EL TIEMPO EXACTO DE LA FELICIDAD
Por Alberto Barciela
Como bien decía don Antón Fraguas, “una vez superados los 70, cada tres meses es Navidad.” El ilustre escritor, historiador, antropólogo y etnógrafo español, de ideología galleguista, describió con fina ironía la sincera percepción del pasar del tiempo, y eso que lo hizo en un momento de menores premuras que las actuales.
En algún lugar he leído que…
En el antiguo Egipto, los días se dividían en buenos, amenazadores y nefastos, según los hechos que en ellos hubieran ocurrido durante la época en que los dioses moraban en la Tierra. En los días nefastos la gente no podía bañarse, montar en barca, viajar, comer pescado ni nada que viniera del agua. Tampoco se debía matar una cabra, un buey o un pato, tener trato carnal con mujeres, so pena de infección, escuchar canciones alegres o pronunciar el nombre del dios Seth, que tenía fama de pendenciero”.
Posiblemente, el referido apunte, en el que no se refleja qué hacer en las jornadas alegres ni tampoco en las intimidantes, se corresponda con un augurio propio de hoja de calendario, de esas que caen cada 24 horas, como en un otoño permanente, sin aportar más que una cita vacua.
El tiempo va con nosotros, nos lleva. No sirve medirlo ni intentar detenerlo; tampoco coleccionarlo como los relojes; siquiera valdría infusionarlo a las 17,00 en punto, con pastas; como no vale otorgarle a un viaje la duración exacta de nuestros ahorros. No, ni los relojes deportivos corren más, ni adelantan mejor. Ni la precisión en la caza se debe al reloj de cuco, ni la falta de puntería obedece a la orden de retrasar los artilugios de palacio para que la práctica cinegética durase media hora más, como ordenó Eduardo VII de Inglaterra. Ni sobra un día por dar la vuelta al mundo, como se conoce por el Enigma de Pigafetta, un explorador, geógrafo y cronista al teórico servicio de Magallanes. Ni nunca dejaron de existir las 240 hora -es decir, diez días- que Felipe II abolió mediante una pragmática.
La historia se adorna de disimulos, se cobija en ademanes de los historiadores comprados, adulterados en sus propios vicios e impericias. La narración establece atajos, se adentra en túneles que duran siglos, establece telones y decorados, se queda con la anécdota. Para siempre, solo muere el que muere. Por fe, que no por razón, se puede hablar de eternidad, pero créanme, la posteridad cada vez dura menos.
En lo relativo, en un nuevo año hay que proponerse disfrutar de cada momento y compartirlo con la familia y los amigos. Y para hacer lo que se hace en esos casos, hablar del tiempo sin caer en conversaciones sobre climatología o política, que suele resultar un absurdo por lo evidente del frío o la lluvia o la incoincidencia ideológica, sirva una anécdota narrada por Eduardo Blanco Amor: “No sé es como interpretar un letrero que he visto a la puerta de una taberna, en el barrio del Cerro de San Cristóbal, que dice así: “Se sirven onces todo el día”. Ese imperialismo de la hora once cubriendo todo el cuadrante ya me desasosiega. Claro está que siempre hay un precedente para todo. En una villa andaluza, visitada por ingleses aficionados a las ruinas, un mesonero muy listo, que se había propuesto aplastar a su competidor, puso un letrero que decía así: “Five óclock tee”. Pero se vio retrucado al día siguiente por el otro, que hizo pintar en su fachada: “Five óclock tea, a todas horas.”
En la vida, el principal negocio, lo pragmático, es aprovechar la oportunidad, estar a la que se celebra, permanecer muy atento al propio discurrir y al de los que nos rodean, todos con sus circunstancias. Si es así sabremos responder con el ingenio del pintor Urbano Lugrís, que cuando llegaba tarde al trabajo, y lo hacía siempre, una vez le preguntaban las razones, contestaba impasible:
—- ¿Cómo quiere que llegue a las nueve de la mañana si me levanto a las once?
Posiblemente él fue quien sugirió la hora fijada en el cartel al que alude Blanco Amor. Entre gallegos ya se sabe que nunca se sabe, eso decía García Márquez.
Salud y felicidad a todas horas. Eso les deseo.