galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LA INICIACIÓN DEL ÁNGEL

Por J.J. García Pena

No se confesaron  qué estaban pensando pero, como obedeciendo a una misma voz interior, ambos salieron caminando cara al aún ardoroso sol de la tarde alejándose, como distraídamente, de aquel atestado sector de la playa con el pretexto de  ampararse de sus rayos bajo los apartados y altos pinos costeros.

Se habían reencontrado cinco años antes de esta recientemente terminada niñez de él.

Ella, de preciosa figura y tez levemente aceitunada coronada  por  abundante cabellera ensortijada y negra, le sonreía mostrando unos dientes perfectos enmarcados por labios pulposos. En la familia se sabía  que unas escasas pero intensas gotas de sangre boricua animaban el ondulante deslizarse de la joven mujer, una inteligente estudiante de psicología en la plenitud de sus veintidós años.

Cuando estaba de vacaciones en el pequeño país vecino , al acabarse su provisión de cigarros argentinos  fumaba sabrosos cigarrillos locales de “Seleccionados tabacos de Virginia”, según rezaba la cajilla de azul intenso.

¿Qué podría atraerle a una mujer así de aquel casi niño que estrenaba quince años?

Nada en él era particularmente destacable, salvo las proporciones armoniosas de un cuerpo en  desarrollo y muy poco más. Nada del otro mundo. Tal vez, inconfesablemente,- ¿cómo saberlo?-  la motivara conocer el desempeño viril de un hombre virgen. ¿O sería ternura mixturada con algo de lástima por el solitario y pensativo jovenzuelo, siempre con un libro en las manos en lugar de correr tras una pelota, como sus demás coetáneos?

¿Sería la común pasión por la lectura? Pudiera ser. Ambos habían leído a Benedetti y Neruda,  pero solo ella a Tólstoi, Freud y Sartre

Ese verano, al despedirse con un beso, -sería el último- le dejaría de recuerdo el libro que acababa de leer, La madre, de M. Gorki. La dedicatoria decía:

—- Espero que te guste tanto como a mí. No te desalientes con los nombres rusos. Con mucho cariño. Sxxxxa

Él, a su vez, le obsequió aquel disco “simple” que  atesoraba la voz  de un cantor muerto treinta años antes. 

Al terminar la audición  de La novia ausente, como un cruel presagio, ambos se habían identificado con el texto de Darío a través de las lágrimas de amor truncado del protagonista.  

¿Quién sabe si no la atraía la manifiesta ingenuidad del adolescente?  Sin embargo, esa candidez se contradecía con las furtivas miradas que ella sentía dirigidas  al centro de sus caderas y que se intensificaban en ese ambiente de playa, en dónde la insinuada desnudez relaja las reglas sociales.

Con frecuencia sorprendía  los ojos del menor enfocados en su “triángulo de Venus”, miradas que  ella fingía no detectar pero que, de algún modo, halagando su espíritu femenino, la predisponían, casi sin proponérselo, a favor de su primo.

El verano pronto se terminaría y ella retornaría, durante un largo año, a  su país, como en los últimos cinco.

Él volvería a soñar, en soledad, con descubrir y gozar el misterio que encerraba la mujer -todas las mujeres- mientras  ondulaba en un mar de interrogantes que, en parte, había ido desentrañando lenta y solitariamente, como pudo; un poco por intuición y otro poco preguntando a sus escasos amigos que, entre cuchicheos y sobreentendidos cargados de procacidad,  le sembraban más dudas que certezas.

Ahora, develada teóricamente la incógnita y caminando por la orilla atlántica, se planteaba si habría llegado el momento de tocar una mujer de verdad, no las de las manidas  fotos de sus revistas prestadas, camufladas entre sus textos de estudio, únicas testigos de sus frecuentes y, por lo visto, inagotables ardores y desfogues juveniles.

Mientras se alejaban, hablaban cada vez menos. Como en comunión telepática, se fueron internando en la tupida y solitaria línea de árboles costeros.

Sin  decirse una sola palabra extendieron el amplio toallón playero que ella portaba, colgando de un hombro y alrededor de su cintura, a modo de atuendo hindú,  tendiéndose ambos sobre él, boca arriba bajo el palio de los pinos.

Se preguntó, con la tensa preocupación de un sigiloso jaguar a punto de saltar sobre su presa, si el alboroto que se estaba produciendo en su corazón y repercutía en sus oídos, podría escucharlo también ella.

Tuvo miedo de  que el batifondo de su pecho delatase sus intenciones, echando a perder la inminente oportunidad. Se había criado en la certeza de que solo el hombre gozaba con el acto sexual, ocupando la mujer el ingrato, pasivo y casto papel de simple recipiente. Por tanto, temía una  reacción de desagrado  imperdonable enfado por parte de la muchacha.

La miró de soslayo en procura de evidencias, pero nada apoyaba esa presunción.

 —- ¿Querés probar?-preguntó de improviso ella, mientras le acercaba un cigarrillo encendido, cuyo aspirado humo  expulsaba suavemente por la nariz.

Él solía fumar algún cigarro barato de pésima calidad, a escondidas de su madre, por más que los compraba con su propio dinero, toda vez que hacía un año que, además de estudiar, trabajaba para sustentarse.

A sus quince años el cigarrillo -que le había disgustado al probarlo por primera vez, al punto de  haber estado cercano al vómito- le daba ese aire de jovencito independiente y arremetedor, al mismo tiempo que ensombrecía, arrugándolos prematuramente,  para su alegría, sus rasgos infantiles en plena mutación.

