LA TATARABUELA VALIENTE
Por J.J. García Pena
En este 2019 se conmemoran los primeros quinientos años del comienzo de una de las hazañas más arriesgadas, trascendentes y asombrosas de toda la Historia humana. La primera circunnavegación del Planeta, bueno es destacarlo, tarde o nunca se hubiese producido sin nuestra capacidad de convertir los sueños en realidades. Ninguna conquista valiosa y duradera le ha sido gratuita a nuestra singular especie.
Hoy, todas las mujeres y buena parte de los hombres, soñamos con un futuro de igualdad, en que se les reconozca a ellas su enorme valía. Por tanto, sus plenos derechos.
Una a una caerán las últimas trincheras de intolerancia y superstición de quienes crecieron adoctrinados en la infame fábula que les otorga patente de dueños ilimitados de todos los seres vivos, incluso de sus hermanas, las mujeres.
No obstante -y curiosamente- no son solamente estos conocidos cavernícolas de toda la vida quienes atentan, retrasándolos, contra la consecución de los derechos que las mujeres, al igual que nosotros, merecen. También el género femenino es enemigo, por complicidad pasiva e inconsciente, del retraso en concretar su definitiva liberación. Esta rotunda aseveración necesita una explicación breve.
Es indiscutible que las mujeres, sin ningún tipo de distinción por raza, creencia o posición social, cargan, físicamente, con la partes más sacrificadas asignadas, por la biología, a la mitad de nuestra especie.
Resultaría innecesario detallar todas, pero destaquemos solo dos para entender, simplificando y mucho, de qué hablamos: menstruación y embarazo.
Es ley universal no escrita, pero en uso desde el fondo de los tiempos, que los ejércitos vencedores hagan la vista gorda ante los desmanes rapiñeros y sexuales que sus soldados ejercen sobre los más vulnerables de la eventual población civil sojuzgada. Se considera parte del botín del vencedor. Un estímulo preanunciado al gladiador victorioso. Pimentón y maíz molido para el gallo de riña sobreviviente.
Hombres y mujeres, en la guerra y en la paz, pueden ser objeto de rapiña y violación sexual y cargar con los traumas de tal vejamen a su persona. Pero solo la mujer sufrirá las consecuencias de un embarazo indeseado. Y eso vale tanto para Madrid como para Beijing o Tegucigalpa.
Estoy seguro de que si también el varón fuera «embarazable», hace rato que se hubiese decretado, y a nivel universal, la aprobación del aborto regulado y voluntario. Pero «solo» se embarazan las mujeres y las niñas.
No habrá conquista social que logre nivelar los roles, injustos o no, predeterminados por la genética. Nada pueden hacer ellas, ni nosotros, al respecto: seguirán menstruando y concibiendo sin apelación posible.
Sin embargo, hay un lote de otras imposiciones a su género , todas ellas antinaturales, que solo precisan de la voluntad femenina para desaparecer súbitamente .
No hace tanto tiempo, algunos pueblos entre los menos bárbaros, decidieron liberar a sus hijas recién nacidas del tradicional perforado de los lóbulos de sus tiernas orejas, crueldad destinada antaño a discriminarlas tempranamente con pendientes, aros y aretes. (Caravanas, les decimos en el Río de la Plata).
Esos y otros primitivos rituales, tales como la infibulación, el tatuaje o la ablación del clítoris, rémoras de bárbaros ceremoniales tribales, se siguen practicando contra la mujer impúber, sin el consentimiento de la víctima, solo en apartados rincones del globo.
Se me objetará, y no sin razón, que algunas de estas prácticas salvajes se siguen haciendo en plena modernidad, multiplicada por el auge comercial de los tatuajes y «piercings» en cualquier lugar del cuerpo femenino o masculino; desde la lengua y los pezones, hasta los labios bucales o vulvares, el ombligo y hasta en el mismísimo glande.
Es cierto. Pero hay dos enormes y sustanciales diferencias entre las barbaridades de ayer y las idénticas de hoy.
A) La moderna práctica de auto agresión se la infligen tanto mujeres como varones.
B) Por suerte ya no hay –como antaño- en nuestras sociedades «civilizadas», inocentes en juego, toda vez que el «auto agredido», casi siempre mayor de edad, es dueño de su conciencia y, por ende, de su voluntad. Es tan dueño de tatuarse o agujerearse de arriba abajo, como de ingerir alcohol, practicar aladeltismo , vestirse de Pierrot o de Peliqueiro, o hacerse crucificar como en Las Filipinas.
