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¿ÚLTIMOS CHARRÚAS?

Monumento a los «últimos» charrúas. Montevideo.

Por J. J. García Pena

De Alaska a Tierra del Fuego, a lo extenso de tres Américas, hallaremos un único país que carece, por completo y oficialmente, de aborígenes autóctonos: la República Oriental del Uruguay.

La Banda Oriental, como se denominó al territorio inmediato a la ribera noreste del Río de la Plata, dio por extintos a los últimos indígenas en estado salvaje en el mismísimo año en que uno de los mayores científicos de toda la humanidad recorría el territorio oriental en esclarecedora misión investigativa: Charles Darwin.

Ese año de 1833, mientras la ciencia barría tinieblas, en el mismo territorio se desarrollaba el último acto de una vergonzosa tragedia.

Los considerados últimos representantes de la raza originaria, lastimosos sobrevivientes de una masacre orquestada por “el Custer uruguayo”, nada menos que su primer presidente Don Fructuoso Rivera, fueron llevados con falsía a París, supuestamente en misión científica. Lo que sucedió a partir de ese momento debe llenar de vergüenza y dolor a todo el que se considere un ser humano bien nacido.

Pero hagamos un poco de historia para comprender lo horroroso del suceso.

La banda al oriente del Río de la Plata es de ocupación tardía, dada su inmerecida fama de “tierra de ningún provecho”, por su ausencia de metales preciosos. Solamente los fuertes, fronterizos con los territorios portugueses, de San Miguel y Santa Teresa, marcaban la presencia española en el depreciado lugar.

A reiteradas instancias, y por último, amenazas, del Rey, que ve con desconfianza los sucesivos intentos de sus familiares, los monarcas portugueses, en avanzar hacia el Plata, haciendo caso omiso de los tratados de Tordesillas y San Ildefonso, el gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zabala, se ve obligado a fundar una ciudad fuerte en la bahía del paraje llamado Montevideo. Ya estamos en 1724.

Hacía casi doscientos años que su hermana mayor, Buenos Aires había sido fundada.

Fúndase Montevideo con las pocas familias que se presentaron al llamado del Cabildo bonaerense para poblarla. Tan pocas que no hubo más remedio que traer al resto de las Islas Canarias y Galicia.

Los indígenas de la “Banda”, nómadas cazadores, no siempre estaban dispuestos a ceder los territorios que durante diez mil años ocuparon. Los recién llegados hubieron, por fuerza, de tener encontronazos con los nativos, guiada su naturaleza cazadora y recolectora, por otros códigos diferentes a los de los invasores.

En esas desavenencias primigenias terciaba uno de los primeros pobladores, erigido en cabildante por sus condiciones de parlamentario sensato: don Juan Antonio Artigas, aragonés de la Puebla de Albortón, soldado destacado en el servicio al Rey, tanto en las guerras peninsulares como en el Plata. Él era a quién recurrían tanto los colonos españoles como los propios indígenas para resolver sus pleitos. Ahí forjó su bien ganada reputación de hombre cabal, valiente y justo. Tanto así, que entre los indígenas el apellido Artigas tuvo significado de confiable.

Sin saberlo, don Antonio, estaba cimentando el prestigio de su más distinguido descendiente: el más esclarecido de los libertadores americanos, su nieto don José Gervasio Artigas.

José Gervasio Artigas

Cuando adviene la revolución en el Plata, a instancias de la ocupación napoleónica de la Península, los grupos de aborígenes indomables son los mejores y más fieles colaboradores de don José.

En 1820, Artigas, agobiado por las traiciones por parte de oficiales blancos dentro de sus propias filas, entre ellos Rivera, tras diez años ininterrumpidos de batallar contra los porteños y portugueses que pretendían adueñarse de la Banda, decide internarse en territorio paraguayo, a pedir asilo al dictador Gaspar de Francia, para reorganizarse. Hasta la frontera con ese país lo acompañaron huestes indígenas y unos pocos negros fieles.

Al jurarse la constitución de 1830, libre al fin el naciente estado “de toda potencia extranjera”, asume como primer presidente Don Frutos.

Muchas razones se han esgrimido después para explicar lo sucedido, siendo la más recurrida la de satisfacer los reclamos de los estancieros y otros colonos que sufrían las incursiones de los “malones” salvajes, que impedían un normal desarrollo de la agropecuaria.

Los hechos concretos han quedado para siempre escritos con sangre humana. Los testimonios de los años 1831 al 1833 son abundantes, de distintas fuentes testimoniales, pero todos convergen en la repulsa a una espantosa hecatombe que horroriza y avergüenza a todo espíritu sensible.

El 11 de abril de 1831, a orillas del arroyo Salsipuedes, tributario del río Negro, el Custer uruguayo, el primer presidente, Fructuoso Rivera en persona, con 1200 soldados, cita a varios caciques y sus gentes, viejos aliados suyos, y ahora, ya presidente, un estorbo, con el pretexto de encomendarles tareas de patrullaje en la frontera con Brasil.

Algunos desconfiaron y no acudieron a la trampa, entre ellos el cacique Polidoro, perseguido más tarde.

