galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LA OSTENTACIÓN

 «Todo ostentoso  mendiga  atención» 

Por J.J. García Pena

No recordaba cuándo ni cómo había empezado su trastorno de conducta, poco singular, por cierto. Al fin y al cabo miles y miles de personas sufren del mismo mal. Una tan inconfesada como inocultable dolencia vulgar: ostentación. Un padecimiento crónico no infeccioso,  pero visible. Una ENT más, (Enfermedad No Infecciosa) dirían  los especialistas. Ni siquiera podía afirmar que hubiese tenido un comienzo definido.

 —– Quizás lo haya heredado genéticamente o adquirido por influencia familiar –  cavilaba y se exculpaba el joven Pedro.

Prefería suponer lo primero. No le gustaba la idea de involucrar en esa torva inclinación del espíritu a sus amados padres, quienes, a partir de un pasado muy humilde y trabajoso, alardeaban, con frecuencia,  de cierta holgura económica.

Aquella lejana  época de estrechez y bestial esfuerzo solo era un recuerdo familiarmente íntimo, apenas musitado, mucho más tarde y  entrecasa, por los mayores.

Pedro y Juan, ya  con quince y catorce  años, no necesitarían deslomarse en jornadas interminables como lo habían hecho  sus incansables padres desde edades mucho más tempranas.

—- Tienen el sustento asegurado, muchachos… mientras se dediquen con ahínco a traer a casa dos títulos universitarios en el menor tiempo posible. No es mucho pedir, me parece, ¿no?  Y no descuiden acompañar los diplomas con las mayores notas en todas las asignaturas, ni más ni menos que como hicieron en la escuela, ¿oyeron?

Piénsenlo y decídanlo libremente. Tienen plazo hasta este lunes, –les dijo un sábado.

—- En caso de que la meta les parezca inalcanzable, el martes mismo comenzarán a trabajar cargando  y manejando nuestros camiones, o saliendo con el diario bajo el brazo en busca  de su propia comida-,   añadió, recalcando la última  frase  por si no hubiese sido lo suficientemente claro.

—- En esta casa no alimentamos zánganos ni damos  segundas oportunidades. A mí a los diez años me largaban con dos  cartuchos y si volvía sin al menos una liebre , no comía. Así de sencillo.

Tan bien oyeron y entendieron ambos muchachos, que  no defraudaron las esperanzas de sus honrados progenitores, los cuales solo ansiaban lo mejor para sus vástagos, anhelo de todo padre, sea ejemplar o no. La vida los había endurecido y persuadido de estar en lo cierto. No aceptaban otra mirada más que la propia.

De haberlos conocido, Florencio Sánchez los hubiese tomado como arquetipos psicosociales  de su obra M’ hijo, el dotor. Pero,  capricho de Cronos,  ni ellos supieron de Florencio, ni Florencio supo de su esforzada vida. ¡Lástima de desencuentro!

Aunque la pareja jamás había abierto un libro de poesía, les habían inculcado a  sus dos hijos por igual, las mismas ideas -casi las mismas palabras- que Goytisolo rimaba en sus irónicos  poemas: 

Trabaja, niño, no te pienses que sin dinero vivirás,

junta el esfuerzo y el ahorro, ábrete paso, ya verás,

como la vida te depara buenos momentos. Te alzarás

sobre los pobres y mezquinos que no han sabido descollar”.

Pedro -tan o más inteligente que Juan- era  consciente de su anomalía pero, de igual modo que les sucede a muchos masoquistas, lejos de buscar un posible atenuante o paliativo a su patología, ¡andá vos  a saber por qué!,  se complacía en su fomento.

En la escuela, el  liceo y más tarde  en la Universidad, obtenía siempre  las mejores notas gracias su gran capacidad y tenacidad para el estudio. Pero su acicate inmediato era gozar la envidia y rabia que generaba entre sus pares.

Su hermano, no obstante ser un buen estudiante, no era tan obsesivamente sobresaliente. Además se daba tiempo para mantener la relación («de estudios», decía él) con su novia de infancia, ahora que avanzaban, año a año, en la misma carrera.

—- Juancito es algo blando y lerdo, pero ya cambiará, ¡también es el menor y sus notas no son malas, hombre!-, lo justificaba su madre. 