Lo asiste el derecho de correr el riesgo que se le cante, riesgo que es solo suyo, mientras no obligue ni arrastre a inocentes a emular sus iniciativas.
Por tanto, aplausos y medalla. O, como decimos en Uruguay, que cada cual haga de su culo un pito. Pero no del culo de un inocente.
Liberarse de todo oprobio por su condición y lograr igualdad de derechos, es, o pretende ser, la consigna femenina en el siglo XXI. Por eso resulta tan inexplicable, por anacrónico y contrario a sus propósitos, que las mujeres todas, especialmente las feministas más lanzadas o las más osadas, por jóvenes, no hayan decido, aún, mandar al diablo a todas esas zarandajas artificiales impuestas por la moda y las malas costumbres sociales, que restan tiempo y dinero a sus vidas.
¿Cuánto tiempo de vida, esfuerzo y dinero pierde una» mujer promedio» antes de salir de casa , «presentable» a base de baños con sales, cosméticos, postizos, labiales, depilación, botox, peinados, trapos y perfumes caros, o adornos y fruslerías varias?
Si le diese por sumar los minutos-horas-días-meses-años que pierde en emperifollarse, tendría clara noción del sacrificio fútil que, a la inversa jamás, ni borrachos, haríamos nosotros por ellas.
Las mujeres se esclavizan a los dictados de la moda y demás alienantes influencias comerciales. Y todo por la falta de coraje de contradecir las pautas de comportamiento social impuestos por patriarcas muertos hace centurias, milenios.
Las mujeres, confiadas y crédulas, ni perciben que «los de siempre» las siguen utilizando con el viejo cuento de concederles algún cambio menor para que nada, esencial, cambie.
Todas ellas son queribles (yo las quiero), aún sin el menor «arreglo» artificial. Las acepto tal como siempre nos aceptaron y aceptan, quisieron y quieren ellas a nosotros.
Espero (y deseo) que un cercano día todas nuestras hermanas se den cuenta de que las siguen engañando, mancomunados, los flautistas de la moda, los arteros embaucadores de almas y los popes del trapo y del potingue, con sus espejos deformadores, ocultos en los laberintos escuálidos y malvados de las pasarelas.
Ojalá se decidan a ayudarse a sí mismas y manden a tomar… vientos frescos a esas inventadas imposiciones que, encima, deben pagar con su oro-tiempo y que, además, les impiden remontar el vuelo para alcanzar sus derechos secuestrados.
Les hacen comprar y usar sus propias cadenas.
Mujer querida: yo te vi dispuesta a discutir y pelear, en difícil contienda, contra la voluntad de tu empleador, al darte cuenta de lo injusto que es ganar menos que yo haciendo ambos lo mismo. Y sin embargo, aún no caíste en la cuenta de que, sin discutir ni pelear con nadie, podés sacarte de encima, súbitamente, algunos de los mayores lastres de tu vida con solo activar tu adormecida voluntad. Lograrlo, solo depende de vos, no del capricho ajeno.
Tal vez no lo sepas, pero tu valiente tatarabuela hace más de cien años mandó al carajo los corsés de «ballenitas» que la asfixiaban criminalmente hasta el desmayo, remodelando su ya de por sí bello cuerpo, para complacer, antinaturalmente, a su «amo natural».
Las geishas, de la niñez a la muerte, comprimían, monstruosamente hasta inutilizarlos, el crecimiento de sus pies para complacer a sus amos.
No dudo de que podés ser (quizás ya lo seas) tan dignamente rebelde como lo fue aquella pionera vencedora de «ballenitas» y carcamanes de salmo y tijera.
Abrír los ojos de la mente, no te dejes sosegar ni embaucar por sesenta segundos de silencio, por reloj, cada vez que te matan.
Mañana te mataran de nuevo. La peluca blonda, las cejas y las uñas postizas, no te protegerán de los asesinos que repiten.
Infórmate y hallarás las fuerzas y el camino de la dignidad en el ejemplo de tu valiente tatarabuela, más sometida a tabúes y presiones sociales que vos.
Bastante te limita la propia Naturaleza al obligarte a mear desnuda y sentada, para que vos, encima, te flageles acatando los irracionales roles que, desde siempre, te dictan la moda y los artificios y costumbres sociales.
Mientras no saltes esa valla artificial que heredaste y vos misma repintas a diario, seguirás viendo los frutos del huerto desde afuera, pero jamás accederás a ellos. A lo sumo, masticarás los carozos y semillas escupidos por nosotros.
¿Entendés, ahora, por qué afirmo que las mujeres juegan, por pura rutina histórica, en contra de sus intereses?