galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

JURAR LA BANDERA ESPAÑOLA

NO ES TAN GUAY COMO LO PINTAN

Por Alexandra Cacovean

Me presento: soy Alexandra, tengo 23 años, llevo viviendo en España desde que tenía cuatro años y me otorgaron la nacionalidad la semana pasada. Como habréis podido adivinar, mis trámites fueron largos y tediosos, incluyendo una lista de espera de más siete años junto a una serie de infinitos y diversos problemas, como la baja por enfermedad del encargado de mi caso, que se traspapelara mi partida de nacimiento… en fin, las cosas del funcionariado español. Yo, a estas alturas, me sentía desesperada, más aún cuando mis padres llevaban con su flamante nacionalidad española ya dos años, lo que hacía que todo fuera más patético, si cabe.

Por fin, el 3 de mayo de 2017, me brindaron la oportunidad de jurar bandera. Aunque es cierto que me había venido un poco arriba tras ver las imágenes del Flickr del Ministerio de Defensa “Jura de Bandera de personal civil”, con todas esas tarimas, soldados, cruceiros, curas y de todo para honrar a gente muy engalanada, tampoco me esperaba nada loco ni estrafalario. Quiero decir, vivo en Alcorcón (un municipio cercano a Madrid), no es que nuestros juzgados sean una cosa gloriosa. Pero lo que de verdad no me esperaba es que los hechos sucedieran como los voy a relatar aquí.

Mi jura ya empezó mal, fatal, dado que no tuve que hacer el Test de Españolidad por los continuos retrasos en mis trámites. Esto significa que no tuve que demostrar mis conocimientos sobre España, aquellos que me había estado labrando durante diecinueve años viviendo en esta bella tierra. Aunque es justo aclarar que, pese a todo, sé perfectamente cuál es el gentilicio de los de Cuenca (cuencano), o quién es la auténtica Reina de España (Belén Esteban).

Imaginadme a mí, emocionada, después de esta epopeya, yendo a los juzgados, radiante, maquillada y más o menos peinada. Ahora imaginadme a mí y toda mi ilusión yéndose por la borda cuando me llevaron, junto a otras personas, a un cuchitril de juzgado, con el aire acondicionado roto y una gotera en el techo tapada con un cartón del súper. La funcionaria de turno me dijo que me acercara a su despacho a jurar bandera. Yo me quedé sorprendida, ni una triste sala apartada, ni una bandera, ni una foto del Rey, ni una Constitución, nada. Sólo su despacho, rodeado de otros cinco funcionarios trabajando. 

De modo que tomé asiento, me planté frente a una mesa con papeles desordenados y un ordenador (Windows) muy desfasado, la miré a los ojos y ella me preguntó entre risas: “¿Juras por el Rey de España y la Constitución?”. Yo no daba crédito, ¿Por qué se estaba riendo? ¿Era una prueba de fuego para poder ser española? ¿No debería de ser un acto súper solemne? Atónita, y con una mueca de imbecilidad le espeté un tímido “seh”. Ella me miró, me sonrió, y me dijo que ya estaba, que podía irme.

Me levanté, desanimada, despechada y con el cuerpo lánguido de su silla. Todas las expectativas que la sociedad me había inculcado acerca de mi ansiada mi jura de bandera eran completamente irreales. No sé, no pedía tanto, sólo besar una bandera y quizá poner mi mano sobre un flamante tomo de la Constitución Española de 1978 remachado con hilos de oro. Quizá un poco de discreción y solemnidad en el acto. Nada más. No es como si pretendiese jugar a ser Dios, tan solo un poco de paripé.

En mi opinión, ha sido una manera un poco chabacana de entrar como inmigrante en la sociedad española. Lo que podría haber sido un buen día acabó en verme salir del Juzgado y coger la triste línea 10 de Metro Sur para abandonar aquel suburbio. Gracias y chao.