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LA VACUNA DEL VOTO

Por Alberto Barciela

Una buena amiga me ha preguntado cuál sería, en mi opinión, el mejor sistema de Gobierno. Su demanda en whatsApp, sugerida por su reflexión en estos días de estado de alarma y encierros involuntarios, me inquietó al coincidir con variadas opiniones que llegaron hasta mí sobre la calidad democrática, la posible necesidad de un gobierno de expertos o el menester de que Europa intervenga España. Estos criterios desasosegantes fueron vertidos por personas de distintas ideologías, sensatas, que merecen mi respeto y que acatan la Constitución, gozan de gran formación, asumen responsabilidades y han demostrado un profundo amor por este país. Nada achacable a conspiraciones o desafectos al sistema democrático, sí el reflejo de un sentimiento latente, al menos en una parte de la opinión pública.

Mi interlocutora, inducida por la tesitura generada por el COVID 19, puso el dedo en una llaga abierta, mucho más profunda que la generada por la puntual amenaza vírica. Al margen de las ideologías, la incapacidad para llegar a acuerdos en lo esencial ante una realidad extremadamente grave, se ha evidenciado el cansancio que ya existía con el proceder de un sector de la clase política. El desentendimiento y el egoísmo de algunos dirigentes españoles se arrastra, como mínimo, desde el “No a la guerra” o los atentados del 11-M, y los ha acentuado situaciones irresueltas como las del nacionalismo rupturista catalán.

Si queremos mejorar, los dirigentes de España tienen que modificar modos y normas inactuales, impropios para afrontar una realidad globalizada que reclama inmediatez y seguridad en las decisiones públicas y privadas, una defensa de lo intrínseco ante intromisiones del tipo que fueren y una respuesta ante las amenazas de control por terceros sobre los ciudadanos. Ante estos estragos previsibles y crecientes también parecen faltar una estrategia de Estado y generosidad.

En el sistema electoral español, fruto de una Transición ejemplar, perviven males conocidos por todos como las listas cerradas, que incluyen a personas que no conocemos; financiaciones dudosas de partidos y campañas; no se atiende a los límites de gastos electorales; se proponen programas que se sabe que no se van a cumplir; no hay segundas vueltas y ni se debate la conveniencia de elegir a una parte de las Cámaras cada dos años; no hay parlamentarios por pequeños distritos; se reparten los tiempos electorales gratuitos con un sistema dudoso; se cocinan encuestas de manera intencional. Y como actitudes ya de gobierno son características rutinarias no respetar la separación de poderes, incumplir los programas con los que se concurrió a los comicios y hacer de los Presupuestos Generales una finca particular. Añadan algunas otras circunstancias puntuales y tendrán un diagnóstico casi exacto de por lo que muchos piensan en que algo hay que cambiar.

La democracia se somete a lo cuantitativo y no a lo cualitativo y, al menos en el caso de este país, carece de elementos correctores válidos y a este paso nunca se instaurarán, pues los intereses de los partidos políticos varían según estén en el poder o en la oposición.

Winston Churchill dijo que “la democracia es el menos malo de los sistemas conocidos”, y que en su marco existe “la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás”. El estadista inglés, también significó que el problema de su tiempo era que los hombres querían ser importantes y no útiles. En el caso actual, esta puede ser una clave básica de los males. Hay muchos que se sirven de España y no están dispuestos a servirla, que se valen de la democracia pero no están dispuestos a respetarla, que están en las instituciones pero no acatan sus normas, que gritan y ni dialogan ni escuchan, que desconocen las materias de las que tratan pero desestiman la opinión de los profesionales, que defienden la independencia y desconocen sus propias culturas o su Historia.

En la familia, en sociedad o en política, resulta fundamental respetar y hacerse respetar, consensuar acuerdos, tender al equilibrio, más que en función de las propuestas propias en base a las renuncias y a la aceptación de las contrarias. Hay que coexistir con las diferencias, que son muy enriquecedoras y hay que hacerlo desde la lealtad institucional. Del disenso han de nacer puntos de encuentro y avance.

Pero volvamos al principio. La respuesta que di al mensaje de mi amiga fue contundente: el mejor sistema, el único aceptable, es la democracia, la separación de poderes, el respeto a la norma común, a la voluntad popular expresada en las urnas y también a la oposición. Estoy persuadido de que “a los males de la democracia tan solo cabe responder con más democracia”, como aseveró Al Smith, político estadounidense. Cualquier otra tentación es un peligro. 

Decimos que con la democracia buscamos asegurar la igualdad, pero no somos iguales. Con humildad tenemos que reconocer, y esto nos atañe a todos, que a los ciudadanos nos diferencian la genética, la psicología, la cultura, la educación, la experiencia, la economía, la capacidad de tolerancia, las oportunidades, la suerte, la edad y, por supuesto, la ideología. En general, además, no consideramos al que goza de más cualidades que nosotros o al que piensa diferente.

Concuerdo con el político checo Václav Havel cuando escribió que “una democracia vacía de valores, reducida a una competencia entre partidos políticos que tienen soluciones “garantizadas” para todo, puede ser muy poco democrática”. En todo momento, pero más tras las graves secuelas sociales y económicas que se derivarán de esta pandemia, es tender al consenso para afrontar con garantías los retos que nos esperan. Faltan hombres de Estado y sobran arribistas. Para estos males hay una sola vacuna: el voto.