galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

PANDEMIAS Y ORBANIDADES

Por J. J. García Pena

Los españolitos que cursaron escolaridad en los grises años cincuenta de nuestra traumatizante posguerra, eran adoctrinados por el régimen triunfante mediante un seleccionado y eficaz arsenal de recursos didácticos. Entre los más «convincentes»,  la dura regla de cantos metálicos… Todo se aprendía sin razonar, con repetidas cantinelas grupales;  desde los límites patrios: » España limita al norte con el Mar Cantábrico y Francia, al este con el Mar Mediterráneo…» hasta las tablas de multiplicar: «dos por dos cuatro. Dos por tres seis…»

Los párvulos, a coro,  aprendíamos, cantando,  la escala descendente del cien, incluso antes de reconocer los números: 

                                                   Ciento menos dos,

                                                    noventa y oooocho

                                                    y menos dos

                                                    noventa y seis

                                                    y menos dos 

                                                    noventa y cuatro 

                                                    y menos dos 

                                                    noventa y dos 

                                                    y menos dos 

                                                    no-ven-ta.

                                                   Noventa menos dos

                                                   ochenta y oooocho …»

y así hasta alcanzar el cero.

Eran los años dorados del Opus Dei  y su glorioso fundador, el aragonés José María Escrivá de Balaguer y Albás, quien no dudaba en referirse a sí mismo como uno de los más humildes instrumentos de la voluntad celestial. Oigámoslo:

—- Desde aquel día, el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas.

(Más tarde, el borrico, es decir don Josema, canonizado por Pablo II, sería elevado a los altares transmutado en  San Josemaría

Pero mientras tanto, el futuro santo ibérico oficiaba, con denuedo, de preceptor moral del fanatizado régimen. Ningún libro escapaba al escrupuloso escrutar de su equipo de celosos censores y guardianes  de la moralidad nacional, occidental y católica.

Tras rigurosos controles de censura político-religiosa, el régimen victorioso  impuso, como textos de estudio primario, una serie cronológica de libros de clara orientación ideológica, cuyo conjunto recibía el justiciero genérico de Enciclopedia Álvarez, por su autor don A. Álvarez Pérez.

Esta alambicada obra abarcaba las más diversas asignaturas. No faltaban, descollando entre ellas, la Historia Sagrada, los Evangelios y la Historia de España… convenientemente tergiversada.

Bajo las mismas tapas tanto te enterabas de cuántos tipos de triángulos hay, como del por qué la desobediente mujer de Lot, huyendo de Sodoma, se convirtió en un bloque de sal, o de la sacra y  luminosa «misión evangelizadora» del visionario navegante don  Cristóbal.

O de por qué don Guzmán, el del puñal arrojadizo, se hizo merecedor del título de El Bueno.

No obstante -noble es reconocerlo- alguno de los apartados de la Enciclopedia Escolar no carecía de verdaderos valores éticos universales. Digno de destaque era aquel inolvidable Urbanidad y moral .

Nada malo se sacaba de su lectura y sus honestas máximas al estilo de: Letras sin virtud son como perlas en el muladar. Donde entra el sol no entra el médico.

Tanto aprendíamos  a cederle el lado preferencial en la acera a los ancianos o aborrecer los vicios, como a evitar los lugares oscuros, mal ventilados o con gran acumulación de personas en espacios reducidos.

Estas y otras reglas aprendidas en Urbanidad y moral me acompañan desde entonces. Y sus preceptos reverdecen tras muchas décadas, convocados por los actuales consejos de la OMS, en su empeño de enfrentar y derrocar al coronavirus.

Se nos dice que en menos de nada ingresaremos en una «nueva normalidad».

Me parece bien que nos avisen. Nos tocó este tiempo y sus consecuencias y habremos de convivir con las asechanzas del flagelo hasta que se logre una vacuna efectiva. Pero no debemos confundir normalidad con naturalidad o calma, mucho menos con bondad.

Debemos comprender que no toda normalidad es socialmente buena, por más que nos hayamos (o nos hayan) acostumbrado a creer que normalidad es sinónimo de orden, serenidad o tranquilidad. 

Es normal que muera gente en accidentes y en abusos, pero no es bueno.

Es normal que la gente envejezca, enferme y se  muera, pero no es bueno.

Es normal que haya monarcas, ejércitos, tiranos, hampones y droga, pero no es bueno.

