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UNA LEYENDA DE FISTERRA

ALICIA EN FISTERRA ++

FABIÁN EL ESCUDERO, UN LOCO DE AMOR

Por Santiago Lorenzo Sueiro

En viejos romances del camino de Santiago corría de boca en boca la triste historia de Antía, hermosa doncella gallega. Tan gallarda era su figura, tan espléndida su belleza, que llegó a ser envidiada por todas las mujeres.

Tenía su morada en las bellas alturas del Faro de Fisterra conocidas como el Monte do Facho. Su rústico albergue parecía como un nido colgado en la cresta del monte, para sustraerse a las miradas y a la ambiciones esas aves rapaces, embaucadoras, que se llevan a las muchachas guapas.

Hasta el rústico hogar de la doncella llegó un día el señor de Souto, dueño de las tierras del fin del mundo y se quedo deslumbrado ante la extraordinaria belleza de la joven.

Desde aquel día se acrecentó su fama y corrió como fasta noticia por todo Fisterra. Una condición tenía la moza que contrastaba con lo humilde de su linaje: su natural altivez. Antía vivía continuamente asediada de amores por muchísimos hombres entre los que sembró el dolor y la decepción. Los zagales, se preguntaban intrigados…

—- ¿A quién amará Antía? ¿Para quién será el corazón de esa belleza que es hija del Monte do Facho? 

La sorprendente noticia no se hizo esperar mucho tiempo. Uno de los más aguerridos vasallos del señor de Souto, Fabián, su escudero, había enloquecido por Antía.  Ella esquivaba su cariño,  rechazaba su desenfrenada pasión,  repelía a aquel escudero de tez morena y brazos recios como robles.

Enloquecido por el dolor de verse desdeñado, una tarde, mientras los horizontes se teñían de sangre y el sol moribundo doraba las aguas da Costa da Morte,  se vio a Fabián, en el borde del precipicio del faro, agitando sus brazos como banderas en la premura. Arqueando el cuerpo hacia delante, hundió la cabeza sobre el pecho y partió veloz hacia el abismo.

La noticia del trágico suceso no tardó en extenderse por todas partes. Las mujeres culpaban a Antía por su egoísmo y a sus desdenes atribuían la muerte del pastor.

Un día Antía desapareció, nadie sabía cuál había sido el destino de la doncella. Sólo un anciano estaba en posesión del secreto: la había visto descender de las cumbres y caminar como una sonámbula hasta la orilla del mar. Solo dijo a la gente…

—- No la busquéis…

El anciano no contó todo. Fue testigo de cómo, al brillar los primeros destellos del sol, Antía se arrojaba al abismo y después de luchar con el mar más bravo, una ola se la llevaba hacia el horizonte.

Era época de pesca, días plácidos de luz, pero de repente todo se sumió en sombras y lágrimas. Antía había aparecido muerta sobre las arenas de la playa… Había muerto presa del remordimiento.

El señor de Souto mandó que se cantasen tristes foliadas; que se encendiesen luminarias en el faro, y que los más fornidos mozos, como era costumbre en los días aciagos, azotasen con sus largas varas las aguas del océano. Mandó también que se ungiese su cuerpo con los más olorosos perfumes, que no en vano era la flor más preciada de la comarca.

Pasaron de esto muchos años, pero cuando algún nocturno caminante cruza las cumbres del faro, aún escucha un extraño lamento, escalofriante, que lo invita a detenerse.

Entonces, una voz débil, apagada, dolorida, surge del fondo del mar. Y repite…

—- Antía, hermosa Antía…    

Asía una y otra vez y otra vez una.

Es el mismo clamor de súplica, de pena, de trágica agonía que tantas veces balbucearan los labios febriles de Fabián, el escudero al que llamaron loco…

24 MAR ROJO +