galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

EN GALICIA NO LLUEVE

Por Juan Tallón

Cualquier paisano sabe que en Galicia no llueve. Y por eso las cosas importantes las hacemos siempre al aire libre: el churrasco, el carnaval, las procesiones, la feria, los pregones, los fuegos del Apóstol, la Santa Compaña, el pastoreo, la tertulia, el consumo de drogas. Naturalmente, también las verbenas. Un gallego medio, entre los ocho y los noventa años, puede citar veinte nombres de orquestas sin despeinarse. Son nuestros ríos. Panorama, París de Noia, Capitol, Cinema, Charleston Big Band, Filadelfia, Costa Oeste, Olympus, Sintonía de Vigo, Gran Parada, Los Satélites, Marimba, Gran Atlanta, Palladium… Hay más de trescientas para amenizar nuestras tres mil celebraciones populares al año. Estas son el tipo de cosas —y que procuramos tener un pozo ilegal para regar la huerta cuando el ayuntamiento nos corta el agua— que avalan que en Galicia no llueve. Y no las estadísticas. El abuso de la estadística, como decía Borges, conduce a la democracia. En todo caso, si resulta que la estadística es la solución, yo soy partidario de poner las cosas en su sitio: la serranía de Grazalema, en Cádiz, entre la sierra del Pinar y la depresión del Boyar, es el área de mayor índice pluviométrico de España. Eso es así. Grazalema recoge un registro anual de 2200 litros por metro cuadrado de media. Es decir, para tediosos chubascos, Andalucía.

No vamos a ocultar que durante décadas, tal vez siglos, se extendió la creencia de que en Galicia llovía sin parar, como si fuese una mentira acogedora. Pese a que nuestro himno lo desmentía, tácitamente. Ni una mención a la lluvia. Ni a un día nublado, gris o frío. En realidad, en la primera estrofa, se canta a la «costa verdecente, do prácido luar», y en la segunda a su «verdor cinguido de benignos astros, confín dos verdes castros e valeroso chan». Somos, traducido, un prado soleado y palpitante, con vistas al feliz mar. El siguiente himno gallego, surgido de la movida de los años ochenta, al fin nos deja intuir la pura verdad. Es ese minuto de 1986 en el que Os Resentidos de Antón Reixa cantan que en Galicia «Fai un sol de carallo». Ni que decir tiene que la canción se radió en todos los diales de España, y ese año se despacharon treinta mil copias del disco. Algunos al fin se rindieron a la evidencia.

Pese a todo, la idea de que en Galicia llovía caló. Casi nadie quiere la verdad en el desayuno. En los peores momentos del dogma, existieron hasta siete fábricas de paraguas en la comunidad. Es sabido que a veces, en el curso de una vida, solo tienes tiempo para las cosas inútiles, y nuestros emprendedores, vagamente erráticos, se lanzaron a invertir en un negocio que parecía próspero. Si llovía tanto, lo normal parecía protegerse mucho. Pero la realidad era otra. Después de todo, como advirtió Antonio Machado, la realidad también se inventa. Ineluctablemente, las fábricas fueron despareciendo una a una, como lágrimas en la lluvia. Y hoy solo queda en pie Paraguas Carballo, fundada en A Coruña, calle De la Torre, por un señor de Ourense. Allá por 1952. En realidad, trabajan con una idea de paraguas no tanto para el agua, como para la mode. Los fabrican con «un mango de madera noble, un varillaje bueno y resistente y una buena tela de poliamida». Es decir, un capricho de ciento veinte euros, que nadie echaría a perder abriendo bajo la lluvia. El género que despachan en Paraguas Carballo es «un complemento elegante, como lo puede ser un pañuelo de seda o un magnífico bolso de piel», admitía en una entrevista uno de los nietos del fundador. Creían en el paraguas como un adorno para los días en que la lluvia representa una vaga sospecha, nada más. Sería atroz echar a perder el complemento bajo un vulgar aguacero. En Galicia nos tomamos el paraguas como una bella ficción, sin más valor práctico que el monóculo. Hablando de monóculos, yo mismo tengo uno. Nunca lo uso para ver mejor, sino para parecer idiota y pretencioso ante ciertas visitas los domingos por la mañana.

