galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LOS CATALANES DEL MAR

Por Alberto Barciela

En esta hora, el mar suena lejano ya en la orilla, allí donde estalla en carcajadas y su cadencia se integra en la tranquilidad relajada de los objetos manchados de adarce. Los barcos varados protegen del sol un garabato inocente, adorno de la arena todavía húmeda de rocío.

Ante los bares sin pretensiones, engalanados de humedades y ropa tendida, las terrazas descansan arrumbadas y vacías junto a las expendedoras de refrescos. Hay un viejo futbolín impracticable, con sus férreos porteros mancos.

Los plátanos se extienden en sombras prolongadas, innecesarias, como enalteciéndose frente a las palmeras bárbaras que perfilan la playa. El entorno relajante incorpora un intenso olor a algas e integra augurios de un Noroeste todavía agazapado. La silueta de unas gaviotas lejanas, inaudibles, dejan intuir el trazo exacto de un breve bálamo de mújeles.

La playa es el único lugar al que me parezco. La mía es la de Arealonga, en Chapela-Redondela, pero podemos hablar de cualquier lugar ribereño.

El mar condiciona un modo de ser. El vaivén de las olas permite establecer una íntima relación entre las gentes. Indefectiblemente, algo de nosotros sabe a sal e, irrenunciablemente, nos asumimos como una parte del paisaje.

Acunados por las ondas de unas aguas tranquilas, ya amigas de los poetas medievales, aquí, en la misma ribera, se entretejen las memorias de los antecesores. El ayer es la prenda principal y ha de seguir siéndolo.

El ribereño recurrió a la ría para comer, comunicarse y comerciar, y luego para el ocio. El fluir de las aguas ha participado en la psicología de los marineros, dotándolos de un especial sentir. A escala colectiva, el piélago provoca una serie de fenómenos económicos, sociales e ideológicos, condicionantes del desarrollo de los pueblos.

Al pie del Monte de la Hoguera, guía de los pescadores, o de los acantilados cantábricos nacen las aguas que han llevado a los hombres a los caladeros de los océanos. Hemos sido gallegos y del Gran Sol -el Gran Lenguado-, y de Terranova, y de las Malvinas, de las costeras del bonito. Las señoras defendieron los hogares, esforzándose por criar a los hijos a la par que trabajaban en fábricas conserveras pioneras, como Curbera, Albo, Goday, Massó, Alfageme, Alonso Lamberti, Pérez Lafuente, López Valcárcel o Portanet, apellidos legendarios. Aún hoy, conmueve el prestigio merecido de su participación en la historia de la industria pesquera, base de la economía.

Muchos emprendedores eran catalanes, llegados para aportar modernas técnicas extractivas, métodos de manufactura para la conservación del pescado y el marisco, y nuevos mercados. Está intrusión, iniciada a finales del siglo XVIII, provocó serios conflictos que se prolongaron en el tiempo, pero supuso la definitiva modernización de una industria, aún hoy poderosa, y de alto reconocimiento en el mundo entero.

¡Como hijos de un paisaje, entendemos de vientos. Por ellos auguramos la climatología, sabemos viejos refranes que afirman notoriedades o fracasos de una noche de pesca antes de arribar los barcos. Nos gusta la conversación reposada en la taberna alrededor de una buena caldeirada, vislumbramos arroaces, escuchamos mil veces repetido un relato legendario de naufragios y permitimos a los días discurrir igual que los mensajes en las botellas, acunados por el viento, acariciados por el océano.

Los caminos se asentaron sobre conchas de berberechos y almejas. Aprendimos a teñir las redes con la casca de los pinos. Las playas, calificadas como pescadoras, sirvieron de secadero a los paños. Conocimos todas las artes y aprendimos esa suerte de labrar la bajamar, el cultivo del mejillón, de las ostras o de las vieiras. Vivimos con tensión las galernas, las amenazas de las mareas vivas y de petroleros designados de imagen variopinta: Escuchamos ansiosos testimonios de naufragios, de restos aparecidos en el fondo del mar. Apretamos con un proceder especial en los abrazos a los pescadores retornados después de largos meses en altura y rezamos con devoción a la Virgen del Carmen.

Se echa en falta el especial olor de los alcriques recién ahumados, las casquerías, los galeones, los astilleros y carpinteros de ribera. Ahora, tenemos paseos marítimos, turistas y otras aparentes ventajas.

Tirar de un remo o sacar del agua una lancha demostraba la solidaridad reinante. En estos tiempos, es momento de plácidas navegaciones guiadas por satélite, de una encomiable sensibilidad medioambiental, de una inspirada forma de valorar un entorno pescador. En cada pueblo de Galicia, incluso de la interior con sus pescantinas y petadeiras, se resume la crónica del mar.

Las ondas susurran un infinito porvenir y hay que confiar en que alguien escriba en un trozo de papel la inmensidad de nuevas aventuras entre el mar y sus gentes, para arrojarlo al inmenso océano en una botella, intentando que más allá de la última isla sepan que existimos como pueblo de paz. En un recipiente a la deriva cabe un credo, el ánimo completo de unos pueblos pescadores prendados del mar y el recuerdo inmenso de aquellos que modernizaron nuestras industrias, los catalanes. Es momento de agradecérselo.