galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL CARNAVAL URUGUAYO

Por J.J. García Pena

En el carnaval uruguayo están presentes todas las corrientes inmigratorias voluntarias que integran su ser nacional y que dan su peculiar sello a este amable país. También aportaron lo suyo los «inmigrados a la fuerza», al descubrir que, entre tanta imagen de santos y santones blancos, había uno que ¡era tan o más negro que ellos! Y por si fuese poco, ¡era Rey!

Cada seis de enero, los negros danzaban ante sus dueños con las ropas viejas de sus amos, con las escobas de sus amos, les agradecían a sus amos los dulces que estos, en ese día, les regalaban para que bailasen, quebrando el cuerpo en danzas que eran festejadas y admiradas por los blancos que quisieran disfrutar como negros, pero se lo impedía su blanco pundonor religioso.

Ya era suficiente licencia ver a esos esclavos divertirse con sus lascivas danzas, sus dientes sanos y blancos, brillando en el éxtasis de un placer que les era vedado a los blancos por otros blancos. Entonces, el guerrero de la tribu, a falta de la prohibida lanza, esgrimía una doméstica e inofensiva escoba y la blandía con destreza, inventando nuevas formas, resbalándola por su espalda sudorosa, enroscándola en sus piernas, dejándola deslizarse desde su brillante frente hasta sus rodillas apoyadas en el suelo y con el cuerpo tirado hacia atrás, en improvisada pendiente. Aún no se le llamaba “escobero ni escobillero”.

El brujo de la tribu, canoso y envejecido, tocado de sombrero, levita y el pantalón anticuado de su amo, con un diminuto y destartalado maletín, del que asomaban, de entre su cierre roto, algunas hierbas o gramillas medicinales, (los “yuyos” de su especialidad de chamán,) danzaba en torno a la portadora de una pequeña, vieja y coqueta sombrilla de paseo: una rolliza y sonriente negra entrada en carnes y años, disimulados bajo las ropas viejas, pero golosa aún de amores, lo que excitaba los instintos del anciano hechicero. Ella aún no era “la mama vieja” ni él “el gramillero”.

Un grupo de negros, con improvisados tambores creados por ellos mismos con barricas de madera que alguna vez contuvieron lo que sus amos consumieron, rompían el letargo de la pequeña población con el fuerte “¡chás – chás!” de su ritmo importado; su tan-gó.

Las negras, lindas y voluptuosas, puro marfil en sus bocas, puro agitar de caderas, muslos y brazos, contrastaban con la pacatería de las beatas, que las envidiaban desde el palco improvisado o desde los balcones del Cabildo. Y los negros reían y los blancos envidiaban esa alegría, porque no podían entender de qué se reían. Nunca supieron, los esclavistas, que sus negros no bailaban para tan indignos espectadores.

«…Por un día, la alegría era totalmente de color negro.»

Baltasar, el negro rey, el que siempre pronunciamos en último lugar cuando nombramos a los tres adoradores de Cristo nacido, era el receptor de cuanta alegría flotaba en la plaza Matriz de Montevideo. La alegría, por un día, era totalmente de color negro. Los blancos, claro está, también se divertían a su modo, ahora sí, en pleno carnaval.

Ya había pasado el ayuno carnal, es decir, la Iglesia los autorizara a comer la pecaminosa carne. Festejaban con bromas de mejor o peor gusto, con juegos florales, fuegos de artificio, bailes de salón y otras ocurrencias. Como también debe haber ocurrido en la Metrópoli, los antiguos orientales gozaban con mojar a sus prójimos con aguas de finos olores, aguas sin olor y aguas con «demasiado» olor.

Debió el Cabildo condenar, como falta grave, el dejar caer sobre las cabezas de los viandantes desprevenidos, las aguas sobrantes de la noche anterior y cuidadosamente guardadas en bacinillas, a la espera del comienzo de la popular fiesta.

Más cerca en el tiempo, las murgas, descendientes directas de aquella que recaló en Montevideo en 1905, llamada La Gaditana, han logrado un alto grado de profesionalismo. Fueron tradicionales los llamados tablados barriales , escenarios nacidos al único impulso y sostén  de las voluntades locales, sin más apoyo económico que la espontánea colaboración del vecino, a quién era preciso hacerle ver lo conveniente de su aporte económico, para lograr un espectáculo en su propia puerta.