Los confiados guerreros, tras ser emborrachados, caen en la vil trampa.

Pero dejemos hablar a uno de  los testigos: el abuelo de nuestro gran escritor Acevedo Díaz, don Antonio Díaz:

“El presidente Rivera llamaba en voz alta de amigo a Venado y reía con él, marchando un poco lejos… En presencia de tales agasajos, la hueste avanzó hasta el lugar señalado y a un ademán del cacique todos los mocetones echaron pie a tierra. Apenas el general Rivera, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, hubo observado el movimiento, dirigiose a Venado, diciéndole con calma:

—-“Empréstame tu cuchillo para picar tabaco”.

El cacique desnudó el que llevaba a la cintura y se lo dio en silencio. Al cogerlo, Rivera sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado. Era la señal de la matanza.

Ante aquel cuadro de horror, un indignado grito de reproche al traidor salió del cacique Vaimaca Pirú:

—- “¡Mirá, Frutos, tus soldados matando amigos!”

Inmediatamente fue tomado prisionero.

El símbolo del encuentro de dos culturas en Salsipuedes.

Mil veces le hubiera servido morir en el acto. El destino le reservaba el mayor ultraje aplicable a un ser nacido libre. Los 1200 soldados al mando del sobrino de Rivera, Bernabé Rivera, cargaron a muerte sobre los indefensos aborígenes. El saldo de la hazaña fue de 40 indígenas muertos y 300 prisioneros. 9 soldados heridos.

Cuatro días más tarde, Rivera firma su designio: exterminar a los salvajes escapados de aquella encerrona. Manda su proclama al ejército, a quién ordena la “persecución de este puñado de bandidos hasta su total exterminio”.

Años más tarde, en el periódico El defensor de la Independencia Americana, alguien que firma Demófilo, relataba los detalles de la carnicería:

“¿Queréis comprender, lectores, toda la ferocidad de Rivera? Mirad: ved como la columna que hasta entonces se había prolongado a lo largo de la costa , da frente al arroyo y a una señal acordada forma una especie de semicírculo dentro del cual quedan los charrúas; y como los escuadrones, al toque de carga, con lanza enristrada, se abalanzan súbitamente sobre aquellos infelices indios. A un penetrante alarido de temor producido por la sorpresa, se pone toda la indiada de pie. Ved correr a los valientes charrúas de una parte a otra, buscando inútilmente una defensa; y en medio de aquel conflicto, de aquella grande desesperación, escuchad los lastimeros y penetrantes gritos de los ancianos y las mujeres, que se confunden con el llanto de los niños. ¡Mirad aquella muchedumbre de infelices indias, cómo se apoderan instantáneamente de sus tiernos hijos; cómo los estrechan a su corazón y cubriéndolos con su cuerpo, corren con ellos atribuladas de un lado a otro, hasta que se agrupan detrás de sus valientes y queridos compañeros, que, desvalidos, a pie, indefensos, sin más recursos que su valor, oponen entre sus asesinos y sus amadas familias, la muralla de sus pechos, que presentan desnudos a las lanzas homicidas!. El exterminio está decretado.

El resto de ese fatídico año Bernabé, siguiendo instrucciones precisas de su tío, continuó la matanza de los “herejes”. Hasta que el 16 de junio de 1832 persiguiendo, enceguecido, hasta un bajo llamado Yacaré–Cururú, a un grupo de naturales, Bernabé, enardecido y envalentonado por las matanzas de los últimos meses no se percató que se trataba de una emboscada y ya no salió vivo, nueve soldados y dos oficiales dejaron allí sus vidas. Al encontrarlos, dos días después, el cadáver de Bernabé mostraba signos de torturas.

Una vez más oigamos a los coetáneos de los hechos de Bernabé, en manos de sus captores:

“Comenzaron a hacerle cargos de la muerte de sus familias; el teniente Javier, indio misionero, era de la opinión de no matar a Bernabé, para poder así recuperar a sus familias. Los otros, incluso las “chinas” pedían su muerte. Y Bernabé les ofrecía todo.

Cuando se habló de Salsipuedes, un indio llamado cabo Joaquín, lo pasó de una lanzada y a su ejemplo, lo siguieron los demás. Le cortaron las venas del brazo derecho para envolver la lanza del primero que lo hirió y lo tiraron a un pozo con agua.

Así concluyó Bernabé, lo sé por los mismos indios ejecutores, de quienes me he informado muy detenidamente, de los indios más capaces de explicarse; diez meses estuve con ellos en el año 1833 y siempre era la conversación dominante, como mataron a Bernabé Rivera”

Manuel Lavalleja.

Su cuerpo desde entonces y hasta hoy está sepultado como héroe en el Cementerio Central. Su señor tío, en la catedral, Iglesia Matriz.

Los indígenas capturados fueron llevados prisioneros a Montevideo, en donde se alzaron voces humanitarias de protesta ante el espectáculo desgarrador de las “chinas”, que clamaban por sus hijos muertos, o por los que les arrancaban de los brazos para distribuirlos entre las familias blancas a fin de ser “absorbidos” por la sociedad “civilizada”

París 1800

El 25 de febrero de 1833, con la venia del gobierno nacional, parten rumbo a París cuatro sobrevivientes de estas programadas extinciones, tres varones y una mujer embarazada llevados contra su voluntad y con engaños a París, con el supuesto cometido de ser reconocidos por importantes científicos.