Es normal que un futbolista gane cien veces más que un científico, pero no es bueno.

Es normal que haya discriminación, sobornos, migraciones forzadas, refugiados y hambrunas, pero no es bueno.

No nos hagamos trampas al solitario. El planeta es otro desde que se lanzó el primer satélite de comunicaciones. Y mucho más ha cambiado desde que Internet puso al alcance de todos, mediante sus páginas pandorescas, lo que otrora era dominio de reducidos colectivos.

La industria del sexo explícito, por ejemplo, estaba, tradicional y totalmente, fuera del alcance de los niños. 

¿Alguien se ha preocupado de legislar al respecto, antes de que, previsiblemente, los menores de edad abrieran esa ventana para la cual no estaban (ni están) preparados?

¿Alguien se ha preguntado cuánto inciden esas mismas páginas y  la propaganda exacerbada de bienes de consumo superfluo en el «inexplicable» aumento de la violencia social, especialmente en  colectivos sumergidos que jamás podrán acceder a ellos?

¿Alguien ha analizado los efectos devastadores  de la frustración  que produce el contemplar las «vidas de película» que se nos ofrecen a cambio de plata, desde una villa miseria argentina, desde una chabola española, desde un cantegril uruguayo?

La lascivia ilimitada es transgresora, la frustración no resuelta produce ira, la ira desemboca en violencia y la violencia suele terminar en tragedia.

Los informativistas al uso se dan por cumplidos con relatarnos el apresamiento del violento y su posible condena. Caso cerrado. Jamás cumplen un papel didáctico. Asunta es muerta y olvidada docenas de veces, pero nada sabemos, a ciencia cierta, del por qué.

Nunca indagan ni nos cuentan sobre los orígenes del desorden sexoemocional del enajenado solitario, o del  integrante de una «manada». Como malos guionistas, cuentan el final de la historia, no su desarrollo.

Es necesario, urgente e ineludible, que los humanos nos demos una herramienta para ser mejores personas a futuro. Una herramienta que, como mi vieja Urbanidad, nos inculque valores éticos comunes a todos.

La Urbanidad (del latin urbi, ciudad) de mi infancia ausente de internet, tan útil en el pasado para formar ciudadanos respetuosos, es insuficiente para educar, en la igualdad de derechos, a todo el planeta.

En este mundo cada vez más estrecho y propio, tal vez haya llegado el momento, (a la luz de los terribles y democráticos efectos del Covid 19), de incorporar a nuestros conocimientos curriculares una asignatura nunca antes fue explorada, ni siquiera nominada: la Orbanidad(del latin orbe, mundo). O lo que es lo mismo, Educación universal.

Si pretendemos sobrevivir en este mundo único, no tendremos más remedio que aplicarnos reglas claras e idénticas para todas las regiones del globo.

Reglas que, basadas en una moralidad genuina, abarquen todos los aspectos humanos posibles,  desde el respeto por los recursos naturales  hasta los  derechos de los demás, sin importar su origen ni creencias.

De la misma manera que hemos aprendido a no guardar nuestras heces nocturnas bajo la cama en una bacinilla,  a no tirar el agua de nuestro aseo por la ventana antecedido del grito de -¡Agua va!- y a usar el cinturón de seguridad en nuestros vehículos, podremos habituarnos al uso obligatorio del tapabocas, a mantener una prudencial distancia social y a la frecuente higiene de manos, con abundante  agua y jabón.

Tiempos hubo en que, en los pasillos de los hospitales, había escupideras y ceniceros con arena, y los propios médicos atendían a sus pacientes fumando  en su cara. En los transportes públicos había carteles de Prohibido fumar y Prohibido salivar en el suelo. Hoy nos produce asombro ver lo cernícalos (2a.acepción) que éramos solo unos años atrás.

Sea como sea, el caso es que hemos aprendido a ser más «urbanitas» que nuestros antecesores. Los humanos siempre hemos superado todos los escollos de nuestra increíble odisea en este planeta.

Esta actual pandemia  es solo una de las muchas dificultades que se nos presentarán y -como todas las anteriores-, la superaremos.

La Orbanidad , (o como decidamos llamarle), como el rumbo de nuestras vidas, solo depende de nosotros.

El cielo solo envía sol, viento, lluvia y granizo. A veces arena del Sahara.