Otra forma de reunir fondos , destinados a confeccionar trajes, comprar luces, o alquilar los imprescindibles camiones para transportar a los esforzados e improvisados artistas de tablado en tablado, era vender “papelitos”, humildes hojas sin las cuales el «distinguido  público» se levantaba del duro asiento sin enterarse de lo que había oído.

El tema de la colecta de dinero estaba a cargo de  una digna comisión en cada barrio, y fue tema recurrente de más de una murga que, influidas por las quejas de “la dina comisión”, arengaban y avergonzaban , públicamente, a quienes se hacían presentes «de garrón», vale  decir,  sin haber contribuido económicamente. 

La Comisión nos dijo que la “bronca tiraron” porque muchos vecinos no ponen pa´l tablado. Cuando colecta hicieron y fueron a golpear dijeron que “Perdonen,nosotros nunca vamos- ¡y están todos acá!»

Hoy siguen más fuertes que nunca las murgas, dignas como siempre y mucho mejor preparadas que antes. Al igual que hoy, hubo maravillosos directores de murgas como el legendario Cachela, Pepino, o el preferido en mi niñez y adolescencia: «el Tito» Pastrana.

Si esos directores pudiesen ver a las murgas y comparsas actuales, seguro estoy que no cabrían en sí de satisfacción y felicidad. Aún alienta en ellas el espíritu jaranero de aquella comparsa estudiantil llamada La Troupe Ateniense, fundada, entre otros jovencitos meritorios, por el gallego Víctor Soliño y los montevideanos Ramón CollazoRoberto Fontaina, autor de Garufa, y Gerardo M. Rodríguez creador de La Cumparsita.

La muchachada de hoy, lejos de dejar caer al género carnavalero, le han echado ingenio, entusiasmo, nuevas técnicas y no menos amor que sus viejos maestros. Aquel espíritu de rivalidad que siempre hubo entre comparsas sigue existiendo, y es buena cosa. Las hizo y hace crecer.

¿Acaso, ya en la época colonial, no había competencia entre las distintas tribus de «afrodescendientes«? ¿Acaso no tenían y tienen distintos estandartes, según la nación de la cual fueron raptados? Esos movimientos de estandartes que hoy se agitan al frente de cada agrupación negra o lubola, y que identifican la lejana procedencia geográfica  de cada formación, algún lejano día desfilaron juntas y se disputaban, frente a sus amos, el favor de éstos, que premiaban el mejor accionar de los “abanderados” con golosinas.

No en vano esas primitivas comparsas se llamaron “naciones”: Senegal, Congo, Bantú, Yambo, Kenia… Y se convocaban, unas a otras, “llamándose”, con el telegráfico tám -tám de su tambor. Acostumbraban, por entonces, en una puja entre iguales, intentar encerrar a la comparsa rival con sus coloridos estandartes de seda, en algo así como una afirmación de carácter de conquista, tan presente en sus amos.

El carnaval uruguayo, en su rica variedad, posee vivencias no transmisibles con palabras, por más floridas que ellas sean. Es indescriptible la sensación de estar en «Las Llamadas”, ese desfile de toda la raza negra, (y una minoría que no lo es), por las angostas calles del Barrio Sur, ese barrio tan lleno de vivencias montevideanas, viejo barrio de negros, luego aumentado con oleadas de inmigrantes de todos los vientos del mundo. Es que el Barrio Sur, si bien no fue cuna del tango, nacido a corta distancia en la Ciudad Vieja, parió a no pocos de sus mejores mentores.

Todo el Uruguay disfruta por igual de su prolongado carnaval, el más extenso del mundo con más de un mes de duración. Los grupos son diversos y complementarios. Por aquí los parodistas, allá los “negros lubolos” (blancos con la cara pintada o no). Más allá los humoristas, los payadores, las revistas, los grupos musicales y… ¡yo qué sé cuántos más!, artistas populares con hondo arraigo en el sentir popular. Todos ellos cosechan, si no grandes dineros, todo el cariño y reconocimiento de su pueblo. 

