre Musmé, nacida en la orfandad, se muere de dolor.