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¿ES NECESARIA OTRA TRANSICIÓN POLÍTICA?

Separación real de poderes, listas abiertas, segunda vuelta, gobierno del más votado, control de los gastos electorales, transparencia en la financiación de los partidos políticos, límite de mandatos e inmunidades, no manipulación de los medios de comunicación públicos, son cuestiones trascendentes para alcanzar una democracia de mayor calidad…

¿Puede liderar Alberto Núñez Feijoo un nuevo consenso entre partidos?

Por Alberto Barciela

Tras el palio llegó el dispendio. España solo tuvo alma en la transición de Tarancón y en la paternidad de Alfonso Guerra, que escogió tal nombre para su hija. Desde Suresnes, y tras el 23 F, se impuso la ideología naíf del PSOE, un tanto ingenua para las credulidades que se mantuvieron adscritas al dogma lo que dura una peseta, hasta 1992, momento en que empezó a aflorar el dispendio de los petos públicos. En todo el proceso, desde la muerte de Franco, hace casi cincuenta años, y la aprobación de la Constitución, aparecieron duques alabados por sus delgados cuñados, reyes baratos y animosos, aristócratas reales y mancos, elefantes blancos y otros cazables, políticos nada ecónomos, zapateros, aznares y marianos, con iluminaciones, levitaciones y asombros. Completaron la procesión autónomos jesuitas vascos y pujoles porcentuales, vicepresidentas ambiguas, bajitas las unas, europeas las otras, podemitas los más olvidables.

De una u otra forma, la democracia, con sus injustos y sus ángeles, nos salvó. Pero ahora, en plena descreencia populista, puede que nos condene. Los pecados de algunos son mortales de necesidad, inconfesables, inexpiables, así con X, como la del GAL. El expurgatorio de nada sirve más que para un rato.

En democracia, el sentido de acierto de los muchos es difícil de refutar. Casi tanto como la idiocia o la imbecilidad colectiva, seguidista, sin más criterio que los que se atribuyen y contentan, teóricamente cada cuatro años, con un único derecho: el voto.  La consideración es que la equivocación colectiva actual más que posible es evidente. La razón de las mayorías es un reconocimiento democrático lo que, lejos de resolver el debate reflexivo sobre el sistema, lo eleva de categoría hasta convertirlo en un enigma de eficacia, en un mito, en un dios objetable, con templos y adoradores mínimos en Moncloa y antes Galapagar. El sacrificio del pueblo no compensa.

Los votos son iguales. Pocos se atreven a plantear que no es así, que la formación y la información -hoy denostada por el abuso de las redes- influyen en la calidad de cada sufragio.

Nadie habla del racismo del voto, de exclusión, de desigualdad. Pero los desafíos que plantea el asunto son formidables.

La reiteración de las rutinas y los usos democráticos, las manipulaciones en red, las verdades construidas, nos sitúan ante retos colosales. Un sistema más racional tiene que ser posible, como la construcción de consensos saludables o la adaptación a la digitalización.          

Separación real de poderes, listas abiertas, segunda vuelta, gobierno del más votado, control de los gastos electorales, transparencia en la financiación de los partidos políticos, límite de mandatos e inmunidades, no manipulación de los medios de comunicación públicos, son, entre otras, cuestiones pendientes y trascendentes para alcanzar una democracia de mayor calidad, un Estado de mayor eficiencia y un bienestar seguro para todos los ciudadanos, piensen como piensen y vivan en donde vivan.

Cada día recibimos miles de impactos informativos, opiniones, cotilleos, rumores, especulaciones, propósitos, intenciones, conspiraciones reales y guionizadas, más propias de la industria creativa que de una vida común y corriente.

Nuestra sociedad, con todas sus virtudes y corregibles defectos, bien merece prolongarse en el respeto, la convivencia y el bienestar. El método consiste en apoyar a los mejores y confiarles las reformas de un sistema útil e imperfecto en el que todo parece haberse tornado frágil. A la democracia hay que responder con más democracia. Otra transición en consenso, quizás liderada por Alberto Núñez Feijoo, ha de ser posible. Eso creo.

ALBERTO BARCIELA