galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LA CORAZA DEL CARACOL

Por J. J. García Pena

Nuestra especie no llegó al presente por casualidad ni por obsequio divino. Llegamos porque somos fuertes y, aunque nos zarandeen,  no nos quiebran las adversidades. Por el contrario, de cada una de ellas salimos fortalecidos, como sin duda saldremos de la actual.

En las cuevas prendíamos luces por miedo a la oscuridad que, como a cualquier otro animal,  nos aterraba. Pero ya habíamos  aprendido a hacer fuego. Éramos -seguimos siendo- las únicas bestias capaces de tal prodigio.

Fuego: un bien adquirido que nos lo debemos solamente a nosotros mismos. No venía en la mochila extra de sobrevivencia. De hecho, no teníamos ni la tal mochila. Debimos inventarla  y llenarla con nuestras experiencias y escribir, a mano,  el manual de uso, para que nuestros descendientes pudieran utilizarla, aún en nuestra ausencia. 

Las luciérnagas emiten luz, pero ni la inventaron ni saben cómo funciona, ni sabrían componerla si se les averiase. Nuestra luz es nuestra obra.

Aunque muy ignorantes y supersticiosos aún, en Altamira ya éramos lo suficientemente inteligentes como para observar nuestro entorno y aprender de él y superarlo, cosa negada a todos los demás animales.

Siempre hemos enfrentado todo tipo de desgracias y esta nueva la superaremos y olvidaremos, como hemos olvidado todas las anteriores.

Cada paso que dimos, cada éxito o fracaso,  es mérito o demérito  nuestro.

Recientemente aprendimos que, ante una pandemia, debemos permanecer lo más aislados posibles. No hace tanto, ante similares circunstancias nos apretujábamos, acobardados como corderos que olfatean al lobo, en reducidos espacios, faltos de aire y sofocados por el incienso que, si bien disimulaba hedores, no era bactericida.

Lo hacíamos para implorar el favor que nunca llegó. No sabíamos, todavía,  que el virus asesino, lejos de alejarse, se cebaba en nuestra propia ignorancia.

Como corderos actuábamos y, en consecuencia, como corderos nos trataron durante siglos. No le puedo reclamar dignidad al cordero, no está en  su naturaleza; pero sí al humano que, ante el peligro, emula su cobarde conducta.

Nos costó siglos entender, pero entendimos al fin, que no es bueno actuar como rebaños. Aprendimos en carne propia; la más dura manera de aprender.Y mucho más aprenderemos y aplicaremos lo aprendido  después de vencer a este precoz criminal, que camina y hasta corre con apenas tres meses de nacido.

La humildad de reconocer -o recordar- que no somos invulnerables a ningún mal, nos hará más solidarios, menos egoístas. Hay personas -las menos, por suerte- que, ante el obligado encierro y aislamiento y con harto tiempo para reflexionar, ven desmoronarse sus vidas de fantasía. Personas que, de pronto, se despiertan a medianoche  y creyendo haber sufrido una pesadilla, demoran en  tomar conciencia de que su mundo perfecto  es vulnerable, tanto como el de aquellos a los que siempre miraron en la distancia,  como desde otro planeta, como desde una burbuja privilegiada, aséptica y confortable .

Cuando la angustia se les vuelve insoportable, lloran como cualquier otro ser humano. El llanto los iguala, emocionalmente, a la gente vulgar, a la de carne y hueso. Pero la terca realidad, tras el lloro, sigue ahí,  no desaparece por sí sola.

Entonces, asustados como niños en la oscuridad, se humanizan circunstancialmente, buscando redención (y la empatía que antes negaron),  en las redes sociales. Solo el tiempo dirá si las aliviadoras lágrimas dignificaron su egocéntrica visión respecto a los demás.

Aprenderán -espero- que la humildad es uno de los escalones hacia una verdadera Educación, otro bien que habremos de  inventar los humanos. Un bien superior,  que muchos creen ya alcanzado, al confundirlo  con la habitual y simple adquisición de conocimientos curriculares.

Los plácidos sueños de estos torremarfileños los convierte el coronavirus en pesadillas que no saben cómo procesar. El neovirus  los encuentra tan o más desprovistos de defensas que a los más humildes de sus hermanos. Porque, pese a sus recursos económicos, carecen de defensa emocional, esa que formó callo en quienes han debido enfrentar la vida sin más herramientas que sus manos, ni más armadura que  la necesidad de sobrevivir mediante ellas.

A los nuevos insomnes, sus vidas de folletín no les permitieron, ayer, generar escudos en los cuales  amparar, hoy, su debilidad de vitrina. No generaron anticuerpos. Son como caracoles a los cuales, de improviso, se les privara de su caparazón. Quedan expuestos y desnudos frente a la imprevista crisis, tanto o más que los humildes a quienes  siempre miraron con indiferencia.

Nadie está salvo, es cierto. Pero todos saldremos adelante juntos,  postergando -ya que no eliminando de plano- los egoísmos. Como especie, todos dependemos de todos en este vulnerable planeta que gira sobre sí mismo en el eterno caos de las galaxias. Nadie es más que nadienada debemos esperar si no es de nosotros mismos.  Entre todos saldremos -muy mejorados- de este nuevo desafío. Y será un mal recuerdo que olvidaremos en dos generaciones.

También saldrán fortalecidos del trance  -y más humildes, espero- quienes creían que sus elevadas torres de marfil eran reductos seguros contra todo mal. A estos les recomiendo leer “La máscara de...”,  el cuento de Edgar Allan Poe. Les hará bien, al ayudarles a comprender y a comportarse como mejores personas.

La enfermedad, la vejez y la muerte, factores  a los que  no detienen muros, fosos, concertinas desgarrantes ni balas,  son males comunes a todos por igual. Y sus «virtudes» vienen garantizadas de origen,  desde mucho  antes de que inventásemos -también nosotros- la imperfecta democracia. 

A los fatuos, Alan Poe les hará bien. A todos los  demás prójimos solo les recomiendo que sigan usando el sentido común y acatando las disposiciones de nuestras autoridades. Ellas quieren y deben cuidarnos y cuidarse.

Por el bien todos, actuemos como seres racionales, no como corderos acojonados.  El pánico  mata… El sentido común salva.