—- En cambio  Pedro  tiene las cosas claras y le irá muy bien en la vida y arrastrará a su hermano, ya lo verás-, se convencían,  orgullosos, sus laboriosos progenitores.

Aquel «le irá muy  bien», (sinónimo de felicidad plena para ellos), era un eufemismo por «hará dinero».

Pedro, a diferencia de su hermano menor, ya por entonces evidenciaba un placer morboso en superar, notoria y meritoriamente,  a sus compañeros de estudios, quienes, al principio, no se daban por ofendidos ante sus cada vez más frecuentes desplantes de  superioridad y continuaron tolerando sus veladas humillaciones. No por mucho tiempo más, claro.

La vida es lucha despiadada, nadie te ayuda así nomás,

y si tu solo no adelantas te irán dejando atrás, ¡atrás!«

En algún momento (creo que cuando ya salido de la Universidad comenzó a trabajar y ahorrar su propio dinero) Pedro cayó en la  cuenta de que apenas le quedaban dos amigos de la infancia  en su barrio natal. Juan conservaba  todos los suyos, a pesar de no poder dedicarles mucho tiempo, ya que debía atender su incipiente carrera en su reluciente consultorio médico.

Pero para entonces, Pedro ya se había propuesto  vivir en un ambiente  acorde al estatus que, escalando por sus innegables méritos profesionales en aquella lujosa multinacional instalada en Zona Franca, estaba punto de  alcanzar. 

En alas de ese sueño, poco le costó cortar con esos tibios (para él) afectos de la niñez. En el nuevo barrio nadie le recordaría  su humilde origen, un plus nada despreciable, por cierto.   

Lo cierto es que, con el paso de los años, en vez de menguar, a Pedro  lentamente se le estaba agudizando el egocentrismo con pinceladas de afectado narcisismo -casi rozando lo ridículo- en sus pulidas y laqueadas uñas.

Los padres recibieron con entusiasmo la idea de su brillante  primogénito. Sus planes se cumplían mejor que lo anhelado. Vendieron la sólida casa del barrio obrero y los cuatro estrenaron una preciosa y enrejada propiedad con amplio parque arbolado en un sector costero de ascendente clase media, estratégicamente cercana a la Zona Franca.

¡Anda, muchacho, dale duro!, la tierra toda, el sol y el mar,

son para aquellos que han sabido sentarse sobre los demás.«

Vivieron los cuatro en cómoda y perfecta armonía y casi completo aislamiento social –¿quién nos falta?– durante tres felices años, dos meses y seis días. 

—- No estaría demás, en este coto paradisíaco,  la alegría de uno, ¡mejor de tres! niños, reflejando la triplicada sonrisa de su madre-, se decía Juan, incluyendo en sus planes, más o menos inmediatos, a su novia de siempre.

Fuese porque la extrema fatiga le hubiera pasado temprana factura a Pedropadre, o porque, sin proponérselo,  al ver a sus dos hijos «doctorados y  con un futuro asegurado», el hombre hubiese  bajado  su guardia psicosomática  y las defensas inmunológicas dejasen un flanco al descubierto,  o porque, sencillamente…

—- Dios  lo tenía dispuesto así.

—- Sí eso debió ser, Juan…

Lo cierto es que Pedropadre se consumió en los seis meses siguientes. Su doliente esposa lo sobrevivió, con salud, solo diecinueve días, dejando desconcertados a los paramédicos de urgencia el vigésimo.

En un mismo mes se reencontraron en algún lugar del Universo, sin haber tenido tiempo -en veintisiete años de vida en común en este planeta- de  disfrutar de algún tiempo libre y de una porción del honrado capital acumulado.

Ese  «derroche», esa «pérdida de tiempo», (-el tiempo es oro, muchachos) impensable en su pretérito imperfecto, siempre fue  postergado para un futuro indefinido… 

—- Ya tendremos tiempo de disfrutar, mujer.

Los meritorios hermanos, orgullo legítimo de sus desaparecidos padres, aún solteros pero absorbidos por sus respectivas profesiones liberales, en menos de un año decidieron repartirse los bienes familiares, incluida la empresa de transportes de carga que no sabían ni querían administrar y se hallaron súbitamente  solos en aquel amplio chalet  -que había sido hogar-  cercano a la costa.

