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EL PACTO DE LAS CUMBRES

El 13 de octubre próximo se cumplirá medio siglo de la conocida Tragedia de los Andes, un accidente de aviación al que, de 48 personas que iban a bordo, solo sobrevivieron 16, tras 72 penosos días en los que hubieron de practicar el canibalismo. Esta es la historia que más conmovió al mundo, por encima de cualquier otro accidente aéreo. 

Por J.J. García Pena

Siempre fui fastidiosamente inquisitivo y no poco bobalicón. Quizás por esa desaforada manera de cuestionar dudaba de todo lo que no entendía. En eso estaba cuando, a mediados de octubre de 1972, un suceso hizo historia: un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, con pasajeros civiles, había desaparecido en la cordillera de los Andes.

Recuerdo que pensé:

—- ¿Por qué de la Fuerza Aérea si hay vuelos regulares a Santiago?

—- No habría cupo para un grupo de 45 personas. -me dije. 

Toda una delegación de juveniles jugadores de rugby acompañados por familiares, se había siniestrado, aunque se desconocía su paradero preciso. Solo se conocía que había sido en algún punto entre Mendoza (Argentina) y Santiago de Chile, menos de 200 kms en línea recta, que se cubren normalmente en unos 120 minutos de vuelo.

Al paso de los días y de búsquedas infructuosas se fueron disipando las esperanzas de hallar supervivientes.

Debió haber sido horroroso para ellos enterarse por radio que la búsqueda, considerada ya innecesaria, se había abandonado. Se les daba por muertos y por tanto, se quedaban totalmente a su suerte.

72 DÍAS ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE

Pero yo pensé que las condiciones meteorológicas podían haber jugado a su favor. En esa época del año aún es abundante la nieve en la cordillera, especialmente en las cumbres donde se creía podía haberse producido el accidente.

—- Cabe la posibilidad de que la nieve haya amortiguado el impacto y se encuentren supervivientes.

Cuando mediante los medios de comunicación, se dieron a conocer los reportajes con las declaraciones de los primeros rescatados, supe que algo no cuadraba en su relato: 

—- Sobrevivimos alimentándonos de líquenes y avecillas de la zona…

Mi sentido común me indicaba que poco alimento puede extraerse de raspar líquenes adheridos a las rocas y que, a 3.500 metros de altura, las únicas «avecillas» andinas son los cóndores de dos metros de envergadura, especie escasa y difícil de abatir.

Esa «no creíble» información del diario la volví a leer en familia. Al terminar su lectura quedamos un rato en silencio, tras el cual les dije:

—- No pueden haber sobrevivido tantos días en esas condiciones sin consumir carne u otra fuente de proteínas.

Horas antes de esa Navidad de 1972 los uruguayos pudimos ver en directo por TV, la conferencia de prensa que se transmitió desde el gimnasio del Old Christians. El primer orador, recuerdo, fue un sacerdote. Nadie mejor que un hombre de púlpito para exponer los hechos que, a esas alturas, no pocos uruguayos intuían. 

Se buscó y logró, con altura de miras, allanarles el camino y sacar las castañas del fuego a los compungidos y debilitados muchachos. Estaba presente una parte de los supervivientes.  Otros permanecían bajo cuidados médicos. Cuando el cura revivió las palabras de Jesús en la Ultima Cena al repartir el pan y el vino entre sus discípulos, me dije:

– Está a punto de confirmarse mi grave pero lógica suposición… ¡Habían practicado la antropofagia para subsistir.

Ante todo quiero dejar claro que no percibo entre ellos culpables, sino víctimas. Porque, lo confieso, yo hubiese hecho exactamente lo mismo por sobrevivir. No hay nada condenable en su acción de fondo, pasto del amarillismo más desalmado. Todo lo contrario. Honraron la vida intentando conservarla hasta límites intolerables. Por tanto, vaya mi comprensión y afecto para todos ellos y ellas, vivan o no actualmente.

El fatídico vuelo debió cubrir Montevideo -Santiago de Chile en unas tres horas y media sin escalas, pero, debido a las condicionantes meteorológicas, el piloto Julio Ferradas consideró prudente hacer escala en Mendoza, (Argentina) antes de cruzar la Cordillera. Escucho (en silencio y con el respeto que me merece su horrible odisea) a Nando Parrado, que relata algunos episodios previos en tierra y luego ya en vuelo,  en su libro Milagro en los Andes.

«Nuestro avión era un Fairchild F-227 que habíamos alquilado a la fuerzas aéreas uruguayas. Las leyes de Argentina prohibían que un avión militar extranjero permaneciera en suelo argentino más de veinticuatro horas. Dado que casi se nos había acabado el tiempo, Ferradas y Lagurara debían tomar rápidamente una decisión: ¿Despegarían rumbo a Santiago desafiando el cielo al atardecer, o regresarían a Montevideo y pondrían fin a nuestras vacaciones?

Mientras los pilotos sopesaban las opciones, nuestra impaciencia crecía. Ya habíamos perdido un día de nuestro viaje a Chile y nos frustraba la mera idea de perder más. Éramos jóvenes atrevidos, valientes y egoístas, y nos irritaba hacer más cortas las vacaciones, por lo que considerábamos una falta de valor por parte de los pilotos.  No ocultamos esos sentimientos. Cuando vimos a los pilotos en el aeropuerto , nos burlamos de ellos y les silbamos. Fuimos groseros y pusimos en duda su profesionalidad. 

