galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

SADA A OJO DE AVE

Por J. J. García Pena

Hoy  Montevideo está gris. 

Llovizna. 

Terminó la Semana de Turismo, o Santa, como le llaman en muchos países.

Desde mi ventana humedecida veo la cúpula, el campanario y, sobre él, la cruz de hierro  de la  iglesia de San Agustín y La Medalla Milagrosa.

Sobre uno de los brazos de esa cruz se acaba de posar una paloma  que, ante mis ojos alucinados, se transmuta  en una estridente  gaviota  posada, ahora, sobre la melena de una de las campanas del  metálico campanario  de la iglesia de San Roque, en la antigua villa de Sada.

Amanece. Es verano.

En la plaza  contigua, sólo el agua de la pétrea fuente custodiada por su cruz centenaria, susurra y suspira al lanzarse loca y despeñarse contra la musgosa cantería.

En el campanario, el badajo pone a rodar la vida.

La gaviota, sorprendida, alza el salvador vuelo instintivo con dirección a Gandarío y observa el despertar del pueblecito que despereza su cara en las frescas aguas de la ría.

De los cercanos campos labrantíos se oye el agaitado lloro de las carretas de bueyes, que llevan a la plaza cargas de “grelos e patacas”, “mainzo e millo”.

De todos los puntos cardinales confluyen los abastecedores a la plaza: vienen de Souto, de Samoedo, de Ouces, de Veigue, de Mosteirón, de Carnoedo, de Meirás, de…

Lecheras de negra pañoleta, negros vestidos. 

El “zoqueiro” que,  artífice primitivo, domina  el prodigio de hacer caminar a los árboles. Curiosamente sus propias manos parecen talladas, también, en madera.

Las voces se alzan pregonando, cada cual, las virtudes de sus productos.

La gaviota sigue su vuelo por “As Brañas”,  por el río Mayor, por encima de los lavaderos públicos  de Riobao y de «O Inferniño», sobre los niños  con “calderetas” que van a comprar la  leche, sobre las muchachas   tempranas, en su primera ida a la fuente, que multiplican su estatura portando  sobre sus cabezas  ese cántaro único, la “sella”Sin par en todo el mundo conocido con su dura madera y broncíneos y anchos aros dorados, que compiten con el oro en brillo propio.

El porte erguido de sus cuerpos y cuellos, obligados a un equilibrio inexcusable, sumado al fulgor de los  flejes dorados que circundan al cónico recipiente, crearían, en un observador circunstancial, la ilusión de un desfile de altas damas tocadas de  descomunales y áureas coronas, en vez de pueblerinas mozas garridas.

Algún “cativo” tironea, impaciente, la mano de su madre que, ya repleta su sella con el agua clarísima, permanece interminable lapso “falando“ con su comadre cruzada en el camino de regreso, ocasión que por nada del mundo perderían para comunicarse las mutuas novedades. Actitud que se le antoja insufrible al infante y que lo manifiesta con compulsivos  tirones,  ahora,   a  la falda  materna. Las dos mujeres podrían pasar horas de ese modo, “fala que te fala “, con los brazos en jarras, indiferentes al paso del tiempo y al bestial peso del leñoso cántaro. Al fin, el niño aplica la estrategia  adecuada:

—- Mamá, me duele la barriga…

El ave corta el aire y se posa,  entonces, en “A Barrosa”. Olfatea el rastro de los marineros que, hace horas ya, cargaron sus garrafones y lavaron sus curtidas caras en el cristal de agua que llega a su cuenco granítico desde el manantial de “Sadadarriba”.

Pero un olor más intenso requiere su atención: sobre  «O Muro», construido con el mismo granito rojo de “A Barrosa”, unos pescadores están poniendo a secar el abadejo, (sucedáneo local del bacalao terranovense), como un artista expondría su  arte: una ancha línea amarillenta recorre a Sada  desde el “Cargadoiro “ a La Terraza.

