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LA VIGENCIA DE EL QUIJOTE

Por Alberto Barciela

El 22 de abril de 1616 fallecía Miguel de Cervantes. Gracias a él, cuatrocientos tres años después podemos afirmar que una de las máximas expresiones de libertad es el diálogo. Sancho y Don Quijote caminan entre horizontes departiendo, en loca espontaneidad, sobre vidas y afanes, entre la luz de la expresión genial y las sombras de la sinrazón. Aquietando el uno los desequilibrios del otro, promoviendo el otro las inquietudes del uno, hasta el extremo de la esperanza barataria, entre chanzas y manteos. Es posible que su deambular sea una espiral en torno a un molino desde el que se otean todos los paisajes geográficos y humanos, al tiempo que se muelen todas las semillas posibles. Lo cierto es que los personajes son un eslabón evolutivo… un paso civilizatorio entre el confesionario y el psiquiatra, acrecentado por un autor genial, al que ahora celebramos por cumplirse los cuatrocientos años de su muerte, Miguel de Cervantes Saavedra.

Tal es la modernidad de El Quijote, tal su vigencia, que en sí mismo es la actualidad lo que en él se plasma. Allá tuertos los que no sepan entrever en sus páginas, como trufados, los avatares de este mismo siglo XXI. En lo evidente, la validez de lo popular, de la expresión costumbrista, del saber de los más ante el poder de los menos, del amor con sus placeres y demonios, de la ambición y la generosidad, de lo culto y lo vulgar. Los opuestos permanentes que van haciendo la vida, que la hicieron en La Mancha idealizada y que la hacen en la España de hoy. Bien pudo Cervantes escribir sobre cualquier tema de actualidad, y seguramente haya quien encuentre la metáfora válida para esta circunstancia entre sus acertados decires.

Los españoles somos espirituales, idealistas, conquistadores, osados, enamoradizos, locuaces, temperamentales. En una palabra: quijotescos. El proverbial autor no hizo sino un retrato de altura velazqueña y alcance goyesco de una tierra que bien conocía y padecía, lo hizo cuando aún España alborozaba la conquista de un nuevo mundo y con validez perpetua. Así somos para grandeza de la Historia universal y delirio de la particular.

En El Quijote hay excelsa prosa y tan buena poesía. Desde sus palabras, preciosamente engarzadas, simplemente bastaría incorporar a cada biografía las circunstancias temporales, las que se van añadiendo como costra de las heridas de cada día, para describir la actualidad. El Quijote es infinidad de cosas, pero sobre todas ellas prevalecemos nosotros mismos, reflejados en un espejo encuadernado, representados en el Hidalgo Caballero y su Escudero, y en cuantos personajes deambulan en la novela.

De un modo u otro, todos hemos tomado a los molinos por gigantes. Y los que no lo han hecho, o no han soñado, o no han vivido, o se mienten a sí mismo.

En realidad El Quijote tan sólo lo ha leído una persona, Miguel de Cervantes. El resto hemos escuchado algo y esparcimos rumores de nuestra propia realidad contada en pleno Siglo de Oro, en tanto ahora observamos cómo España se disuelve en sus propias circunstancias políticas y sociales, en una cotidianidad endeble, incapaz de logar el diálogo constructivo que nos ayude a superar los disensos. Como mucho, somos relectores admirados. Pero los españoles, tan complementarios y opuestos los unos de los otros, podemos soñar tranquilos en nuestro proverbial orgullo, pues somos los protagonistas de una de las mejores obras que han dado los siglos, y de nuestra propia locura autodestructiva.

Una reflexión final. Si el Conde de Lemos, valedor de Cervantes, le hubiese convencido para escribir la obra en gallego, quizás hoy estaríamos hablando de un escenario lingüístico distinto. Fuera lamentos, lo afortunado es que se ha escrito en el español que entendemos todos, en la lengua que con Cervantes se hizo verdaderamente moderna y el vestigio más evidente de que España fue Una y Universal, la misma con la que podemos buscar el entendimiento entre tantas nieblas. Vale.