GARCÍA LORCA EN EL RÍO DE LA PLATA
Por J.J. García Pena
Si Federico García Lorca, en el verano austral de 1933-34, en vez de repartir su precioso tiempo entre Buenos Aires y Montevideo hubiese decidido veranear en Punta del Este, habría privado al Arte de uno de sus más inspirados poemas escritos en el idioma de Galicia.
Nos hubiésemos perdido esa imagen que, en apenas cuatro sucintas palabras, condensa y simboliza toda la morriña importada al Río de la Plata:
… bermello muro de lama.»
Por suerte para la Poesía, la zona del Cabo de Santa María de la Buena Esperanza (genérica Punta del Este) era por entonces apenas un roquedal, una desconocida aldea de pescadores barrida por el viento sur, que comenzaba, tímidamente, a competir con su vecina, la magnífica Piriápolis y con la disputada Colonia del Sacramento, ubicada frente a la mayor metrópoli platense.
La incipiente industria turística de arena, agua y sol se movía lenta, pero inexorablemente, sobre raíles, olas y neumáticos. El aeroturismo ni gateaba.
El impresionante Río de la Plata pierde del todo su engañoso nombre en las arenas puntaesteñas, luego de aclarar su tez indígena frente a Montevideo y darle razón al poeta andaluz , que terminó de descubrirlo -mudo de asombro y de lejanía – a orillas de la pujante urbe de Nuestra Señora de los Buenos Ayres.
Lorca, impresionado por las dimensiones del río Jordán, que Solís mutó en Mar Dulce, lo contemplaba desde la cubierta del lujoso transatlántico Conte Grande. La ondulada superficie se había ido amarronando a medida que el buque dejaba atrás el Cabo de Santa María y se acercaba a La Reina del Plata.
Ya Nueva York había fascinado al poeta. Ya el granadino había declarado, por escrito, su amor al viejo y bello Walt Whitman. Ya había visto que «por el East River y el Bronx… Por el East River y el Queensborough los muchachos luchaban con la industria, y los judíos vendían al fauno del río la rosa de la circuncisión».
Ya se había reencontrado con Cádiz en pleno Caribe:
¡Oh, Cuba! ¡Oh, ritmo de semillas secas!”
Ahora,a punto de descender del enorme navío en la Nueva York del Sur, creyó recuperar la fisonomía de las altísimas ventanas de Manhattan que resplandecían al sol de una mañana argentina. Al bajar la vista al agua, se desvaneció la ensoñación caribeña de
la rubia cabeza de Fonseca» y de «arpas de troncos vivos, caimán, flor de tabaco», y hasta la evocación del Hudson River, en donde «el sol canta por los ombligos de los muchachos que juegan bajo los puentes».
—- Esto es otra cosa, algo nunca visto. Un horizontal muro de agua bermeja. Un entrampante muro de barro bermejo.
Sangre espesa de las venas ciclópeas de la América española. Ríos de melodioso sonido indígena: Paraná, Paraguay,Uruguay, Queguay, Gualeguay… Arterias hiperalimentadas por sus muchos tributarios, nacidos, algunos de ellos en selvas, cascadas y cataratas adentro, y otros en las mismísimas cumbres de la Cordillera de los Andes.
Sí. Lorca estaba contemplando el nacimiento del Paraná Guazú , el Río Grande como Mar de los naturales, el Jordán de los místicos, el Mar Dulce de Solís y el mentido Rio de la Plata de sus mayores, los ambiciosos, católicos, crueles e intrépidos conquistadores ibéricos:
Por aquí pasaron, sudorosos, famélicos y febriles, Mendoza, Irala, Ayolas y Garay . Llego con siglos de retraso”.
Ya no había galeones en el puerto, ni Rollo de Justicia en la plaza, ni arcabuces, ni yelmos, ni pendones, ni cruces trágicas en las calles de Nuestra Señora del Buen Ayre. Seguía llena de españoles, pero ya sin espadas, celadas ni petos.
Ahora todos eran «gayegos» y armados solo de manos limpias y duras, de terca honradez todos los días hábiles y alguno más, si se cuadraba… Y al hombro gaitas plañideras todos los domingos y fiestas de convocar y guarecer «queimadas» y nostalgias.
Lorca supo -le contaron- que a éstas las traducían como morriña, una especie de pequeña muerte, una muertecita. La padecían cuando, en el paseo dominical, miraban hacia el Este, sobre el inacabable obstáculo de barro que los separaba de Galicia.
Entonces el poeta, tomando papel y lágrimas, describió lo que todos ellos sentían, mas no sabían definir. Él, español y andaluz, le puso nombre y color gallego al dolor de sus hermanos del norte:
Bermello muro de lama”.
¿Habrá imaginado García Lorca que un lejano día , a orillas del mismo río que inspiró su poema, una voz de mujer enérgica y dulce, con acento rosaliano y con genética genuinamente gallega, lo interpretaría como nadie?
Quizás sí; aunque nunca lo sabremos. No le dieron tiempo de contárnoslo. Lo asesinó, apenas veinticuatro meses más tarde, «por rojo y por marica», la sucia intolerancia. Tenía 38 años.
Pero no dudo que el genial andaluz estaría encantado con esta perfecta trilogía de su poema, en la voz de la intérprete uruguaya Cristina Fernández, con música de Xoán Rubia.
Federico, sensible y emocionado, la aplaudiría a rabiar.