El siniestro personaje, cerebro del maquiavélico plan, fue el francés François de Curel, natural de Lyon, y a la sazón director del Colegio Oriental de Montevideo.

Las filiaciones de los cuatro infelices, antiguos lanceros de Artigas son:

Vaimaca Perú o Pirú, también conocido por Perico; cacique charrúa, nacido en 1790. Muere de consunción y nostalgia en París, el 22 de julio de 1834. Su esqueleto, recientemente repatriado, se exhibía, colgado de una pértiga, en el Museo del Hombre en París.   Hoy descansa en su tierra, en el Panteón de los Héroes.

Senaca o Senaqué, de 55 años, chamán y director espiritual de su tribu, compañero inseparable de Vaimaca; muere del mismo mal que su cacique, el día 23 de julio de 1833.

Se conserva, en el Museo del Hombre, en París, una mascarilla mortuoria suya y durante mucho tiempo, ahora desaparecidos, sus órganos sexuales y un pedazo de su piel , momificados.

Sus demás restos se suponen perdidos durante la segunda guerra mundial, al echarse a perder por filtración de agua a través de un agujero en el techo, producto de un bombardeo.

Guyunusa, nacida el 28 de septiembre de 1806 y bautizada en Paysandú con el nombre de María Micaela Guyunusa, tuvo su hija en cautiverio y falleció de tuberculosis el día 22 de julio de 1834 en el hotel Dieu de Lyon. Su cadáver fue a dar a una fosa común.

Tacuabé, nacido el 14 de julio de 1809 y bautizado en Paysandú con los nombres de Laureano Tacuavé Martínez, guerrero charrúa.

En su deleznable prisión francesa demostró, para el asombro del público, sensibilidad para la música y el dibujo. Los atónitos franceses no salían de su asombro.

¿Cómo aquel raro animal de circo podía ejecutar ese primitivo instrumento vocal y dibujar cartas de la baraja?

A la muerte de Guyunusa alimentó a la indefensa bebita con un biberón improvisado con un pedazo de cuero. Y, apenas pudo, escapó a todo correr con la bebé.

Jamás se volvió a saber de ellos. Se le supone su progenitor.

Todos ellos hablaban castellano, unos mejor que otros, además de su propia lengua.

Todos sufrieron la tortura de verse expuestos a la curiosidad y al escarnio público, de feria en feria, de plaza en plaza, con la horrible incertidumbre de ignorar dónde se encontraban o como volver a su tierra y quienes eran esos nuevos blancos que ni siquiera hablaban en “cristiano”.

En mayo del año 1833, apenas llegados a París, fueron exhibidos como animales en una toldería circense, costando la entrada cinco francos.

Luego, el infame Curel los obligó a actuar de “saltimbanquis” y,  cuando se sintió perseguido por la policía ante la piadosa denuncia de algunas almas caritativas, huyó de París a Lyón, su ciudad natal, cambiándole el nombre a Tacuabé, para poder registrarlo en una pensión de mala muerte sin levantar sospechas.

El «indio» Tacuabé pasó a llamarse Jean Soulasol

Pueblo charrúa

Hoy la historia oficial uruguaya insiste en la total extinción de esa raza noble y celosa, como pocas, de su libertad.

Si por razas aborígenes se entiende el andar de taparrabos y penacho de plumas, el historial oficial tiene toda la razón: los blancos nos hemos esmerado, con minuciosidad criminal, en su exterminio.

No queda ni uno solo.

Hoy, en pleno Prado montevideano, un excelente grupo escultórico de bronce y tamaño natural, inaugurado en 1938, incapaz de molestar a nadie y siempre rodeado de niños, insiste en recordarnos que representan a «los últimos charrúas».

Yo, gallego y uruguayo a partes iguales,  digo, afirmo y declaro, donde y ante quién se cuadre, que ES MENTIRA.

Los pocos indígenas que se salvaron de la barbarie organizada y que no quisimos integrar a nuestra sociedad tal y como eran, por ser un estorbo y resultar más económico y práctico eliminar que educar, están consustanciados con nuestro ser nacional.

Y los veo a diario, con sus caras color de bronce entre sus compatriotas; les doy la mano, me sirven un café, les pregunto por sus hijos, nos reímos juntos, se justifican cuando llegan tarde al trabajo, son directores de empresas, camioneros , bomberos y albañiles.

No usan plumas. Pero tienen la taciturna y serena lealtad de sus antepasados. Forman parte de mi familia. Mi sangre gallega se enriqueció  con la «salvaje» de ellos.

Mis sobrinos me recuerdan que los Últimos Charrúas demorarán mucho, aún, en desaparecer.

(En memoria y honor de mi cuñado, Carlos Mª González; de su madre y de sus hermanos,  orgullosos descendientes directos de Indígenas Orientales. Yo me siento orgulloso de ser su familiar blanco).