galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

INMORTALIDAD

Por J.J. García Pena

Un día me di cuenta.

No me lo enseñaron las monjas. Todo lo contrario: por ellas me enteré de que algún día recibiría mi justo castigo o, si era bueno, flotaría de nube en nube, feliz, musical y deslumbrado por la faz del Hacedor, sin aburrirme de verlo y alabarlo día tras día. (¿O me habrán dicho infinito tras infinito…?)

Cierto que no era esa la atracción que me inducía a “ganar el cielo”.

Había otra, esta sí anhelada: podría volver a abrazar a mi papá. Y eso si que valía la pena.

Solo por él estaba dispuesto a sacrificar mis juegos infantiles y secundar a las religiosas en la zumbona monotonía de sus salves, rosarios, plegarias, novenas y hasta sus santabarbáricos trisagios.

Cada oración tenía asignada una cotización celestial, justipreciada en  Indulgencias.

Por ejemplo: Jaculatorias breves: trescientos días, Jaculatorias largas: quinientos días de Indulgencias.

Algo así como acumular puntos o millas en nuestros electrónicos pagos actuales.

Por tanto, yo me afanaba en rezar las más gordas de ellas, especialmente las Jaculatorias largas,  sin entender ni jota de lo que contenían, salvo la creencia  de que con cada una de ellas estaría más cercana la liberación del alma de mi padre, –“ que debería estar en la antesala del cielo, purgando quién sabe qué faltas antes de ser recibido por San Pedro, quien le entregaría un par de alas albares”-, me aseguraban las beatas. 

Yo me había inventado, a espaldas de las entecas religiosas, una oración para sobornar el espíritu del piloso portero, para ver si podría acelerar el trámite de ingreso de mi padre ya purificado, retenido en el Purgatorio.

Pero participarles de este cohecho personal a las monjas, nada. A ver si me arruinaban el plan…

Tal vez también ellas estuviesen convencidas y me repetían el cuento que les hicieron otros que, a lo mejor, no lo estaban tanto, pero que les convenía que los demás lo creyésemos.

La arcilla es fácil de moldear, sobre todo si es pura y fresca, sin contaminantes.

Y el cuento se me hizo real, tanto como la resurrección ilesa de la abuelita después de haber sido deglutida por el lobo, o las hazañas del Capitán Trueno y el Jabato.

Era cuestión de prepararse para el paraíso prometido siendo un buen niño, recitando mis indescifrables oraciones, leyendo mi tesoro más preciado: el Misalito Regina; durmiendo toda la noche boca arriba , con las manos cruzadas sobre el pecho como nos aconsejaban nuestras guardianas, “ para que la muerte os encuentre en decente estado”.

El sentimiento de culpa, asociado al prometido castigo de no entrar al Edén con sus ansiados bienes, hacía que las manos infantiles trazaran un constante doble arco pecaminoso y nocturno.

Y todo por ser mortales, tener una limitadísima sola vida y un solo Dios cruel y vengativo… si no le rendías pleitesía.

La adolescencia se llevó el cielo y el infierno, o al menos los cambió de lugar.

Fue por entonces que  lo entendí: ¡era inmortal y los seres que añoraba siempre habían estado  conmigo!.

¿Cómo no lo había visto antes, siendo tan claro el “Misterio trinitario”?

Decenios más tarde la ciencia lo bautizaría Adeene. (¿Adán?)

¿En qué momento una planta deja de serlo para transformarse en una nueva?

Cuando extraemos un gajo de una vid, para trasplantarlo,¿acaso ese gajo, por más que lo alejemos del tronco principal, deja de ser lo que es?

La “nueva” planta tiene exactamente toda la información genética que la hace idéntica al tronco de que se desgaja.

¿Es otra o es la misma? Son ambas.

Jamás esta última existiría sin la previa existencia de la troncal.     

Miremos nuestro cuerpo.

Nunca lo fuera si no hubiese sido parte integrante de sus antecesores, padre y madre.

No somos producto de la casualidad ni del “Soplo Divino”.

Somos sangre, hueso y carne, articulados con propósito de trascendencia.

Y ahí vamos por el mundo con su legado, nos guste o no.

Somos el “Misterio” de la  Santísima Trinidad que los curas repiten, irreflexivos y miopes, a través de los siglos sin saberlo explicar. Padre, madre y nosotros.

Somos la forma que encontró la Naturaleza para inmortalizarse, renovándose.

Somos la síntesis de nuestros antepasados. Ni un solo rasgo nos pertenece, simplemente los recibimos, usamos y entregaremos, mejorados, a quienes nos sucederán.

Pero no moriremos. He ahí, frente a nuestros ojos, resuelta, la verdadera “trinidad”: Una trinidad de carne y hueso, que nos duele y nos incluye con forma humana, no de ave, señores.

Por tales razones, cuando los perdamos de vista, nos servirá de consuelo saber que nuestros mayores permanecen en nuestros rasgos, en nuestros deseos, en nuestra voz, en nuestras manías, en nuestra piel.

Sin saberlo hemos bebido sus lágrimas: son las nuestras.

Jamás nos dejarán.   

Y nuestros hijos perpetuarán el verdadero milagro. El de la  Naturaleza.