galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EL LENGUAJE DE LAS PIEDRAS DE SALSIPUEDES

Por J.J. García Pena

— ¡Mirá , Frutos, a tus soldados matando amigos!

El rabioso reproche, doliente grito de condena eterna y estupefacción incrédula y sorprendida ante la cobarde traición, quedará flotando en la Historia. Mis ojos recorrieron el entorno, buscando testigos que me hablasen.

— ¿Por qué no golpeaste al jinete armado y asesino, con tus puños de hielo y la espada de tus rayos? ¿Por qué no lo cegaste en un mar de polvorosa ira y no lo derribaste de su cabalgadura con tu tenaz aliento, ardoroso y estridente? 

Recibí la esperable respuesta, digna del tan lejano como esquivo cielo, falso y veleidoso como su color: 

— Creo recordar que eran todos hombres, todos humanos. ¿Cómo distinguir a unos de otros? -me contestó con altivez.

— Al victimario ya te lo describí. Sus víctimas corrían inermes, pisoteadas por los cascos de los caballos y lanceadas con furor por las bestias que los montaban; ¿cómo no distinguir entre lava hirviente y pájaro enjaulado, entre sañudo tigre y ciervo espantado?

Me contestó con otra interrogante:

— ¿Podrías tú, ante un hormiguero, discriminar las obreras de las hormigas soldados?

— No, no sabría. Pero soy humano. No juego a ser cielo. -le contesté con burlón desprecio.

Y con dura mueca de desprecio alejé mi mirada de él. La oscura y achaparrada silueta del bosque nativo, a orillas del arroyo que le da vida, forma cerrado monte.

— Sarandíes, coronillas, talas, ¿por qué no creasteis natural coraza en la cual parapetar al perseguido? -inquirí.

—Lo hicimos, -respondió el hirsuto tala- pero sus cancerberos los acosaban tan de cerca que nuestras cortezas y púas arrancaron pieles de leche y bronce por igual.

Casi doscientos años más tarde mi brazo izquierdo conoció el dolor de las salvajes dobles y triples púas del tala. De un golpe, de un solo golpe atroz y voluntario las clavé, por entero, en mi carne… Fue una fugaz mirada al horror de ese día nefasto.

Pero jamás sabré que sintieron aquellos hermanos de especie al ver a sus hijos, a sus mujeres, a ellos mismos, con los rostros y muslos lacerados, los ojos, los cuellos, los testículos, los labios, los pechos desnudos sangrantes, cortados y desgarrados por las crueles púas, que no supieron hacerse a un lado y cerrarse luego, como en el cuento bíblico el mar, para salvar a los perseguidos en su propia tierra.

Esta vez el mago no repitió su truco. No era el pueblo elegido. Un precario émulo de Moisés dio diversión y lástima en París. Quizás el crucificado por sedición hace veinte siglos haya sentido la misma orfandad:

— ¿Por qué me has abandonado…?  -dudó.

Miré al suelo.

Verde sobre verde. Y más verde hasta el horizonte.

Apuñalé la tierra para ver debajo, en las raíces.Tal vez ella sí me contara, de primera mano, lo que yo sabía por otros.La olí.

La sangre que la empapó ese día era humus fértil. No pude, no supe distinguirla de entre otros ricos abonos. Solo percibí el olor dulzón de la parda muerte, que se renueva en vida verde.

El olor de todas las tierras.Nada más.

Entonces… miré al arroyo.

Lento corría y murmuraba su letanía de siglos moliendo piedras, produciendo arena. Negra arena del Salsipuedes. Como cuentas de negro rosario.

Nada. No quedaba nada. Nada que recordase la infamia.

Como si no hubiese sido.

¿Habrían mentido los historiadores, los cronistas de época?

No es frecuente. Menos, aún, en defensa de los perdedores.

Me fui.

Tres veces me alejé y otras tres regresé a su cauce. Cuando le daba la espalda aumentaba su rumor. Al tercer giro lo entendí. Alcé del quebradizo lecho rocoso una oscura piedra, negra de hierro y limo negro.

Pensativo, me alejé del arroyo. Ya no se empeñaba en llamarme. No volví la vista atrás.

Meditando contemplé, largamente, el pesado y húmedo guijarro. Entonces supe lo que el Salsipuedes me reveló.

— Contra mí se abrió la cabeza del niño que cayó de los brazos de su madre cuando su ciega huida la frustró el sable artero y cobarde que la desnucó.

El duro y negro sedimento, lejos del cauce y expuesto al sol, se secó entre mis manos. Sin embargo, volvió a humedecerse.

Negras y duras son las enlutadas piedras del Salsipuedes.

No tanto como el corazón de quienes convirtieron una referencia geográfica en abominable sinónimo de ruindad humana, so pretexto, una vez más, de “civilizar”.

¿Cuántos Salsipuedes han sido o son y desconocemos?

¿Cuántos más acechan el porvenir de nuestra Humanidad?

La piedra no volvió al río.