Los cruceros de turismo, que recalan y abundan en nuestra magnífica Punta del Este, no dejan las costas orientales sin bajar a disfrutar del carnaval uruguayo y bailar su candombe. Son un espectáculo en sí mismo los turistas, magnetizados por el incomparable sonido del tambor negroriental. Sin poder contenerse, se contonean al son profundo de los rítmicos tambores uruguayos, que son tres y tienen nombre propio: chico, repique y tambor bajo, o «piano«. El templado de sus parches, membranas popularmente llamadas lonjas o cueros, merece mención aparte.

En plena calle, en el cordón de la vereda, al calor de un fueguito improvisado con unas leñitas, se calienta la lonja hasta su «estire» adecuado. Cada uno de los tres instrumentos tiene su sonido característico y sólo el oído de su tañedor será el juez. Cada cual tiene su técnica de templado, pero entre las más usadas se encuentra el embadurnar con ajo la superficie de la redonda lonja, buscando su impregnación; otros le agregan una pizca de grasa. Pero un candombero de alma no dejará de templar su “cuero”, como impartiéndole su propia esencia… con su propia saliva.

Las Llamadas, si bien forman parte de la movida carnavalera, en pleno verano, tienen autonomía atemporal y son en sí mismas y por derecho ganado, un gran espectáculo sonoro y colorido que, con la complicidad de la noche, crea un clima de misterio ancestral apreciado especialmente por turistas -que coronan así, un día soleado de finas arenas- y por algunos artistas.

Tal vez el más conocido, a nivel nacional, sea Carlos Páez Vilaró, el artista plástico que un día, enamorado de la belleza virgen de Punta Ballena, esa mini península que se adentra en el Atlántico, a tiro de cañón de Punta del Este, fundó lo que hace años se convirtió en el icono más internacional de «Punta»:  Casapueblo. (Leer en GU: El hombre que habitaba un sueño).

Pues bien, el día de Las Llamadas, Páez Vilaró se calza las alpargatas, se encasqueta su gorro, luce la vestimenta de comparsa negra y, colgándose el tamboril al hombro, suma su ¡borocotó, chás-chás! al despertar convocante del espíritu de una de las razas que componen  la familia oriental.

Al cabo de Las Llamadas, las morenas manos sangran. No es metafórico: rasgada su piel por el frenético batir, sangran. Sangran con sangre caliente y tan roja, que no azul, como la de sus antiguos amos.

Ese día Carlos, artista plástico, aumenta su acervo y se convierte, además, en músico intuitivo. El pintor se vuelve parte del cuadro. Es parte viva de Las Llamadas, batiendo el parche con ganas y orgullo nacional.

Es en Montevideo donde toma cabal sentido la frase “alquilar balcones”, ya que los vecinos los alquilan a buen precio para aquellos que no quieren perderse detalle del «Desfile de Llamadas” con su explosión de colorido, sudor y temblar de paredes y muros, que, como un seísmo de mediana intensidad, sacudiese y congregase a los espíritus dormidos de los viejos esclavos.

Aún perdura, en el desfilar de las negras comparsas de tamborileros, como un añejo homenaje a ellos, el paso rítmico de sus integrantes: mientras las preciosas negras y ágiles escobilleros, «achacosos» gramilleros e «insinuantes» mamas viejas se contonean a gusto, los grupos de tamborileros, llamados cuerda de tambores, avanzan con un paso cansino, como con dolor, todos a un mismo ritmo

Liturgia idólatra similar, quizás, a la que en Sevilla o en Sanlúcar, hace avanzar a los costaleros bajo el agobiante peso y Paso de las sagradas figuras. Esos Pasos, emocionantes de ver en las callecitas angostas y floridas de Andalucía, encuentra su parangón pagano en estas riberas platenses. El paso corto y dolido de los candomberos recuerda los duros tiempos de la esclavitud, cuando los pobres esclavizados, en trágica procesión, avanzaban con una pierna engrillada a una única e infame cadena.

El admirable Alfredo Kraus, emulando la dicción uruguaya, inmortalizó en ¡Qué Carnaval!  este popular festejo. Su autor, Salvador Ruiz de Luna, celebrado compositor español, sabía bien de qué hablaba.