galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

HECHO EN DOLORES (FOR EXPORT)

Por J.J. García Pena

El gentilicio de los naturales de Dolores no es doloreños, doloridos ni dolorenses, como bien podría deducirse prima face, sino pitusos, apelativo proveniente de la fundacional Pitusa, primitivo asentamiento de una de las tantas  tribus invasoras que poblaron aquel lluvioso balcón marítimo. La lideraba el sagaz y legendario  Pitus ,  de quien era fama  que  hablaba  tres lenguas y media, jamás dormía, gastaba yelmo con cresta y poseía el curioso poder de convertir, mediante salmos, conjuros y pócimas, la piedra en madera y paja.

Limitados por el oceánico rincón, confluyente de mares, los pitusos fundadores se cobijaron con sus animales domésticos en pétreas chozas de pajiza y cónica techumbre, poblando los elevados oteros costeros con una red de aldeas intercomunicadas por un ingenioso sistema de señales de humo, pandorgas y silbos.

Esa tipología arquitectónica más tarde sería abandonada, olvidada y  muchos siglos después  descubierta , desbrozada y reflotada junto con otros mitos, desusadas calzadas, arenales vírgenes y  arcaicos vestigios de colonizaciones más o menos bárbaras, para  explotar y ofrecer, astutamente, un paquete  multiservicial a los primeros americanos platudos y suecas sin pudor, para fomentar su cíclica visita  como  novedosa fuente de recursos económicos, hasta convertirla en la principal industria  de Dolores, desplazando a las tradicionales.

Había nacido la turisfiebre y Dolores, previsiblemente, encabezó el reparto. El astuto espíritu de Pitus, por lo visto, siguió latente en las sucesivas generaciones de pitusos.

Pero mucho, mucho antes de ponerse de moda el creciente y pudiente turismo, Dolores, desde tiempos difusos , tal vez desde el medioevo,  fue ejemplo y espejo de una envidiable  organización social, tal vez la primera en resolver el problema de qué hacer con sus excedentes demográficos sin necesidad de convertirlos en guerreros mercenarios, o ambulante población mendicante.

Solamente se les toleró esta última práctica de subsistencia a los pitusos ciegos, convertidos en  cronistas y bardos chivatos de gestas y miserias ablandapechos, al compás de rabeles, chirimías y zanfonas.  

Maestra en dividir y dirigir el trabajo, vida y destino de sus habitantes nacidos y de los por nacer, la cúpula de la sabia Administración Central, compuesta de señores feudales (a quienes los envidiosos y  descontentos de siempre tildaban de caciques) y rollizos sacerdotes, (calificados de sanguijuelas por esos mismos enemigos) encastillados en sus palacios unos  y encaramados en sus  campanarios los otros, preveía y cifraba, calculando  sus ganancias sobre exportaciones anuales de  tantos y cuantos navíos de pitusos en pie.

Así fue como la ordenada  nación consolidó y estiró  su eficiente Administración sobre pilares de férreo  caciquismo feudo-religioso hasta bien entrado el siglo XX. No había ni asomo de desempleo en Dolores: pituso que sobraba, pituso que exportaban con un sello  azul estampado en su honrada frente. Genial.

¿Para qué molestarse en pensar planes productivos y desarrollar complejas industrias internas si el dinero llegaba en remesas y la solución al desempleo estaba afuera? Dos pájaros de un tiro ¡Eso se llama Administrar, coño!

Sí, la pequeña nación pitusa, estratégicamente ubicada en el fin de la tierra conocida, colmaba galeones con sus excedentes de gente exportable, preparada anímicamente para ofrendar, en forma de remesas y otros tributos voluntarios a su añorada cuna, dos tercios, mínimos, de su sudor transoceánico.

Destinados a la servidumbre ultramarina, la instrucción de los pitusos for export, por innecesaria, rara vez superaba las primeras letras y rudimentos matemáticos, siendo su mejor carta de presentación una esmerada enseñanza  religiosa, -tan funcional al envidiable sistema- y un rosario de marfil hecho con dientes humanos.

Toda la historia de Dolores y los pitusos puede resumirse y dividirse en dos períodos: Marino y Aéreo.

Y aunque, en rigor, sería una nebulosa el sindicar una fecha exacta como límite entre ambas eras, podría tomarse como fin de la primera el antojadizo cambio del viento  que  remeció a todo el planeta y obligó a Dolores a ampliar y mejorar su renglón exportador, trasmutando campanarios en laboratorios y superstición en razonamiento.

Pero dejémoslo por ahora en este punto, que la era del Aire no ha hecho más que comenzar ya que  Dolores, tradicionalista perdida, sigue, por inercia, exportando pitusos en pie, ahora educados y con pasaporte de microchip.

Durante los acabados Siglos Marinos, el procedimiento de exportación de pitusos no sufrió más cambios que la forma, capacidad y ligereza de sus navíos.  De la carabela a la motonave, en resumen.

Cuando la Administración reunía suficientes cuerpos sanos como para fletar un barco y dotarlos de un pasaporte que los acreditaba como Made in Dolores, for export (Hecho en Dolores) comenzaba a reunirse en el puerto un mundo de muchos pitusos quedantes y curiosos que, sin proponérselo, terminarían siendo parte fundamental del rentable negocio “plus ultra”.

