galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL APAGÓN

Por Alberto Barciela

Es como una amenaza silente, perturbadora. Una ideación de lo posible en un mundo enérgico, pero sin energía barata, universal, esa misma que el sol, el viento y el agua nos ofrecen sin el esfuerzo, al menos aparente, que supone hallar petróleo o gas entre las entrañas de una tierra, de un planeta amenazado, que sabe mostrar sus potencialidades en forma de volcán o de hortalizas.

Escribo en un tren de casi alta velocidad, bien Iluminado y calefactado, lo hago en un teléfono que se recarga enchufado en el asiento. Sé que todas las luces verdes que cruzamos con velocidad vertiginosa se controlan desde un centro tecnológico apurado de vanguardias, dispuesto a encender las rojas en caso necesario. Todo parece normal, pero el riesgo latente subyace para unos viajeros indispuestos a quedarse en medio de los campos de trigo sin conexión con el resto del mundo. La cobertura permanente no existe ni en los seguros caros, ¡imagínense trabajar con ciertas garantías de telecomunicación en un ferrocarril! O en el extrarradio.

Antes, el riesgo estaba en los recibos, tan incomprensibles como el riesgo de que algunos se acumulen por las multinacionales sin ser enviados -a la espera, se supone, de subir tarifas-. Nos consumimos, es lo nuestro.

Ahora, dicen que con la humilde bombilla corren riesgo de fundirse, aún más, la economía, la salud -enfermos dependientes, hospitales, etc-, la seguridad, el turismo, la tecnología, los medios de comunicación, el transporte y los suministros -agroalimentación-, el ocio…

Los riesgos son incalculables para la mayoría, pero ciertos elementos ya han empezado a hacer negocio con solo insinuar un futuro oscuro. 

Pocos son los que esperan soluciones de los políticos, de esos señores que han permitido vaciar embalses en pleno otoño mientras intentaban cruzar las puertas giratorias de los bien remunerados consejos de administración de gasísticas, eléctricas y similares, tras aprobar miles de aerogeneradores en montes de pueblos que pagan el alumbrado público, o tras autorizar inviables y multimillonarios depósitos de gas bajo el mar.

Que paren el tren, yo me bajo en la maravillosa y profunda España vaciada. A dos velas se ha de vivir mejor en el rural. Incluso sin la luminosa Navidad de Vigo. Eso pienso. 

El último que tire de la cisterna y que apague la luz. El que lo haga formará parte de la vanguardia que paga y protesta. Si tiene suerte acabaremos por hacerle alcalde del pueblo que nos acoja, para que en Nueva York sepan que nosotros ya existíamos antes de que se inventase el recibo. Clic.