Días enteros permanece el preciado pescado abierto en canal y sin cabeza, hasta que el sol y la sal hagan  su efecto.  Un signo de los tiempos: nadie osará tocar uno sólo de los  cientos de esos  trofeos dorados. ·

La  propiedad privada  es, aún,  un  bien sagrado.

Es domingo. 

Por eso no se oye el zumbido monótono del motor del molino vecino a la también silente fábrica de gaseosas de Don Manolo Rey, que, en los días laborales se diría que encierra tras sus muros una tribu de duendes escandalosos, a juzgar por el estrépito de vidrios rotos y el choque de envases vacíos.

La gaviota hace un vuelo sesgado y su ojo derecho de ave cazadora  ve, a través de una rendija  en la puerta del molino, el motor y las correas laxas, blanquecinas de harina, en reparador descanso  para jadear mañana, cuando la ávida boca de la temblorosa  tolva de madera, pulida y  lustrosa como nácar amarillento de tanta semilla tragada, exija el grano que las muelas harán harina, recogida en sacos blancos.

El finísimo olfato del ave percibe el aroma del trigo ya inmolado y,  alzando el vuelo, se posa sobre la cercana iglesia de Sadadarriba. 

Inmóvil, otea hacia mar abierto.

En vuelo descendente  planea sobre la Escuela «Laica», mira de reojo las lápidas de «O Fiunchedo», roza los manzanos de «As Figueiras», dibuja su sombra sobre los techos de la fábrica de «A Xefa», deja atrás Fontán y aletea brevemente sobre la ría, hasta detenerse sobre  la aislada farola de » A Pulgueira».

Su refinado instinto le dice que ha llegado la hora.

Son tres señales: un brillo tornasolado en la lejanía, un no sé qué de cuerno celta  de guerra y, por último, el delirio de sus desvelos: montañas de brincadoras y olorosas sardinas.

La tempranera  flota va llegando al puerto.

Y  entonces sí: el mare magnum, el pandemónium gavioteril. 

Son cientos  de alas y picos abiertos, de tensas patas  en posición de aterrizaje frustrado, un torbellino de plumajes, ora frenéticos, ora  suspensos; rayos y truenos de mil gaznates en monumental coro,  increíblemente  metálico y desafinado.

Suman sus voces a esta barahúnda primitiva los  regateos de compradores y revendedoras, de marineros descargando sus navíos , tratando de evitar que las aves ladronas se alcen con una presa  valiosa.

Nuestra alada protagonista  ha logrado un «patexo», magro botín desdeñado por el hombre ante tanta abundancia de aceradas sardinas. 

Aún así, debe defenderlo de  sus voraces congéneres y, en un rapto de osadía, atenazando con el pico  a su  presa blindada, vuela victoriosa al «castillo» de Fontán. 

Ya sobre las   ruinas multicentenarias  mira con gesto desafiante al entorno, mientras, con actitud aquilina, oprime al crustáceo con una de sus patas. Lo remata y engulle.

Ahora, ya satisfecha, observa.

Todo en su sitio.

Ve otras hermanas en la playa  de Morazón y se suma a ellas.

El mar la arrulla. Queda adormecida en la suavidad y calidez  de la recoleta cala gallega.

El letargo la invade.

El día avanza.

Un lejano son de gaitas rasga el aire.  Nuestra emplumada amiga eleva su vuelo nuevamente a las ruinas del «castillo».

Su  visión  penetrante recorre la ría:  el aserradero callado de Miño y su vía férrea en la » outra banda», el gris arco del puente de O Pedrido, Gandarío el verde , el tranvía frente a La Terraza , listo a partir para A Coruña. 

El coche de línea de Eliseo. 

El Frente de Juventudes en A Tenencia. 

Algunos barcos, ya limpios y en pleamar, amarrados en O Muro. 

Todo en su sitio. 

De nuevo resuena en la ría sadense la enorme caracola marina, alentada, ahora,  por las voces familiares  de las animosas vendedoras ribereñas:

—- ¡Dale, mi amor, levantáte! ¿No oís, por segunda ves,  el despertador? ¡Se te va a haser tarde! ¡Ya son las sinco y cuarenta y sinco... !