galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

ÁRBOLES

  (A las víctimas de los incendios y a los brigadistas)

Por Alberto Barciela

Los poetas escriben de palabras con palabras, madera del mismo árbol del que habrá de nacer el papel de los diccionarios, de ese bosque mágico de significaciones. Es el parto endogámico: de palabra a verso, de verso a poema, de poema al mundo. La creación es explicada en sí misma cada vez que brota un árbol. En cada vocablo nace la inspiración, una declaración o exposición de cualquier materia, doctrina o texto, que crece como un fractal, como una misma estructura, fragmentada o aparentemente irregular, que se repite a diferentes escalas y tamaños. Todos los árboles, todos los bosques, como los bardos, transmiten el mismo mensaje: justifican la existencia, la naturaleza, a nosotros mismos y lo hacen con belleza.

Dicen que los Árboles del Paraíso son dos arbustos descritos en la historia del Jardín del Edén, en el Antiguo Testamento. Uno es conocido como el Árbol de la vida y el otro como Árbol del conocimiento del bien y del mal. La cultura se enraíza en uno de los símbolos sagrados para un ser libre de pensar, de pecar -de comer la manzana-, pero también de crear, de investigar, de gozar, de quemar.

La historia cuenta que el árbol datado como el más viejo de la Tierra fue descubierto después de matarlo. En 1964, un geólogo llamado Donald Currey intentando desarrollar una línea de tiempo glacial en el Pico Wheeler, de Nevada, en EEUU, utilizó en su estudio una especie de perforador para sacar muestras de los troncos, pero en uno de ellos – etiquetado como WPN-114, apodado como Prometeo – se le quedó atascado. El científico avisó al Servicio Forestal, que finalmente decidió talar. Tras contar los anillos del madero descubrieron que habían matado un ejemplar de 4.844 años. Cada árbol anilla todos sus años, de forma progresiva, sin descartar su pasado y asumiendo su futuro, se supone que aprendiendo de sus errores. Es en sí una gran alegoría de la evolución.

Entre la metafórica manzana de Adán y Eva hasta que Newton advirtió en la caída natural de un fruto la fuerza de gravedad, intuimos la importancia de la relación del ser humano con el medio ambiente, con la naturaleza, con su hábitat, con aquello que nos acoge, nos alimenta, espiritual y físicamente, y nos hace albergar la esperanza de entender la importancia de la manida sostenibilidad. Resulta imprescindible para sobrevivir. Lo es para los racionales, pero también por lo que aún entendemos como irracionales.

Es evidente que los árboles nunca se agacharán para alimentar a las jirafas, pero nosotros sí deberíamos reverenciales como compañeros fieles, cuidarles como parte esencial de cada entorno, utilizarles con racionalidad. Reconocer, como decía Castelao, que nos dan la fruta, que le piden el agua al cielo, que nos ofrecen sombra fresca en el verano y calor acogedor en el invierno.

Tenemos que pedir perdón a la madre naturaleza. La polución, la contaminación de los mares y su plastificación, la mala gestión del agua, la sobreexplotación de las selvas, los residuos generados por una abrumadora y consumista civilización provocan el cambio climático, producen el efecto invernadero, y causan incendios, inundaciones, tifones y otras circunstancias dramáticas, que algunos todavía intentan justificar con desvaríos varios mientras aplican o permiten políticas de sobreexplotación o contaminantes, dinerarias al fin.

Ahora, no basta ya cantar, ni componer hermosas odas, siquiera es eficaz gritar, sí debemos reflexionar, prevenir y actuar, que es tanto como adoptar cuantas resoluciones hemos convenido para preservar nuestro medio ambiente natural.

Preservemos el araguaney  y sus flores amarillas en otoño, el apamate rosado, los  flamboyanes con su vena mágica, el aparentemente incorrecto carne de doncella, el ombú o buenasombra, las ceibas, las caobas, los alcornoques; las floridas camelias y los magnolios, los carballos; los olivos, sobre cuyas hojas, al decir de  Ramón Gómez de la Senra, “gravita aún el polvo que levantaron los carros romanos y las diligencias”; el Ginkgo biloba, gingko o árbol de los cuarenta escudos, una especie única en el mundo, sin parientes vivos; los aromáticos laureles; los frutales; los sauzales; los bosques azules; y millones de especies de una naturaleza deslumbradora y casi ignota.

Me pregunto de qué hablarán los árboles, los de nombres hermosos o los de apelativos vulgares, de qué parlotearán sin aburrirse, sin sentarse, juntos durante siglos. Me interrogo sobre el tema de conversación de los pájaros en sus nidos, o de las liebres a las que asombran sobre el musgo, admirando líquenes; o quién compone las canciones de los grillos, o si la luz de las luciérnagas sirve para leer El Libro de la Selva; me pregunto sí quién orienta a las aves en sus migraciones, quién colorea a las mariposas o a las flores. Me interpelo si alguna vez, en sus tertulias encantadas, se han propuesto mirarnos con reproche, mientras los racionales pensamos en talar su conversación secreta o permitimos que el fuego embaucador los consuma.

Estamos matando el Paraíso. Al menos el que conocemos, el que habitamos. Y sin vergel no habrá poesía, ni vida, siquiera manzanas con las que hacer brotar pecados de amor por el planeta azul y verde.

Descansen en paz los brigadistas muertos en los incendios forestales, consolemos a sus heroicos compañeros y a sus familias, a los valientes vecinos que intentan salvar sus aldeas y pueblos, ayudemos a cuantos han perdido sus casas y medios de vida. Y pongamos remedio a este infierno que nos asola. Si nos lo proponemos, un mañana mejor es posible, hoy es el humo el que nos indica donde está el bosque. El filósofo chino, Lao-tsé, que vivió hace 2.500 años, dejó escrito que “un árbol enorme crece de un tierno retoño. Un camino de mil pasos comienza en un solo paso”. Nunca es tarde si se hacen las cosas bien.

La alternativa nos la indica el Ciprés de Silos, es una sombra perpetua, como el fuego que honra a los héroes y que alimenta el averno, al decir de los poetas.

ALBERTO BARCIELA