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EL NACIONALISMO

Albert Einstein, cuando en 1929 le preguntaron si era alemán o judío respondió: “Es posible ser ambas cosas. El nacionalismo es una enfermedad infantil. Se trata del sarampión de la humanidad”.

Por J.J. García Pena

Probablemente alguien lo haya pensado mucho antes y también algo después que el muy sabio -y por tanto, sencillo- Einstein. Otro judío aún más sencillo que Albert lo resumió con otras palabras, tan incomprendidas antes como ahora, y por ello perdió su vida:

— Ámense los unos a los otros.

En nuestra ceguera supersticiosa preferimos entender:

— Ármense los unos contra los otros.

Ignoro quién dijo esta última frase, pero se la tomo prestada. El nacionalismo -todo nacionalismo, ya sea el de una tribu de Nueva Guinea o el de quienes en plena Europa del siglo XXI se tienen por «civilizados», es equivalente al estadio evolutivo del animal que marca los límites de su hábitat orinándolos

Si somos nacionalistas no nos gustará la comparación y nos parecerá que nos están insultando. Pero en eso -ni más ni menos que en orinar las esquinas- se basa cualquier nacionalismo. Ojo, no confundirlo con el legítimo e intransferible amor a nuestra cuna.

La falacia del nacionalismo se derrumba por sí sola: los descendientes de los emigrantes, por más que se nos parezcan y nos respeten, amarán y defenderán más que la nuestra (o únicamente) la tierra en que abrieron los ojos. Es la impronta natural presente en infinidad de seres vivos. No conservamos la memoria de cuando vivíamos en la sabana africana, pero de allí venimos todos, negros, azules y blancos albinos. Sin embargo, nadie se molesta en arrogarse el «derecho» a reivindicar ese lejano origen común.

Sabemos que somos tan biológicamente vulnerables, que necesitamos creer (y sobre todo hacer) que nuestro grupo, étnico, tribal o nacional, tiene virtudes y características positivas negadas a los demás colectivos humanos.

Claro que también ellos intentarán hacernos creer en las inexistentes excelencias de su linaje. Hasta tenemos un dios de cabecera particular. Pero tanto «los otros» como nosotros nos esforzaremos por ocultar, mitigar o -cuando no es posible ni lo uno ni lo otro- justificar nuestras injustificables vergüenzas nacionalistas.

Es esta la mejor prueba de que unos y otros somos la misma cosa imperfecta y falaz. Nadie reconoce haber tenido -mucho menos tener- en sus filas sociales traidores, violadores, usureros, asesinos, ladrones, destripadores, arribistas o abusadores. Esos son males propios de los demás colectivos políticos, nunca del nuestro, tan impoluto y probadamente recto. Solo admitimos tener héroes y santos en nuestras filas. Parodiando a Yupanqui diríamos que «las virtudes son de nosotros, los defectos son ajenos».

Sí; todo nacionalismo exacerbado es signo de inmadurez.  Después de todo, es de sentido común el aserto de Einstein… es una enfermedad infantil. O quizás sería mejor definirlo como una simple y natural inmadurez emocional. Nuestra especie ya no está en las cavernas, pero solo nos hemos alejado diez pasos de su entrada.

La piedra que ahora arrojamos con arco es la misma que antes arrojábamos con el impulso del brazo, como nuestros primos, los monos. La piedra-sonda -la Ciencia, nuestra hija- así impulsada, viaja más veloz y más lejos que nuestro cuerpo peludo. Y tal novedad -es lógico- nos desconcierta. También nos desconcertó hacer fuego. Pero lo dominamos y con él, al resto de las bestias.

Un día ambas velocidades -piedra y mente- se equipararán y el nacionalismo habrá quedado atrás, tan obsoleto como las armas de pedernal. Para entonces y por primera vez en su Historia, los humanos seremos seres educados, no adoctrinados.

Sí; lo del genial Einstein es puro sentido común. Lo cual, evidentemente, convierte al sentido común en un bien harto escaso -por ahora- en nuestra emergente y pilosa especie.