Nadie  pudo recordar, mucho más tarde, en qué momento esos programados encuentros para el desencuentro portuario tomaron estatus de tradición.

El extraño  ritual ribereño, como cualquier otro acontecimiento social,  terminó por hacerse  folclórico por lo repetitivo, cada vez que una  nave  izaba velas o, pasando los siglos, sus chimeneas maldecían de negro el cielo.

Debe haber empezado, creo yo,  cuando los barcos aún dependían del viento para dejar el puerto y deslizarse por la cuesta del horizonte.  Lo creo porque disque un día, perdido ya en la memoria, todo estaba dispuesto para zarpar, pero una calma eólica de seis días,  inmune a los cirios y rogativas más encendidas, obligó a imaginar y estrenar una técnica nunca antes ensayada.

Para regocijo de casi todos, la asombrosa innovación dio milagroso resultado, tanto que, como en toda tradición, los sucesivos adeptos, aun sin saber por qué , siguieron repitiendo el absurdo  pero eficiente procedimiento.

Porque, créanlo todos -hasta los ateos sin alma- que aquel olvidado día y a partir de entonces, la sumatoria de alientos y vientos de artificio siguió dando resultados maravillosos.

El caso, créase o no, es que, en pleno siglo XX,  los pitusos quedantes y curiosos siguieron ocupando el lugar y función del viento, para impulsar las naves de los pitusos marchantes.

Una y otra vez, los pitusos exportables eran despedidos con el buen viento del colectivo quedante, tan autómata, conglomerante, insensato y efectivo como un rezo colectivo.  

La cosa, según me contaron, fue más o menos como sigue:

Terminada la carga y acomodo de los pitusos marchantes, a eso de las once de la mañana, comenzaba un concertado torbellino artificial sobre la banda de estribor del repleto navío.

Al unísono, cientos de pitusos quedantes, desde los adoquines del puerto, mientras soplaban, agitaban brazos y pañuelos como frenéticos ventiladores de 180 grados. Cientos de guardias civiles hacían girar, a mano, monstruosos tréboles negros de charol atravesados, como hélices de azabache, por el eje del cañón de su fusil, mientras miles y miles de funcionarios públicos,  sin piernas ni cabezas, asomaban sus torsos acabados en brazos de dedos finos que movían cartapacios gigantes como quien sacude alfombras, desde sus acristaladas oficinas.

Ríos de penitentes de Semana Santa sevillana, desertando de sus pasos, soplaban sus capirotes como cónicas bocinas amplificadoras de aires insonoros.

Insólitamente mudos, tres ejércitos de curas tonsurados y gordos movían los labios como liebres que  orasen e imitaban, manipulando sus casullas- miles de ellas- los movimientos rítmicos de los acéfalos cartapacistas sin piernas.

Flamencos de colmado y viejas rocieras de abanico desplegado, blandían guitarras y paipays como quien da aire al fuego con  palmetas de barniz endurecido.

Gitanillas mocosas aventaban, con salero de raza, enormes peinetones de carey verde.

Niños y más niños ricos soplaban molinetes de papel colorido que producían ráfagas de brisa rosa.

Seminaristas con acné, rezaban hipocresías mientras removían el aire con frenéticos catecismos amarillentos.

Dos mil toreros capoteaban, en simultánea provocación, los ojos de buey del monstruo marino con ventolera desafiante de anclas.  Monaguillos insurrectos, hinchadas las mejillas y fruncidos los labios sopladores, agitaban brillantes patenas, grandes como bacías quijotescas, que a duras penas alcanzaban a levantar los faldones de trescientas monjas de clausura que, en uso de un día libre por una vida de encierro, batían frenéticamente sus cofias almidonadas  .

Militares de pacotilla y pies de plomo, soplaban en trombones sin boquilla, amplificando y salivando el aire marino.       

Legionarios  sin carnero, provistos de enormes escudos, abollados de las últimas Cruzadas, emulaban el batir de los  oficinistas inválidos y los curas tragaldabas.

Dos periodistas y un fotógrafo,  aherrojados con grilletes de acero  y amordazadas sus bocas con cuero transparente, eran los únicos que ni soplaban ni rezaban.  Serios y aislados, solo tomaban notas y guardaban memoria a través de cajas oscuras con ojos de vidrio y gelatinosas retinas enrojecidas.

Durante los primeros diez minutos (siempre pasaba lo mismo) parecía que el hercúleo esfuerzo resultaría estéril y el barco no se movería, pero luego adquiría una velocidad creciente sobre las encrespadas olas de la dársena.

Los pitusos quedantes, azules por el esfuerzo, no dejaban de resoplar, agitar ni apantallar al navío hasta que llegaba al horizonte, ya que a partir de ese punto, como bien sabían, se deslizaría cuesta abajo sin esfuerzo alguno.

No en vano  unos versos del añoso himno pituso los ilustraba:

Por el mar  abajo van pitusos a granel.

¿Cuántos de ellos podrán algún día volver?

¡Algún día volver!, ¡algún día volver!

Por el mar abajo van pitusos  a granel.

Montevideo,  25 de Julio de 2017, Día da Patria Galega.