CINCUENTA AÑOS DESPUÉS
Por Xosé A. Perozo
Cincuenta años después la condena a muerte y posterior cadena perpetua de martirios de mi abuelo Antonio será declarada nula e ilegal. Sin embargo, él y mi abuela Isabel llevan más de ochenta años muertos sin que yo, mis padres, mis hermanos y mis hijos pudiéramos disfrutar de sus vidas. Por esta elemental circunstancia nunca he podido perdonar al régimen cainita que los mató. Si no hubiera existido aquel chapucero golpe de Estado militar y la posterior guerra incivil ninguno de los muertos de los dos bandos se hubieran producido. Por tanto, la reconciliación no hubiera sido necesaria en una II República legal, votada libremente por la ciudadanía de entonces, en la que cabían en paz los hijos de Abel y los nietos de Caín. Pero estos últimos decidieron ser hegemónicos en solitario, un sentimiento que, por desgracia, aún pervive entre nosotros.
Mis abuelos, como tantas víctimas anónimas de la barbarie, no aparecerán en la lista de asesinados ilustres que encabezarán García Lorca y Miguel Hernández el próximo año, pero pertenecen a ella por derecho propio y, desde donde quiera que estén, sus espíritus o sus energías celebrarán que se conmemore el 50 aniversario del final de la dictadura y la llegada de la democracia imperfecta del perdón que vivimos. Han pasado cinco décadas desde que el dictador muriera en su cama y fuera llorado por los suyos mientras los contrarios a su régimen celebrábamos, con temor y bajo el ruido de los sables, el final de un tiempo fructífero para unos y terrible para otros. En esta larga andadura aún muchas víctimas permanecen en las cunetas con el beneplácito de los partidarios del franquismo y hemos vuelto a escuchar en las bancadas de las Cámaras legislativas y Parlamentos autonómicos elogios y nostalgias de los partidarios de la barbarie. Parece incomprensible que ciudadanos jóvenes desconocedores de aquella realidad, tapada o disimulada con el silencio y el temor, levanten la voz para elogiarla. Es evidente que las fuerzas de la desinformación o del proselitismo pueden más que la educación en libertad. La difusión cultural democrática en este sentido ha fallado o no se ha permitido que fructificara adecuadamente para construir el país que pretende consagrar la Constitución de 1978, tan celebrada estos días.
El Gobierno de Pedro Sánchez, casi de tapadillo, ha anunciado más de un centenar de eventos para celebrar a lo largo de 2025 el final de la dictadura y la llegada de la Democracia y, en menos que canta un gallo al amanecer, Isabel Díaz Ayuso, nacida en democracia, señalándole el camino al PP, ha salido a los medios acusando al presidente del Gobierno de “enloquecer y provocar violencia al querer celebrar cincuenta años sin la dictadura fascista de Franco”. Quienes durante cuarenta años nos vimos obligados a callar el 18 de julio, durante la celebración de un golpe de Estado, nos parece un justo equilibrio festejar la llegada de la libertad democrática. Es más, ya es hora de que todos los muertos descansen en paz en los cementerios, de que se pongan en valor los logros de la II República, tan demonizada por la propaganda franquista, se implante en las escuelas “la educación para la ciudadanía”, de que el presunto partido centrista de Feijóo se libere de las ataduras de un pasado, que con toda probabilidad no comparte plenamente, y se desmonten los bulos de prosperidad generados por la dictadura. Celebrar la convivencia en democracia es justo y necesario. Los cincuenta años son una buena razón para mirar hacia el futuro. Medio siglo de esperanzas exigen una gran fiesta democrática.
Cincuenta años después la condena a muerte y posterior cadena perpetua de martirios de mi abuelo Antonio será declarada nula e ilegal. Sin embargo, él y mi abuela Isabel llevan más de ochenta años muertos sin que yo, mis padres, mis hermanos y mis hijos pudiéramos disfrutar de sus vidas. Por esta elemental circunstancia nunca he podido perdonar al régimen cainita que los mató. Si no hubiera existido aquel chapucero golpe de Estado militar y la posterior guerra incivil ninguno de los muertos de los dos bandos se hubieran producido. Por tanto, la reconciliación no hubiera sido necesaria en una II República legal, votada libremente por la ciudadanía de entonces, en la que cabían en paz los hijos de Abel y los nietos de Caín. Pero estos últimos decidieron ser hegemónicos en solitario, un sentimiento que, por desgracia, aún pervive entre nosotros.
Mis abuelos, como tantas víctimas anónimas de la barbarie, no aparecerán en la lista de asesinados ilustres que encabezarán García Lorca y Miguel Hernández el próximo año, pero pertenecen a ella por derecho propio y, desde donde quiera que estén, sus espíritus o sus energías celebrarán que se conmemore el 50 aniversario del final de la dictadura y la llegada de la democracia imperfecta del perdón que vivimos. Han pasado cinco décadas desde que el dictador muriera en su cama y fuera llorado por los suyos mientras los contrarios a su régimen celebrábamos, con temor y bajo el ruido de los sables, el final de un tiempo fructífero para unos y terrible para otros. En esta larga andadura aún muchas víctimas permanecen en las cunetas con el beneplácito de los partidarios del franquismo y hemos vuelto a escuchar en las bancadas de las Cámaras legislativas y Parlamentos autonómicos elogios y nostalgias de los partidarios de la barbarie. Parece incomprensible que ciudadanos jóvenes desconocedores de aquella realidad, tapada o disimulada con el silencio y el temor, levanten la voz para elogiarla. Es evidente que las fuerzas de la desinformación o del proselitismo pueden más que la educación en libertad. La difusión cultural democrática en este sentido ha fallado o no se ha permitido que fructificara adecuadamente para construir el país que pretende consagrar la Constitución de 1978, tan celebrada estos días.
El Gobierno de Pedro Sánchez, casi de tapadillo, ha anunciado más de un centenar de eventos para celebrar a lo largo de 2025 el final de la dictadura y la llegada de la Democracia y, en menos que canta un gallo al amanecer, Isabel Díaz Ayuso, nacida en democracia, señalándole el camino al PP, ha salido a los medios acusando al presidente del Gobierno de “enloquecer y provocar violencia al querer celebrar cincuenta años sin la dictadura fascista de Franco”. Quienes durante cuarenta años nos vimos obligados a callar el 18 de julio, durante la celebración de un golpe de Estado, nos parece un justo equilibrio festejar la llegada de la libertad democrática. Es más, ya es hora de que todos los muertos descansen en paz en los cementerios, de que se pongan en valor los logros de la II República, tan demonizada por la propaganda franquista, se implante en las escuelas “la educación para la ciudadanía”, de que el presunto partido centrista de Feijóo se libere de las ataduras de un pasado, que con toda probabilidad no comparte plenamente, y se desmonten los bulos de prosperidad generados por la dictadura. Celebrar la convivencia en democracia es justo y necesario. Los cincuenta años son una buena razón para mirar hacia el futuro. Medio siglo de esperanzas exigen una gran fiesta democrática.
José Antonio Perozo