galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

DE LA CARRETA AL MOTORJÓN Y AL CIBERTRAC

Por J. J. García Pena

Érame en la Galicia de los años cincuenta cuando, por única vez, trepé con mis hermanos, Pilar y Fernando, a una genuina carreta de bueyes en Gandarío, esgrimiendo una varita de mimbre.

Hondo debió calar tal experiencia en el cerebro del niño de seis o siete años para que, muchas décadas después, evocara el lento y penoso girar de los ejes que hacían crujir sus huesos de madera en el outeiro que domina la ría de Sada:

De los cercanos campos labrantíos se oye el agaitado lloro de las carretas de bueyes…»

Yo las había visto de cerca y con frecuencia en la bajamar de la playa de Las Delicias, emparejadas a las barcas del «patexo», aquel depreciado crustáceo que los laboriosos boyeros usaban para abonar sus «leiras«.  

Pero las de ribera no sabían plañir como aquella de Gandarío. Quizás el agua salitrosa del arenal, como las azufrosas de los balnearios a sus huéspedes achacosos, aliviaba, momentáneamente, los cartílagos de palo y fierro de las carretas gallegas.  

Ya en América, supe y entendí las razones del por qué don Roberto Chavero (a) Atahualpa Yupanqui, mitad indígena, mitad español y argentino entero, por más que lo tildaran de «abandonáo» se empecinaba en no engrasar, nunca, los ejes de la suya:

… No necesito silencio, yo no tengo en que pensar

Tenía, pero hace tiempo. Áhura ya no tengo más…”

Es que las carretas criollas cumplían la función de barcos interiores, navíos sobre mares de tierra que, navegando sobre verdes llanos de calma chicha o pedregosas olas de onduladas cuchillas, repartían, entre las poblaciones alejadas y en las pulperías más remotas, los bienes de consumo que, esperando su distribución según pedido, se acumulaban en los depósitos y almacenes de los puertos de las urbes capitales.  Una vez surtidas hasta los topes, las carretas partían a desafiar distancias previstas  y peligros acechantes.

El carretero, en la soledad inmensa, conversaba consigo mismo. A veces, si triste como Yupanqui, no se quería escuchar. Mudo de adentro y de afuera, se distraía con el chirrido de los ejes. En ocasiones más felices, lo impulsaba el ansia de llegar con bien a su casa y a los brazos de la mujer amada:

Salí de Montevideo en dirección a mi casa.

Mi mujer estará diciendo: ¡Mi marido trae zaraza!

Entonces rebotaba su pecho y su garganta, con cariño paternal, en los exigidos lomos de sus bestias. Y las llamaba y reprendía por sus nombres como a hijos propios, o les cantaba y silbaba largo para espantar el tedio y el miedo.               

En pleno Parque José Batlle y Ordóñez, a escasos metros del Estadio Centenario de Montevideo, declarado Monumento Histórico del Fútbol Mundial por la FIFA, se halla otro monumento cargado de épica simbología, erigido por un pueblo muy humilde, tanto como agradecido es a sus raíces. Como veremos, hay razón de sobra para ello.

Se trata de La Carreta, una obra de arte de dimensiones naturales que representa, en todo su titánico esfuerzo, a varias yuntas de bueyes cinchando de una pesada carreta. Se diría (y vale decirlo) que fue a bordo de carretas, carretones y similares, que se consolidó el cuerpo social y el alma de la nación uruguaya.

Que el mundo -si lo ignora- lo sepa: en 1811, ante la inminente invasión de la hispana Banda Oriental por un bien pertrechado ejército lusitano proveniente del vecino Brasil, una caravana de dignidad, nunca antes vista en el Nuevo Mundo, fue sumando las voluntades de quienes, arreando todos los animales que pudieran andar más de quinientos kilómetros hasta llegar a un punto aún fuera del alcance de los portugueses, dejaban sus hogares.

Los lusobrasileños, que de antiguo merodeaban la Banda, husmeaban astutamente la carniza del reino caído en desgracia.

A río revuelto y con la venia del Directorio de Buenos Aires, estaban decididos a asaltar la sitiada y fortificada Montevideo y deponer al Virrey Javier de Elío. Las sitiadoras tropas de la Banda Oriental no serían cómplices de esa entrega solapada. Los orientales, comandados por el general José Artigas, prefirieron arrasar sus pagos, incendiando sus pastos y sementeras y hasta sus ranchos, incluidos los muebles intransportables, antes que caer en las garras de un nuevo poder imperial.

El enemigo y sus caballadas no encontrarían nada qué comer ni techo útil en que refugiarse. No habían derrotado a los «godos» en Las Piedras a sangre y lanza cinco meses antes, cortando el cordón umbilical con el Borbón felón, para ahora terminar sometidos, como corderos, a los «portugos» de Braganza.

Oigamos al poeta:

¿Por qué dejaron sus vidas, sus amigos y sus bienes?