Cosa distinta resultan las sombrillas. Son eminentemente prácticas. Todo gallego —así viva en un lugar remoto del interior— transporta una sombrilla en el coche. Sombrilla y papel higiénico. Por lo que pueda pasar. Paraguas Carballo las vende como si fuesen para comer. Se las quitan de las manos. Porque a la postre, como decimos, en Galicia tenemos sol y calor a raudales. No quiero resultar cargante con la estadística, pero es pertinente aclarar que solo en el último verano Ourense y Vigo alcanzaron sensaciones térmicas de cincuenta y cincuenta y dos grados centígrados respectivamente, según el departamento de Geografía de la Universidad de Santiago, que tomó como base la temperatura del aire, la humedad, la velocidad del viento, la radiación solar así como la bioclimatología humana y el índice de temperatura fisiológica equivalente. «Hablamos de una sensación equivalente a la de estar en el desierto del Sahara», expresó uno de los responsables del estudio. Eso es Galicia, un desierto con ríos y grifos, un lugar bello y absurdo, en el que Manuel Fraga inauguraba cascadas naturales.

En sus largos días sin lluvia, Galicia de vez en cuando se arroja a las llamas, al estilo de un mito griego. Es un impulso suicida, como esas personas que escuchan un pitido a todas horas en un oído que nadie más oye, y del que solo se libran arrojándose a las vías del tren. Cada verano, hartos de que no llueva, intentamos suicidarnos con un mechero. Entre los años 2001 y 2011, si en España se produjeron 187.239 incendios —perdón otra vez por la estadística— solo en Galicia se registraron 78.765. Es una forma de locura.  A mí me recuerda a El extranjero, de Camus, donde nunca llueve y sus personajes vagan todo el tiempo bajo un sol tremendo. Me gusta creer que el protagonista no es Meursault, ni la ausencia de moral, sino el sol. Esa luz afilada, ese calor que suelta, y que persigue a Meursault desde que entierra a su madre hasta que, ya en la playa, todo su ser se tensa y su mano se crispa sobre el revólver. «El gatillo cedió —dice—, toqué el pulido vientre de la culata y fue así, con un ruido ensordecedor y seco, como todo empezó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día».

Nuestro clima seco y benévolo moldeó nuestros hábitos, inevitablemente. Estamos en esa fase de la evolución en la que cultivamos kiwis neozelandeses. Me temo que ya solo los grandes ritos religiosos, como la eucaristía o el tute, se resisten a la intemperie. Será cuestión de tiempo que se rindan y salgan con las manos en alto. Ni siquiera el desnudo es algo que en Galicia tratemos en la intimidad. Nuestro nudismo es pionero y célebre, aprovechando el clima, precisamente. Empezamos a desnudarnos porque nuestro cuerpo reclamaba libertad, y porque no nos acatarrábamos. Nos desvestíamos acorralados por este calor perpetuo, asfixiante, a veces algo triste, y como quien se quita un peso de encima. De alguna manera, constituía un ritual para invocar a la lluvia. No somos muy distintos, por esa vía, de los cherokees o los zuñis.

Aún no había acabado la dictadura cuando nuestros nudistas ya se hacían detener en la playa de Barra, en Cangas. Después llegó el famoso episodio de 1983, en la playa de Baroña (Porto do Son), cuando un grupo de intelectuales y políticos se manifestaron en pelotas para reclamar su derecho al cuerismo y denunciar las primeras atrocidades urbanísticas en la costa. He ahí otra de nuestras actividades favoritas a campo abierto y seco: la destrucción del territorio y la corrupción. En el grupo había sociólogos, concejales, doctoras, filósofas, fotógrafos, historiadores. Cosecharon cierto éxito, incluyendo el calabozo. Uno de sus lemas era «Mente sana y no corrupta, en cuerpo sano, honrado, soleado y despelotado». En las fotos de esos días se les ve en cueros y con paraguas, para combatir la radiación solar, y acaso unas gotas rendidas a su invocación. Manuel Fraga llegó a dirigir a los nudistas el calificativo de «pendones», que delataba cariño y asco a la vez. Fraga. Precisamente Fraga. El Fraga cuya leyenda lo sitúa, en un día de calor espantoso, desnudo en una playa de Galicia, en compañía de Pío Cabanillas, cuando los dos eran todavía ministros de Franco. «Oye, Manolo, por qué no nos bañamos», le propuso Pío, desprejuiciado, en una de esas tardes vacías y solariegas en las que a veces cae un ministro. Ninguno llevaba bañador. Fraga no acababa de verlo claro. Pero su amigo lo convenció. Tenían ante sí un arenal solitario. Se bajaron del coche y se metieron desnudos en el agua. En ese momento, llegó a la playa un autocar con una excursión de alumnas de un colegio de monjas. Manuel Fraga fue el primero en salir despavorido, tapándose los huevos, con un instinto católico muy acentuado. Detrás, Pío Cabanillas le gritaba: «¡Manolo, la cara, la cara, los huevos no, la cara!».

JUAN TALLÓN