CALIDAD DEMOCRÁTICA
Por ALBERTO BARCIELA
Decía un algo más que irónico Friedrich Schiller, poeta, dramaturgo, filósofo e historiador alemán, “que los votos deberían pesarse, no contarse.” Las desigualdades en el acceso a la información, en los propios desequilibrios sociales y económicos, muy significativamente los derivados de la formación, en definitiva, en las orteguianas circunstancias, hacen que las papeletas se precipiten sobre las urnas con decisiones tomadas desde capacidades y entendimientos disímiles, pero con aparente igualdad de oportunidades. Esta última es la mayor virtud de un sistema que sabemos imperfecto, tanto como el propio método D’Hondt, sistema que se utiliza para repartir los escaños o concejales entre las candidaturas de forma proporcional al número de votos obtenidos.
Las campañas se desarrollan con el arbitrio de las juntas electorales, el control de los partidos y el de los medios de comunicación, incluso el de los propios ciudadanos -protagonistas días pasados de las denuncias de Melilla y Mojácar-, y la intervención decidida de las policía y de la Justicia ante el menor indicio de fraude. El sistema sabe que ha de protegerse de sí mismo, de sus deficiencias y en lo fundamental de las intenciones de aquellos que aspiran a llegar al poder mediante engaños, con seguridad para utilizarlo de forma torticera y/o corrupta.
Las campañas electorales son necesarias, pero mejorables. Las actitudes políticas deberían derivar hacia planteamientos de respeto por el adversario, exposición de programas y alternativas, críticas fehacientes, utilización transparente de la publicidad y de los medios públicos, gastos limitados y debates equilibrados entre aspirantes, incluso a la exigencia de no contaminar el medio ambiente con excesiva papelería o ruidos innecesarios e inconvenientes a nuestro sosiego cotidiano. Pero no es así y todos los sabemos.
En el compromisos ineludibles de los que desean acceder a las instituciones -a quienes hay que exigir verdad curricular y capacidad de gestión-, han de figurar reformas esenciales pendientes desde la Transición de 1975, que aseguren en el futuro una mayor calidad democrática: censos actualizados, listas abiertas, segunda vuelta, limpieza en la financiación de los partidos, gobierno del más votado, respeto a la separación de poderes y a las minorías, diálogo y colaboración institucional, y nula hipocresía en los salarios -hay que asegurarse de que nos conduzcan los mejores, compensarles por ello con generosidad, y ser absolutamente estrictos judicialmente con los corruptos-. En el servicio público sobran coches oficiales, privilegios, nepotismos y amiguismos, pero también faltan recompensas justas y consensos en lo esencial.
El voto ha de ser reflexivo, no emocional, pues este excluye el raciocinio. Votar con el corazón, en el pálpito de una premoción, es arriesgar al fanatismo, cuestionar los fundamentos sobre los que ha asentarse una democracia. Quizás esto provenga del fracaso de los sistemas educativos, o de la búsqueda de ciudadanos maleables, manipulables, con la bagatela de 100 euros el sufragio.
Hace ya veinte años, en un artículo del belga Gérard Mortier, entonces director delegado de la Ópera de París, antes director del Festival de Salzburgo, titulado “Lo bueno, lo malo y la industria cultural”, publicado en “El Cultural”, leí que “la democracia está basada en el número y no en la calidad”. Uno de nuestros grandes desafíos aún hoy es conseguir que la calidad sea un elemento importante en nuestras decisiones. Hemos de seguir profundizando en esa dirección. Elegí ese ejemplo, porque entiendo que existe un problema político que nace de un problema cultural: de la deficiente formación general, posiblemente impulsada desde la política. A ello se han añadido ahora las amenazas de un mundo digitalizado y global.
No todo es culpa de los demás y el esfuerzo de exigir un compromiso eficiente a nuestros representantes en las instituciones, sean del color que fueren, merece la pena en favor de la convivencia y el bienestar, de la libertad, la igualdad y la fraternidad efectivas. Para que de verdad ganemos los ciudadanos ha de ganar calidad la democracia.
Hoy, Friedrich Schiller debería exigir, con nuestro apoyo decidido, revisar las balanzas y sus fieles para contar la verdad de los votos y poder así pesar conciencias y responsabilidades.