ENTERARSE DE LO QUE SUCEDE NO ES PERDER EL TIEMPO
«O nos salvamos juntos o perecemos” . Este debiera ser el mantra a no perder de vista; sin una cultura educativa equitativa, los conflictos irán a más.
Por Manuel Menor
La aceleración del tiempo, es decir, la percepción subjetiva que tenemos estos días de lo que pasa a nuestro alrededor o de cómo nosotros pasamos por situaciones cambiantes, es tan fuerte que corremos el riesgo de equivocarnos en la apreciación de la coyuntura en que andamos. A cuantos se encuentren en edad adulta o en esa que, para ocultar la vejez, suele publicitarse como “tercera edad”, les parecerá que nos encontramos en un torbellino de final impredecible y difícil reconducción.
En tal consideración entrarán, junto a decepciones personales de la “experiencia”, asuntos últimos en que hablar de “nueva normalidad”, durante la pandemia de la Covid-19, aliviaba la tensión que parecía traslucía la calle, a veces desierta de vida. Se incluirá, asimismo, el creciente peso de cuanto está trayendo consigo la guerra rusa en Ucrania en los casi últimos 100 días, con efectos inducidos en nuestro consumo diario de energía, recursos y alimentación, más sus derivaciones en empleo y alteraciones de lo que entendíamos estándares básicos en el “progreso” y “calidad de vida”.
NATURALEZA Y CULTURA
Los modos de mirar tanta regresión dependen en gran parte de juicios y recuerdos previos que llevamos encima. En la conjunción actual de ingredientes, muchas personas solo verán que no los controlamos; es posible, incluso, que los vean como algo dado, dependiente de fuerzas que han estado siempre ahí, como los penedos de la orografía gallega, que entre que nacemos y morimos parecen inalterados y estáticos, sin que se deba a nuestra voluntad su presencia en el paisaje. Con todo, separar, distinguir, comparar, clasificar y considerar qué es lo imponderable y qué depende de acciones u omisiones en que estamos de algún modo involucrados, es lo que diferencia la racionalidad de la irracionalidad. Lograr hacerlo con más acierto o menos es algo que debemos básicamente a las pautas socioculturales que transpira el pensar, proceder y actuar de cada quien, y en gran medida son responsabilidad propia.
No debiera ser el momento para que cada cual insista en mirar su ombligo como el centro del mundo y, a continuación, radicalizar el sálvese quien pueda. Lo que muestra la evolución de las especies -y la de los humanos desde antes de Lucy, en el valle del Rift- es que hay momentos cruciales en que salvarse y salir airosos no es competencia de los más fuertes de la manada, sino de la capacidad de solidaridad y trabajo conjunto de todos. Quienes tienen en su mano un control grande de poder, de comunicación con los demás o de monopolio del conocimiento y su difusión, tratan de darle la vuelta a este principio haciendo valer la diferencia que les da el ser ellos quienes se aprovechan de las sinergias de los demás. Pero esa actitud monopolística no significa que tengan “la razón”, sino solo capacidad para seguir imponiendo modos de aprovechar al máximo, en provecho propio, la extracción del valor del trabajo de la colmena. Anhelan que los recipiendarios de sus adoctrinas se inclinen, entretanto, por el puro escepticismo de que lo que sucede ha sucedido siempre, el homo homini lupus y demás monsergas que nos inclinen a ver “lo que hay” como el único horizonte posible. Por ese camino, el momento actual de “valle de lágrimas” volverá a conducir a donde otras veces, en que el miedo a la libertad de pensar y ver ha sido sustituido por el miedo al otro, al diferente, y a mirar el futuro por un agujero bien conocido: los fascismos.
John Dewey advertía en 1940, en Libertad y Cultura, que el riesgo para la democracia no estaba en los totalitarismos de otros, sino en la “existencia en nuestras actitudes personales y en nuestras propias instituciones, de aquellos mismos factores que en esos países han otorgado la victoria a la autoridad exterior y estructurado la disciplina, la uniformidad y la confianza en el líder”. No les extrañe, por tanto, que, en los años que nos tocaron de ese cariz, entre los expurgos de bibliotecas -y en bibliocaustos como los que se hicieron públicamente en muchas de nuestras ciudades-, este autor americano fuera uno de los preferidos a quemar; también debiera ser más conocido el poco interés demostrado, después de la CE78, por tener una educación realmente pública, acorde con los intereses de todos.
VOLVER A EMPEZAR
En momentos de duda y escepticismo como el actual, en que lo fácil es renunciar a toda posibilidad de arreglo satisfactorio de lo que parece un desastre absoluto y sinsentido, es muy pertinente volver los ojos a una educación de calidad, en que, sin distinciones de clase, se priorice lo que afecta a los ciudadanos por igual. Para “torcer la flecha del tiempo”, que dice George Latour, se ha de partir de otras narrativas capaces de crear pensamiento positivo, favorable a la vida de todos. No todo relato vale y menos el que ampara una anfibología rentable a los dictados del “Dios mercado”. En la educación que tenemos en España, se advierten hoy presencias de este tipo, que distorsionan el desarrollo de un sistema escolar justo. Disfrazar de “interés general” el uso de recursos públicos contrarios a la enseñanza equitativa pretendiendo un estatus privilegiado en el sistema, alimenta una bipolaridad anacrónica ante un mundo cada vez más plural; y situar alegremente el consumo educativo entre las cosas a comprar para distinguirse, no mejora su valor democrático, por más que del conflicto de intereses saquen provecho rentable unos pocos.
El relato dominante de lo que sucede entre Ucrania, Rusia, Europa, EE UU y por supuesto España, es una ocasión perfecta para ver de qué va, en un asunto de tan graves consecuencias para todos, disfrazar las palabras. Los relatos que oímos no desmerecen de los de cualquier otra época en que los prejuiciados intereses distorsionaban toda veracidad. Se repiten en las narrativas de los hosteleros, pese a que los ruidos y molestias que generan las extensiones de sus dominios sobre las aceras de las ciudades produzcan un manifiesto deterioro de la convivencia vecinal. E igual sucede con el falso debate en torno al currículo a estudiar por los adolescentes actuales cuando transitan por el Bachillerato; a muchos de los que hablan o escriben en torno a una Historia de España de todos, lo que menos les importa es que sea científicamente veraz y pedagógicamente útil para que política y educación –la politeia y paideia aristotélicas- no desentonen.
Todo indica que, en el camino democrático a recorrer para resolver los problemas comunes, falta mucho por andar. Para generar en la educación de todos una cultura de hacer bien las cosas, sin despreciar a nadie, lo más arduo –después de los 44 años últimos- es admitir que incesantemente se ha de volver a empezar, como ya decía Celso Emilio Ferreiro en Longa noite de pedra (en 1962).