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PARADOJA DEL PASO DE PEATONES

Por Alberto Barciela

Está bien. Sobrevivimos con lo que tenemos, con lo que entendemos, con lo que alcanzamos e incluso con lo que comemos. Y eso nos ocurre a todos, con independencia del género, origen o aspecto. Sucede a los monarcas y a los mendigos, a los filósofos y a los artistas. Lo aparentemente impropio es que en una especie, con origen común e igual, sea capaz de construir personalidades y conciencias genuinas. Lo que nos hace individuos y por lo mismo únicos. Somos parte de la masa y víctimas del ego. Ansiamos esperanzas y, por lo común, solemos instalarlas en pueriles entendimientos de eternidades improbables. Creo que es mejor arriesgar una esperanza que no tenerla. Esta última idea es de Tácito, un gran historiador, senador, cónsul y gobernador del Imperio Romano, que vivió entre los años 55 y 120. Sus conclusiones no han caducado, pese a que han trascurrido dos mil años.

Decía Borges, instantes antes de evidenciarse en el Aleph como un curioso voyeur, que a Jesucristo, como a todos los hombres, como al propio Tácito, al lector y a mí, nos tocó vivir la peor etapa de la Historia. Y la mejor, digo yo.

Lo cierto es que el instante se diluye en el instante mismo, que ya no existe con solo pronunciarlo. El ahora ha pasado irremediablemente ahora mismo, en el espacio entre dos palabras. Si me apuran, entre dos letras. En un lapso casi imperceptible se condenan nuestras aspiraciones de inmortalidad física, naturalmente. Como decía el aludido historiador romano, “la experiencia enseña”. Implícitamente, esta es una invitación a no desperdiciar nuestro tiempo y, solidariamente, a no malograr el de los demás. Si lo desean, deténganse aquí, aprovechen sus minutos, y dejen que prosiga la seria humorada.

Quinientos años antes de nuestra era, el filósofo Lao-Tse ya nos advirtió que “utilizar el tiempo limitado de una vida para preocuparse y dolerse del caos del mundo es como llorar sobre un río para acrecentar su agua por miedo a que se seque”.  El autor del Libro del Tao dejó escrito que el tiempo es difícil de encontrar y fácil de perder. No se extravíen, la vida es corta y pródiga del lado ingrato, como repite mi amigo Suso.

Estoy divagando. ¿Quién no lo hace? No teman las perogrulladas. Nuestros días se llenan con infinidades: cosas, personas, vivencias. Hay que saber escoger y provocar instantes de felicidad. Vivimos enredados en nuestras propias biografías y lo importante es no hacerse un lío con el ovillo. No traten de buscar explicaciones exactas porque puede que las encuentren y, con ellas, la desesperación. Déjense de rutinas y no teman recurrir a la ignorancia de los demás, ni a su buen decir tampoco. El saber es impreciso y el criterio es voluble, como una pluma en el viento. Las oficinas de objetos perdidos están atestadas de vidas abandonadas a su propia razón de ser, por lo que no parece inconsecuente pensar que empeñarse en ganar una pequeña batalla a la razón sea una sinrazón. Lógica pura.

“El día peor empleado es aquel en que no se ha reído”, nos dejó escrito Nicolás de Chamfort, académico francés dieciochesco. Por eso, si han llegado hasta aquí, se habrán percatado de que quiero regalarles una sonrisa. El genial Borges contaba que “ya que todo hecho presupone una causa anterior, y esta, a su vez, presupone otra, y así hasta lo infinito, es innegable que no hay cosa en el mundo, por insignificante que sea, que no comprometa y postule todas las demás. En lo cotidiano, sin embargo, admitimos la realidad del libre albedrío; el hombre que llega tarde a una cita no suele disculparse (como en buena lógica podría hacerlo) alegando la invasión germánica de Inglaterra en el siglo V o la aniquilación de Cartago”. Don Jorge Luis sabía que lo malo de ser puntual es llegar a un lugar y que no haya nadie allí para apreciarlo. Ni en la guerra, ni en la paz. Y total, para qué. La conclusión parece digna de Gila; pero la guerra es la guerra y debemos seguir batallando, aunque el enemigo siga de vacaciones.

Nos ocupamos de lo irrelevante, de múltiples cosas intrascendentes, momentos, circunstancias, casualidades… porque siquiera intuimos lo que en verdad quisiéramos vislumbrar. Con ello condenamos nuestro escaso tiempo.

El ser humano es un animal creador y moribundo. El resultado: una vida llena de hermosos cementerios.

Algunos habrán evocado ya al filósofo griego Heráclito cuando afirmó que “ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos”. Como seres casi actuales, piensen que si cada día cruzásemos 10 veces las calles y empleáramos una media de unos segundos en cada paso, al cabo de una vida media, los hombres habríamos invertido 10 días completos atravesando calles, y las mujeres casi 12. De esto que les digo no se puede deducir casi nada, salvo que las damas pierden tiempo de más porque viven más. Parece la “Paradoja del paso de peatones”: cuanto más subsistes, más te equivocas. La acabo de inventar para proponerles que calculen el tiempo que dedicamos a causas menores: pasmar, ver programas del corazón, seguir los debates políticos y, por supuesto, dormir sin poder asegurar sueños felices. Un matemático fino concluirá que “Toda una vida”, como canta mi amigo Rafael Basurto.

Los silencios no reflexivos son, de alguna manera, tiempo perdido, increación, desvalorización de lo disfrutable, vacío. Ahora que lo pienso – la confesión es mía- soy consciente de que todos los momentos carecen de retorno. En mis horas, he leído para conocer, he reflexionado para entrever, he olvidado para esenciar y he cuidado a mis enfermos y amigos. Con mis años, reposo en los mismos límites de la levedad, en el origen de lo comprensible y, como consuelo, intento amar y aplacar los reumas propios de la edad con entretenimientos más o menos banales pero siempre escogidos. Inicio cada día con voluntad de disfrutarlo por última vez. En la jornada en la que no podamos ganar o perder 24 horas no habrá día. Eso pienso. Así es la vida. Aprovéchenla y no la entorpezcan con ocurrencias insulsas. Yo me muero de ganas de vivir, pero no sé hasta cuándo durará el anhelo. Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Tácito fue un gran historiador pero semeja un triste: es preferible equivocarse y vivir. No hace falta ser griego, siquiera apresurarse lentamente.

El que sabe, sabe, que dijeron los caníbales tras comerse al sabio inglés.