galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

MADRID ENSIMISMA

Por Alberto Barciela

Madrid ensimisma. El sol resplandece como sustituto de las luces navideñas que se retiraron hace un tiempo como un farol desusado. La ciudad mantiene su castidad cultural, distinta a otras malpensadas, para arremolinarse en chotis de celebración mundana. En la Real Villa, capital de la todavía España, nadie es forastero -en eso imita a Coruña, el Madrid chiquito-.

Desconozco si para pintar sus cartones, sus verbenas para tapices, Goya se hizo el sordo o, sencillamente, enmudeció ante la belleza sobre las praderas de San Isidro, o simplemente se intuyó un ciego ocasional del juego de las gallinas, ocio propenso al sobeo y a la caricia aguda del pincel. Don Francisco fue un maño que entendió Madrid como pocos. Una Villa y Corte de intrigas trianguladas entre españoles, franceses, y la necesidad individual de vivir a caballo de maldecires y desencuentros. Los apuntes goyescos, lucientes y carnavaleros, un arrebol sobre una España festiva, unida contra el felón y los galos evolucionados. Un país en requiebros de valor popular, antagónico a la organización militar, al orden y a la fuerza, a la Ilustración despótica. El conjunto es zarzuela pura, de corrala, de griterío, de agua va y de casi tócame Roque. La algazara pudo con la organización, y el país nos resultó tuerto y enjundioso, alegre para más señas, y poco educado en saberes y formas.

Pensé lo dicho mientras esperaba a Emilio Gil, que diseña para el Museo del Prado, en la Plaza del Rey -de España se entiende-, para almorzar en un italiano, de prisa y corriendo, atendidos por gentiles camareras -meseras, dicen por allá-, ecuatoriana y colombiana. España, como Italia, se sirve de su pasado en América para atender comidas frugales, alejadas de su tradición, sin pote ni cocido ni caza. Un poco de queso Parmesano, cortado en tacos peores que los de la España cañí y recoleta del jamón en cuadraditos, en equilibrio sobre una pequeña mesa que se balancea como una góndola veneciana.

Todo resulta suficiente para justificar el comienzo de un piscolabis sin más gracia que la desbordante de Emilio Gil y la poderosa mirada de Silvana, una ecuatoriana que lleva 18 años en la capital de sus conquistadores, devolviéndonos la pelota, reconquistando a sus ancestros con una mirada que se hunde en belleza maya, no exuberante. Pronto se evaporó y nos dejó en manos de Alcira -ella lo pronuncia con s, Alsira-, colombiana bogoteña, con más de cinco décadas de residencia en España. Por un momento, uno se imagina un mar de pateras, o de góndolas, cruzando el atlántico, en justa respuesta a tres naos colombinas llenas de desesperación. Las mezclas culturales fueron domeñadas por un idioma común: el de la vida, el de buscar el sustento. Y eso para quien tuvo la suerte de llegar a una u otra orilla, dependiendo del momento histórico. Que nos lo digan a los gallegos.

Enfrente, la estatua incitante de Jacinto Ruiz, Teniente de Infantería. Un héroe de aquel Mayo que nos hizo renunciar a la Enciclopedia. El inconmovible bronce sigue apuntando  su hierro con gesto extraño a la Historia y a no se sabe qué avatares por venir. Quizás tuviese vocación de torrero o de espadachín. Quién puede saberlo.

Circo Price 1880

En ese hermoso recuncho estuvo el Circo Price, nacido en Recoletos, desde 1834, instalado en el mismo solar que había ocupado el Circo Olímpico de Paul Laribeau y luego, ya dirigido por Price, el Teatro del Circo, destruido por un incendio en 1876. Malabares de los negocios. En el establecimiento trabajaron, bajo la dirección de Manuel Feijoo -de origen gallego- y Arturo Castilla, la «distinguida artista, la anfibia Miss Niágara» y la famosa trapecista Pinito del Oro. Esta última corría riesgos innecesarios, sin red ni internet ni donjuanes. En su vida sufrió tres caídas “casi mortales”. La funámbula canaria fue conocida internacionalmente por sus intervención en el rodaje de películas como El fabuloso mundo del circo, dirigida por Henry Hathaway y rodada en 1964, cuando Hollywood tenía su sala de maquillaje en la Gran Vía, en Chicote, que merecería el Óscar de la coctelería y del savoir vivre, como le gustaba decir a su amigo Cesáreo González. Todo en un puño de una ciudad cosmopolita y algo aturdida, pero siempre amable.

Hoy, el espectáculo es otro. La monarquía, el pueblo, la cultura y la entrada a un parking se unen en la proximidad de una escultura de Chillida emborronada con gruesas groseras pintadas cultivadas por quienes hacen que saben cómo estropear lo común bajo profusos carteles de “Suerte es tener un barrio limpio”.

Lo confuso es la amalgama histórica que la plaza abarca en el Barrio de Justicia. La gran palabra descontenida en lo ordinario adquiere sentido al menos para asentar un lugar hermoso. El circo pervive, sigue siendo el mayor espectáculo del mundo: las prisas, la confusión, la heterogeneidad.

A cien metros de la sede del Instituto Cervantes, próximo a las Cariátides que mandó construir el arquitecto del ensanche de Madrid, el gallego-porriñés Antonio Palacios, Emilio y yo hablamos y mucho de Eugenio Recuenco, de su exposición en el Centro Tomás y Valiente de Fuenlabrada, en cuyo catálogo tuve el honor de colaborar. Impresionante en el fondo, pensado por el artista de la cámara, y también  en la forma, elaborada por José Luis Cano y su equipo de Clorofila Digital. El arte emerge, sí, en el extrarradio de la gran ciudad, al lado de ingentes instalaciones industriales, de dimensiones abrumadoras, proclives a restaurantes de exorbitados menús a precios reducidos. El polígono Los Gallegos ahora está lleno de empresas chinas amenazadas de coronavirus impropio.

Emilio viene preparado a la conversación fluida. Pone sobre la mesa una reflexión profunda sobre la comunicación. Las pinturas de las cuevas, las de Altamira u otras, simbolizaron el inicio de la conversación.: “Yo he estado aquí, yo he visto esto”. El ego de unas manos apuntan a un bisonte. Desde el entendimiento simple, desde la representación, evolucionamos hacia la palabra políglota y confusa, que vuelve a reconvertirse en icono en las redes.

Me retrotraigo al Prado, a Goya, a lo humano. Y Emilio y yo paseamos Madrid, hablando de Valle Inclán, de César Galicia, de Juan Carlos Moya Zafra, de Juan Cabanelas y del fotógrafo Carlos Rodríguez. Ahora la ciudad semeja la más cercana y acogedora del mundo, un lujo de la libertad luchada y, en este instante, aún saludable. La Cibeles nos guiña un ojo en el paseo hacia los museos, todo un requiebro a un castizo y a un  madridgallego que se sienten en casa. Madrid, en sí misma.