—- Os hemos contratado para que nos llevéis a Chile -gritó alguien. y eso es lo que queremos que hagáis!

 No hay forma de saber si nuestro comportamientoinfluyó en su decisión -sin duda pareció perturbarles- , pero finalmente, tras consultarlo por última vez con Lagurara, Ferradas dio un vistazo al gentío a su alrededor , que esperaba impaciente una respuesta, y anunció que el vuelo a Santiago proseguiría. Recibimos esta decisión con vítores y gran alboroto».

 Prosigue Parrado:

 —- Cambiame de asiento, Nando. Quiero ver las montañas.

Era mi amigo Panchito, que estaba sentado en el asiento del pasillo. Asentí y me levanté. Mientras le cambiaba el asiento, alguien gritó:

—- ¡Piensa rápìdo, Nando!»- y me giré justo a tiempo para atrapar un balón de rugby que alguien me había lanzado desde la parte trasera del avión. Pasé el balón hacia adelante y me dejé caer en el asiento.

Todo a nuestro alrededor eran risas y conversaciones, la gente se movía entre los asientos, visitando a los amigos a lo largo del pasillo. Algunos, incluido mi antiguo amigo Guido Magri, estaban en la parte de atrás del avión jugando  a cartas con algunos miembros de la tripulación, incluido el auxiliar del vuelo, pero cuando el balón empezó a botar por la cabina, el auxiliar se incorporo e intentó calmar el ambiente. Gritó:

—- Dejad ese balón, por favor. Calmáos y volved a vuestros asientos.

Pero como éramos jóvenes jugadores de rugby que viajábamos con nuestros amigos, no queríamos calmarnos. Nuestro equipo, los Old Christians de Montevideo, era uno de los mejores equipos de rugby de Uruguay y nos tomábamos en serio los partidos de competición. Sin embargo, en Chile íbamos a jugar tan solo un partido amistoso de exhibición, así que realmente considerábamos el viaje como unas vacaciones y en el avión reinaba la sensación de que éstas ya habían empezado.

Pero el avión se estrelló en la cordillera de los Andes, a cuatro mil metros de altitud, y se acabaron los juegos.

Era la noche del 13 de octubre de 1972. Según la version official, el copiloto del Fairchild FH-227D estaba al mando cuando comenzó el descenso para el aeropuerto de Pudahuel, en Chile, a pesar de que los instrumentos de vuelo indicaban otra posición. El aparato chocó contra una montaña andina, que le segó las alas en primer lugar, luego la sección de cola y finalmente el resto del fuselaje se deslizó contra el hielo y la nieve de un glaciar. Iban a bordo 45 pasajeros. Los 3 tripulantes y 8 pasajeros murieron en el acto. Otros 18 fueron falleciendo día a día durante 72 jornadas que duró aquel infierno. Sobrevivieron a la tragedia 16 personas y para ello se vieron obligados a recurrir a la antropofagia. Nando Parrado y Roberto Cannesa escalaron sin equipo una montaña de 4.650 metros y fueron capaces de caminar diez días hasta llegar a Chile para contar lo sucedido y salvar a sus compañeros.  

Los muchachos supervivientes, al margen de su atolondramiento juvenil, casi infantil, tenían miedo y conciencia a partes iguales. El miedo les hizo ocultar la dura verdad que -en primera instancia- creyeron sería imperdonable.  Pero su conciencia y su valentía pesó más que su temor. Esa misma conciencia, potenciada por medio siglo de raciocinio y experiencia, los hará liberarse del peso muerto. Si es que aún tuvieran lastre del que desembarazarse.

CONCLUSIÓN

Creo, aunque sin la menor prueba, que el accidente del Fairchild se produjo por imprudentes -aunque no maliciosas- evoluciones temerarias en la cabina de mando de uno o más de los exaltados jóvenes rugbies -«que no querían calmarse»- , sin más intención que divertirse  sin pensar en las consecuencias. La mejor prueba de su inocencia es que, a pesar de ser «jóvenes atrevidos, valientes y egoístas», (o quizás por eso mismo) ninguno hubiese deseado -ni imaginado- ningún daño para sí mismos ni sus familias.

Albur. Vida y muerte en un mismo acto.

El ambiente a bordo del avión era distendido y festivo, según lo relataron ellos mismos. Jugaban con un rebotador balón de rugby y se circulaba entre asientos. Total inconsciencia, (total inocencia, agrego yo) ante el peligro latente.

Todos  sabemos que los jóvenes suelen rebasar los límites de la prudencia y malquerer a quienes los intentan limitar. Según creo, un pacto tácito , no escrito, selló , hasta hoy, las bocas ante el trágico fin. Pero alguno -o tal vez más de uno- de ellos, quiera descargar del todo su conciencia revelando, al final, el secreto mejor guardado -tal vez ya el último- de la cumbre silenciosa.

Vaya mi respeto para todas las cuarenta y cinco víctimas de la tragedia. Porque todo ellos, sin excepción alguna , lo fueron.  Y algunos lo siguen siendo, medio siglo después.