 Dueño de un capital considerable,  Juan sorprendió a su hermano con una  inesperada decisión. Se marcharía a Houston. Allí lo esperaba su  novia de infancia, profesional de su misma especialización. Ni siquiera se casarían. 

—- ¿A Houston? ¿Qué carajo vas a buscar a Houston, muchacho?

– A mi mismo. Adiós Pedro, quedáte con la casa. Es totalmente tuya. Dejé mi conformidad escrita en lo de tu escribano.

– ¿Para esto lucharon los viejos, para vernos separados? ¡Los estás defraudando! ¿No te das cuenta?

– Nunca los defraudé en vida, les di las mismas satisfacciones que vos. Ahora ya no les afectará lo qué haga de aquí en adelante. Adiós, hermano; el siglo XXI esta a la vuelta de la esquina y ya gasté un cartucho en complacerlos. ¿Te acordás de la enseñanza del viejo? (Dos cartuchos o el hambre, botija). Con el restante me daré una segunda oportunidad de vivir a mi modo.

– No te entiendo, Juan,  pero sos mi hermano y siempre esperaré por vos.-

– No me esperés, Pedro. No volveré. Dame ese último abrazo.

Estamos finalizando la segunda decena del siglo XXI. Y a todos nos oprime y confunde una epidemia mundial, nada menos.

Pedro, CEO de pelo ralo y cuidados bigotes encanecidos, puntillosamente enfundado en los mejores cortes de ropa, corbatas  y zapatos italianos de cuero y uñas con laca, permanece  en la enorme  casona cercana a la Zona Franca, su antiguo y actual coto de caza.

Pero no está tan solo como cuando se fue Juan. Poco tiempo después de su partida,  Isabel, una bella administrativa, sumisa y leal,  aceptó su propuesta matrimonial y tienen un único y estudioso hijo de dieciocho años a quien Pedro hace seis le repitió lo sustancial de la fórmula que tan eficaz resultara  cuarenta años atrás:

—- Tenés  el sustento asegurado, chiquilín… mientras te dediqués, con ahínco, a traer a casa un  título universitario, el que vos quieras, ¿tá?, en el menor tiempo posible.

Pedro nunca pudo, supo o quiso corregir su engreimiento exhibicionista. Misterio. Uno más de la condición humana.

Su querido hermano Juan, sangre de su sangre, criado bajo idénticas condicionantes, nunca fue soberbio ni jactancioso.

Pedro, por el contrario, en el nacimiento del siglo ha encontrado y perfeccionado en las «redes» nuevas formas de humillar impunemente a sus semejantes.

Las usa todas, pero su preferida, -dejando a un  lado«trinos y guasas» -,   la que usa a modo de ventana con celosías, es el Libro de Faces. 

Aunque muy rara vez interviene en las ruedas de cultores del género, escruta las vidas de todos ellos. Sabe, porque ellos mismos se esmeran en destacarlo mediante comentarios «inocentes», fotos «casuales»  y videos «auténticos«,  lo feliz que se deslizan tantas vidas de cine, donde no tienen cabida -porque no existen, ¿me entendés?- el dolor, la fealdad, la enfermedad,  la vejez abandonada, la eutanasia pedida a gritos, ni las mujeres y niños maltratados. 

Ante tanta felicidad de escenario, Pedro despunta  y añade, – solo de vez en cuando- su viejo vicio de humillador despiadado.

Entonces  (escasos entonces , como cuando exhibe su flamante coche nuevo al milimétrico desgaire)  deja de atisbar tras los visillos, abre de par en par su ventana discreta y asperja, a discreción, su veneno inexplicable.

El  dinero suyo -y el de su esposa- sigue fluyendo  a pesar del (o  gracias al) Covid, en una única, segura  y aburrida dirección: de Zona Franca a su gruesa cuenta personal.

Sin embargo, con los años, hizo suya la única lección útil que sus padres no le inculcaron:

—- Nunca serás más joven que hoy, pibe.

Por eso cada año, desde hace veinte, la reducida familia  veranea en distintos destinos del mundo, en los mejores hoteles con piscinas climatizadas, circunstancias dignas de ser subidas al Libro de Faces, envenenando, ex professo,  a «los pobres y mezquinos que no han sabido descollar» .

