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NOSTALGIA DE DIOS

Por Alberto Barciela

Como seres humanos tenemos la prisa de los que ansían avanzar a destiempo en la demora. Al nacer adquirimos ya una dirección imprecisa, arropada por lo que observamos desde la quietud, la ignorancia o la aparente cordura. Vivimos la representación de una obra de autoría compartida, en un mundo sutilmente imaginado a escala individual. Poco a poco, conocemos que debemos llegar a ninguna parte en hora imprecisa. Sumergidos en el ritmo del agua de la vida: todo fluye, nada permanece.

Entre acto y acto, debemos vagar en nuestro rol con un cierto estilo conformista, un tanto tarumba, basado en las formas del cortejo, como deslizándonos. Imbricados en múltiples embrollos, cada quien ha de orientarse en su propio laberinto: tiene que observar, estudiar, buscar huellas de sus predecesores y, si las encuentra, orientarse a sí mismo para referenciarse con una cierta corrección en su siguiente pérdida.

Nuestra misión es preparar la capacidad de asombro, incrementándola, educándola en lo que entendemos como libertad, en la apertura a certidumbres por venir, desmitificadoras, suplantadoras de realidades anteriores, superadoras de utopías diversas, inimaginadas, siquiera sugeridas, intuidas o soñadas.

Estoy persuadido de que no debemos esperar cosa alguna que no haya ocurrido ya. ¿Resultamos acaso un eslabón privilegiado? ¿Merecemos saber o disfrutar verdades esenciales desconocidas por nuestros antepasados?  No me refiero, claro está, a avances sociales y sanitarios, siquiera aludo a envoltorios literarios. No, incido en lo esencial, en aquello que realmente determinaría nuestra verdadera misión universal y que ha de situarnos a todos a la misma distancia de un teórico kilómetro cero creacional.

Fundamentalmente somos lo que no sabemos. Vida equivale a verdad, a toda la verdad con sus mentiras. Somos de la estirpe de los calumniadores. Las fakenews nos delatan en nuestra misma verdad. Nos embaucamos por la imaginación, por sentimientos o intereses temporales. Intuición y emotividad nos rigen.

Llegamos a negamos a nosotros mismos, a renegar de las propias acciones, a construirnos en banales apariencias. Mentimos las percepciones a los demás. Nos contemplamos observándonos los unos a los otros, acechándonos, absortos de humanidad y desentendimiento. Imbuidos en ego y curiosidad.

La aportación del ser es trivial: nombra y valora. También adquiere, posee, exhibe, envidia y critica, admira y aplaude, ama y odia. Orgullo y pasión. Puro escaparatismo vital, subjetividad exacerbada.

Cada uno es lo que es, pero también es lo que copia, lo que despoja, lo que retiene de cuanto escucha, la memoria de sus lecturas atentas, lo que sus ojos admiran, los genes, la familia, lo que piensa o inventa tras recibir influencias, detectar penurias, errores y aciertos. Somos eso, en buena medida, lo otro.

El ser humano sólo se entiende en la fe, en el milagro, o en el agnosticismo desesperanzado y práctico -lo que en el fondo sería el mayor timo de todos: ser para dejar de ser-, y se incomprende a sí mismo como destino universal de eternidad.

En nuestro plano no existe explicación al Misterio, porque entonces siquiera existiría el Misterio. Bajo el destello de estrellas apagadas a miles de millones de años luz no logramos otorgar una explicación irreligiosa a la muerte.

Los racionales ansiamos el poder para imitar o tender hacia lo que no entendemos, hacia una Verdad mayúscula como Dios o, si se prefiere, hacia varias aseveraciones plurales y minúsculas: dioses, mitos, jefes, razones primeras y creadoras. La última explicación de nuestra necesidad no se ha de detener ante una cuestión meramente semántica, genérica o de número.

La verdad, sea una o múltiple, si existe más allá de los requisitos humanos, de las múltiples representaciones e iconografías -no pocas veces humorísticas-, de las pobres recreaciones de los mitos o de los Santos, de las religiones necesarias, artificiosas o no, terapéuticas o recurrentes, se nos habrá de revelar con levedad, con la candidez de una suave sonrisa inesperada, no con una explosión iniciática o final. Entre tanto, nuestra cotidianidad ha de ser más de lo mismo: autojustificaciones, negocios, distracciones, especulaciones.

¿Y el orden? Dónde, quién lo sugiere o lo impone. Si ese Dios-Verdad no existe, siquiera en nuestra exigencia de justificarnos, solo nos queda el refugio de las cosas, la premonición misma de la ceniza, la desesperanza, la nada.

Es probable que la evolución se encargue de confirmar y luego corregir todos aquellos planteamientos definitivos que seamos capaces de alcanzar como especie racional. Incluso éste. Pero de momento, tenemos añoranza de nuestro origen, llamémoslo como lo llamemos. Yo padezco nostalgia de Dios.

@albrtobarciela