Porque les es más querida la libertad que no tienen.

Porque es ajena la tierra, y la libertad, ajena.

Y porque siempre, los pueblos, saben romper las cadenas”

Ese pueblo en admirable marcha, ese trashumo de infrecuente dignidad humana carente de soberbia, petulancia y vanidad, que la fría Historia ha dado en resumir y simplificar como el  Éxodo del Pueblo Oriental, se alejó con lágrimas y mordiendo rabia en su Redota, pero sin mirar atrás. Aquellos paisanos, cuasi analfabetos, decían que se iban «redotados», pero no vencidos. No sabían cuándo ni cuántos podrían volver a sus verdes y onduladas querencias. Solo tenían claro que no lo harían mientras el invasor las hollara.

Sabemos el número y los nombres, apellidos y sexo de cada Cabeza de Familia, -casados, solteros, viudos- con sus hijos y sus esclavos, discriminados, ambos dependientes, por sexo y por edad. (La esclavitud en Uruguay se aboliría en 1843.  En Norteamérica en 1865) Podemos recontar, Padrón en mano, sus 847 «carruajes» (y redondearlos, quizás, en cien más). 

Van a pie quienes pueden caminar y en las carretas y a caballo los muchos que no. Van los enfermos, los ancianos, los niños de pecho y las embarazadas, bajo 847 palios de cuero crudo.

Es sobre y bajo esas gimientes carretas que comienza su metamorfosis un pueblo devenido en nación. La modesta y orgullosa Nación Oriental, escindida del viejo y zozobrado Virreinato del Río de la Plata, (¡mirála, carajo !, ¡cortado su ombligo, la están pariendo!), eclosionó bajo cielorrasos de corambre, relinchos caballares, guitarras españolas y mugir y bosta de bueyes criollos.

Otro alumbramiento humilde, planetariamente insólito. Esta vez en América. La partida de nacimiento (el Padrón de Familias, de 1811) está claramente rubricada: José Artigas.

Cien años más tarde Arturo de Navas, un robusto gajo de aquellos » desamparados patricios de una nación en marcha», como un aedo telúrico y enamorado de su estirpe libérrima, llevó al disco lo que con su padre, Juan de Navas, payador oriental como su hijo, titularon El carretero .  Ya sus primeros versos nos informan de las condiciones laborales de aquel duro, vital y extinto oficio, equivalente, en su propósito, al de nuestros actuales camioneros:

Cantaban los De Navas:

No hay vida más disgraciada que la del pobre carrero,

con la picana en la mano picando al buey delantero…”

Y Gardel trinaba:

No hay vida más arrastrada…”

Carreteros y camioneros, dije… Cuando consideramos, comparándolas, las vidas de los unos y de los otros, no podemos dejar de sentir retroactiva ternura por aquellos boyeros de campo o de ribera salada, peritos en lejanías, pacientes trasiegos y fatigas sin cuento. 

El súmmum de la comodidad -laboral o placentera- sobre ruedas, alcanza su lujurioso paroxismo con los supertruck, los cibertruck y los motorhome. Es muy gratificante para el espíritu noble constatar cómo los avances tecnológicos van haciendo más y más confortable nuestras vidas. 

Pero no olvidemos que no siempre confort es sinónimo de felicidad duradera. Con frecuencia ella, de naturaleza recatada y pudorosa, se encuentra a sus anchas en las cosas más sencillas, esas que ni se compran ni tienen repuesto. Las raíces, si sanas y estercoladas, sostienen troncos robustos que soportan, sin quebrarse, vientos arboricidas, mientras en las copas suelen madurar sus ricos frutos. No habrá raíces más orgullosamente gallegas y humildes a un tiempo, que las de aquel niño, boyero de un día, en la carreta de Gandarío. Ni ser más agradecido con la tierra de las heroicas carretas que lo hizo hombre.

 Árbol tierno trasplantado con dolor, arraigó y fructificó en tierra fértil de hombres libres. No es fortuito, entonces, que diera frutos sanos y decentes que honran su presente, planean su futuro y justifican toda lágrima pasada.   

Gracias al prodigioso y creciente archivo de voces e imágenes hoy a nuestro alcance, podemos resucitar al montevideano Arturo de Navas en 1930, en el preciso instante en que le agradece a Carlos Gardel -su alumno más aventajado-, que se haya «acordáo» de inmortalizar los «enterráos» versos que él mismo había grabado en 1907:

 —- Bueno; gracias, botija. Tengo mucho que agradecerte de que te hayas acordáo de este pobre viejo, y que hayas sacáo  este mancarroncito criollo que estaba enterráo en el potrero del olvido, para que estas nuevas generaciones se den cuenta de lo que es el olor a pasto y olor a fogones, hermano.

—-Navas, yo no he hecho más que interpretar, en lo posible, tu canción. Y que el público juzgue.