Bueno, cada año… menos este atípico, por ahora… 

Los riesgos de contraer Coronavirus hacen que el sentido común, (y Pedro lo tiene de sobra) nos indique la conveniencia de no alejarnos, por ahora, de nuestro rincón habitual. En tiempos de pandemia, en que no podemos gastar en «viajes nunca vistos», ¿Cómo haremos para sobrevivir a la tremenda frustración de que los demás no se enteren, (eso sí «casualmente«) de nuestra valía económica y de nuestra consecuente  felicidad personal? ¿Cómo nos seguiremos nutriendo de la envidia ajena?  La envidia es moneda de ida y vuelto. 

Aunque hay envidias de un céntimo y  otras de cien céntimos, todas contienen  igual ponzoña en el vuelto. No hay muertecitas leves, solo muertes.

El Libro de Faces nos da -le dio a Pedro, a muchos Pedros- la respuesta y solución ideal para descargar el exceso de ponzoña. Nos  asiste todo el derecho de adquirir todo cuanto podamos pagar con nuestro honrado dinero;  nadie normal  lo objetaría. Pero no es moralmente aceptable que, sin venir a cuento, hagamos  exhibicionismo humillante en redes de ficción patológica, como quién se manduca, a sabiendas,  un pollo entero ante un grupo famélico y desnutrido. Tenemos derecho. Pero no está nada bien usar ese torcido «derecho».

Veamos qué tecleó ,»inocentemente»,  Pedro en su cuenta de Faces para que toda la rueda  ,«casualmente»,se enterase :

Buenos días, (buenas tardes , buenas noches):  ¿podrían garantizarme, por escrito,en cuantos días podrían instalarme soterrada  en mi parque, la piscina que muestran en esta foto?¿Proveen  de sistemas hidrotérmicos y piscinas  de  tamaños superiores a esos mts 10 x 4  x 1 + 2,06 de prof.? Pago contado contra trabajo finalizado en el tiempo acordado. Espero su respuesta. Gracias.

¿Papá, estás disponible ahora?

—- Claro, Pedrín, ¿qué querés? –

– Mirá… viejo, eee… no te calentés…   Estuve pensando y el año que viene no voy a continuar la Facu. (Ya está, ¡pufff! ).

– ¿Qué decís, inconsciente? ¿De qué vas a vivir en el futuro? Yo no te voy a mantener, no mantengo zánganos…

– De mi trabajo, viejo.  Mañana mismo me mudo al monoambiente de Cinthya, aquella chica  educadora del Jardín, ¿te acordás? Compartiremos cama y gastos. De entrada daré clases de inglés básico a tres niños del edificio y sacaré a pasear cuatro perros de vecinos. Luego, dentro de un año más o menos, iniciaremos un emprendimiento educativo y veremos cómo evoluciona el curro y este virus de mierda…

– Pepppero… ¿Para eso me deslomo trabajando para vos, para que terminés  la Facultad y hoy o mañana seas feliz?

– Y yo te lo agradezco mucho, papá. Ya soy feliz hoy, viejo.

—- Te doy dos cartuchos-, me dijiste, ¿te acordás?.  De mi depende usarlos bien o errar el tiro.  Gracias a vos me siento capaz de  vivir, de aquí en más, mi única vida a mi manera.

Siempre dije que Pedro- al margen de su vulgar dolencia crónica- era un tipo capaz e  inteligente. Por eso nunca contestará los reiterados envíos de ofertas de instalación de esa y otras piscinas que 

—- (¿cómo carajo se enteraron de mi interés las demás empresas?)…

Las ofertas para montar su piscina le llovieron como metralla de  Spam en su computadora.

Dos padres, un hermano, varios amigos, una mujer y un hijo, demoró Pedro en controlar su MVO  (Mal de la Venenosa Ostentación). Y él solito se enredó y se desenredó de las redes que le tendieron. Se borró del Libro de Faces, para empezar.

– Apenas se reanuden en forma los vuelos,  Isa , Pedrito , Cinthya y yo, iremos de vacaciones  a Houston, a conocer y abrazar al  resto de la familia- me aseguró, radiante, ayer.

– Los testimonios de esa auténtica felicidad que aún no es, te los compartiré directamente, pero  nunca se verán en red alguna.