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LA FIEBRE DE LA BÚSQUEDA DE SÍMBOLOS E IDENTIDADES

Por Isidoro Gracia

Ante el penúltimo acto de auto identificación nacionalista, bendecido por el propio presidente del Gobierno, recupero mi reflexión personal, cuya primera versión tiene casi dos lustros.

Mantenía Aristóteles, y otros grandes pensadores, que para estudiar y fijar una idea abstracta era necesaria una imagen. La ciencia social que Aristóteles desarrolló, hace 2.400 años, es aún hoy la herramienta más avanzada del que disponemos los humanos, para controlar unas sociedades en las que, las ciencias aplicadas, nos han aportado tecnologías capaces de destruir, varias veces, el mundo que habitamos, dicho con muchos matices lo de controlar.

Aún cuando hay aportaciones importantes, a mí me gustan citar aportaciones de pensadores que me son próximos,  como Ortega y Gasset, sus prólogos a la “Rebelión de las Masas” que fueron premonitorios para entender el devenir del proyecto Europa, o las de Victoria Camps en “Virtudes Públicas”, para afrontar en presente siglo desde una ética personal, pero parece evidente que existe la necesidad de una evolución rápida que modernice las ciencias sociales,  e implante de forma general un potente útil ético social.

Desde el respeto hacia los que tienen necesidad para confirmar su identidad mediante vínculos convencionales, tan básicos como los símbolos (para las religiones y los nacionalismos son parte indispensable), yo me encuentro entre los que sostenemos que esa atadura atávica es algo a superar, desde la razón, ya que desde los sentimientos primarios que desatan no es posible.

 Algunos no necesitamos para sentirnos, gallegos, españoles, europeos y ciudadanos del mundo, simultáneamente, más que nuestra voluntad y un modesto conocimiento de la historia. Es más, creemos que las banderas, himnos, escudos, signos y demás simbología son respetables, si sirven para unir voluntades y forjar convivencia, y absolutamente prescindibles si se utilizan para la división y el enfrentamiento.

Quizá algo ingenuamente, entendemos que las lenguas, los idiomas, son instrumentos de comunicación, y que su uso como elemento de imposición de culturas es algo rechazable, tanto si los que así los utilizan lo hacen desde una mayoría, como si se hace desde una minoría, lo que aún es peor.

Lo que sirve para identificarnos y distinguirnos de los demás tiene que estar supeditado al bien común; los derechos individuales y colectivos deben de aplicarse a las personas, antes que  a los territorios, y para diferenciarse es preferible, antes que un signo físico, una condición humana, como por ejemplo la condición de quien vive de su trabajo diferencia a la mayoría de los humanos, de la condición de la minoría que vive de explotar y manipular a los otros.

Con la misma autoridad, como mínimo, con que algunos confrontan en base a haber nacido (siempre casualmente) en un territorio, se puede afirmar que no es más gallego, catalán, alemán o guineano quien nace, que aquel que voluntariamente quiere serlo.

La organización como tribu, en que esos atavismos eran imprescindibles, fue superada hace mucho tiempo  por naciones y estados, donde han seguido siendo importantes pero que han permitido reducir, que no eliminar, su necesidad para mantener la cohesión, mediante un contrato social basado en la defensa de intereses comunes y derechos universales. Volver al primer plano como principal herramienta, de relación con los vecinos, el puro sentimiento, y que eso sea alabado y puesto como ejemplo por dirigentes de sociedades modernas, no parece que sea algo bueno para superar las dificultades de convivencia.

En España deberíamos tener muy en cuenta como han radicalizado los nacionalismos periféricos los sentimientos, hasta convertirlos en religión, para oscurecer incluso  la legítima defensa de intereses y derechos de los ciudadanos a su cargo, y resulta difícilmente entendible que quienes están obligados a la defensa de los intereses y derechos generales, caigan en el error de entrar en ese juego ajeno a cualquier solución razonable para los problemas que sufrimos.