Por eso, cuando ella le ofreció el cigarro que aún conservaba el sabor y humedad de sus labios, lo aceptó excitado, como una prueba de reconocimiento de su hombría.

Lo aspiró profundamente mirando al cielo, conservando la totalidad del humo en su boca, no en los pulmones, y expulsándolo lentamente por las narinas, como hacía siempre.

Sintió un rico sabor, bien  diferente al que le dejaban los de mala calidad que solía consumir.  Antes de devolvérselo le dio una segunda pitada mientras rodeaba, con la lengua, imperceptiblemente,  el filtro para impregnarlo con su saliva.

Mediría el grado de aceptación de su prima.

Ella, al comenzar la siguiente pitada, notó la exagerada humedad del filtro y le sonrió con los ojos, pero no hizo comentario alguno. Inhaló el humo profundamente hasta saturar  los pulmones y lo fue soltando entreabriendo  los generosos labios.

Ese fue el momento en que el aspirante a ser  hombre, con un rápido giro de ciento ochenta grados, pretendió sellar la salida de la chimenea rosa, aspirando la totalidad del sabroso humo que traía el olor de los cálidos pulmones de la joven. Sintió de lleno el calor y el aroma  de la saludable piel bronceada, entremezclado y potenciado por el protector solar que la recubría, brillante como una segunda piel.

El contacto entre labios tan dispares labró el acta de defunción del niño y el estreno del hombre  en ansias de concretarse. Jamás había besado a una mujer en la boca.

La espera de años -siglos, sentía él- lo estremeció de pies a cabeza. Todo el entorno se le borró por completo. Su pequeña boca de labios delgados y hasta su lengua, fueron  absorbidas  por la carnosidad bucal de la magnífica hembra con tal ímpetu, que  jamás lo hubiera sospechado.

No pudo recordar, después, cómo y en qué momento ambos se quitaron las breves ropas que los cubrían. Pero no olvidaría jamás la exquisita sensación de otros labios – réplica vertical de los que le mordisqueaban la lengua- como puerta principal de entrada del cuerpo al que tantas veces imaginó acceder.

Si hubo un sonido digno de recordarse y que acompasara esa sensación de placer mil veces imaginada y –lo sabía ahora- nunca acertada, fue el de un gemir entrecortado y la explosión muscular –a eso le sonó- que recorrió a la preciosa enamorada.

No entendía qué estuvo haciendo mal. ¿La habría lastimado? ¿Por qué ese espasmo intenso -que fue apagándose en oleadas cada vez menores- proveniente del soñado cuerpo cabalgado? ¿Por qué sentía el ardor de las uñas que hace un rato recorrían suavemente su espalda desde el cuello hasta las nalgas y en el espasmo final se clavaron en sus flancos?

Sintió que se salía, resbalándose, de ella. Se sentía culpable y confundido. Sí; algo habría hecho mal.

Preocupado, la contempló sudorosa, fatigada, los ojos cerrados. Sonriente.  Su oscura cabellera moteada de arena dorada. Algo habría hecho mal, sin duda.

Sin embargo, ella sonreía… 

—- No entiendo-, se dijo, confuso.

Se tendió a su lado, refugiando su cara en la calidez olvidada del valle resultante de dos dunas de carne perfumada y tibia que se alzaban y contraían, ajenas al ritmo del tamborcito que latía entre ellas. Rodeó, en silencio, el desnudo ecuador de la joven con su brazo, explorando, con tímidos dedos,  la húmeda selva en que no supo derramar la semilla de su urgencia viril. Se adormeció acunado en el pecho amado.

No supo cuanto tiempo estuvo así, pero al abrir los ojos eran los dedos de  ella los que recorrían su frente y jugueteaban con los mechones de su pelo rubio de niño.

El sol estaba a punto de suicidarse en el mar. Debían regresar.

 Ella fue la primera en levantarse mientras el niño recogía valor para preguntarle, con pena: 

– ¿Te hice daño?

—- No, tonto. Me hiciste mucho bien.

Lo acarició sonriendo, tierna y recalcando la palabra mucho.

—- Entonces, ¿Por qué no pude soltar mi…?

—- Porque estás muy ansioso.

Estuvo a punto de preguntarle: 

—- ¿Usarás esta experiencia como material de estudio?

En cambio, se escuchó a sí mismo diciendo:

—- ¿No será porque somos primos hermanos y…?

La risa feliz  de ella, interrumpiéndolo nuevamente, debió devolverle (o darle, por primera vez ¿quién lo sabe?), la confianza que a partir de ese día iría en aumento, hasta formar la naturaleza predominante en él. 

-Tonto, te quiero por eso, porque sos puro como un ángel.

Se lo  aseguró, mientras le apretaba las mejillas con ambas manos y le mordía ligeramente los delgados labios infantiles con las blancas semillas de su boca tropical.

Él sonrió por primera vez, mientras le decía, animoso y burlón:

—- Doctora, recuerde usted que los ángeles no tienen sexo y ya vio usted que yo…

—- ¿Que vi qué? ¿Que vos  qué? ¡Yo no vi nada!

Se preguntó y se respondió, divertida,  ella misma,  mientras corría, riendo, hacia la orilla solitaria dejando tras de sí un brecha olorosa e invisible por la cual se deslizó el cuerpo del adolescente  en el preciso instante en que el sol pateaba el banco, hundiendo, como ellos, medio cuerpo en las oscuras aguas.

Sus últimos brillos recortaron, en el inabarcable telón de fondo, la silueta de la  iniciación plena del hombre reciente en brazos de aquella mujer inolvidable.