FLORENCIO SÁNCHEZ, RETRATISTA GENIAL
“El colosal pote platense apoyaba dos de sus irregulares patas en Montevideo y Buenos Aires, y estiraba monstruosamente la tercera sobre la mar, hasta alcanzar la vieja Europa”.
Por J.J. García Pena
El periodista y dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez, primogénito de trece hermanos, nació en Montevideo en 1875. Casi de inmediato sus padres deben mudarse al departamento (provincia) de Treinta y Tres donde sus primeros años transcurrirán en un medio profusamente rural, influencia que tan provechosa le resultaría en su dramaturgia vernácula y que se enriquecerá aún más al trasladarse, ya adolescente, a la ciudad de Minas, otra zona bucólica aunque más cercana a su nativa Montevideo, y en cuya Junta Económico-Administrativa el joven Florencio comenzará a trabajar de escribiente mientras publica sus artículos en el minuano La voz del pueblo. Aficionado al teatro, el juvenil Sánchez escribe alguna obrita e incluso se le atreve al proscenio.
En 1892, con apenas diecisiete años, se traslada a Argentina. Su plaza en el registro de huellas dactilares de La Plata lo pone en contacto directo con el mundo del hampa y la tipología del delincuente, con su accionar y su argot, caudal informativo que el futuro dramaturgo incorporará a su creciente bagaje de experiencias.
Una de las tantas crisis económicas en la vecina orilla echa el cierre de la Oficina de Estadísticas en 1894, haciéndolo retornar y emplearse, sucesivamente, en las redacciones de El Siglo y de La Razón, de Montevideo. Al producirse en 1896 el “alzamiento de Aparicio”, Florencio, joven e idealista, cumpliendo con la tradición “nacionalista “de sufamilia se suma, en 1897, a las montoneras revolucionarias del caudillo “blanco” Aparicio Saravia. Derrotada la sublevación, denuncia en El caudillaje criminal en Sud América y Cartas de un flojo, el horror que presenció en la liza y que lo decidió -tras un breve refugio en la cercana frontera brasileña- a volver, desencantado y asqueado, a Montevideo, retomando el periodismo y abandonando cualquier futuro partidismo violento.
Oigámosle, a modo de descargo de conciencia, un horroroso pasaje testimonial -de los más leves- de cómo se ejecutó, bárbaramente, a un grupo de 300 prisioneros que, encerrados en un corral de piedra, fueron sacados” uno por uno, a lazo, para desjarretarlos y degollarlos como reses…”
Jamás hubiese imaginado tanto espanto en sus líricas tertulias montevideanas del café Polo Bamba o en la bohemia” Torre de los Panoramas”, de su compatriota el poeta J. Herrera y Reissig. Ahora, consciente del atraso de la sociedad oriental, lejos de glorificar su propia herencia socio genética, la fustiga duramente en su ¡Orientales y basta!:
“Nacidos de chulo y charrúa, nos queda de la india madre un resto de sus rebeldías indómitas, su braveza, su instinto guerrero, su tenacidad y su resistencia, y del chulo que la fecundó la afición al fandango, los desplantes atrevidos, las dobleces, la fanfarronería, la verbosidad comadrera”.
En 1901 de nuevo deja Montevideo y retorna a la otra orilla.
Ya no tomaría parte en la insurrección armada de 1904, nuevo choque fratricida que se zanjaría con la muerte del propio Saravia.
El argentino Jorge Cruz nos da razones del frecuente trashumo del joven periodista, (trasiego por lo demás absolutamente habitual entre ambas poblaciones desde los tiempos fundacionales):
“Buenos Aires era el centro indiscutido del Río de la Plata, el más parecido a las ciudades de Europa y el ámbito ideal para los hábitos y los anhelos del dramaturgo. Lejos de su familia y aún soltero, Sánchez vivía prácticamente en la calle”.
Y en los charcos y baches de esas calles, adoquinadas o fangosas, el escritor oriental mojaba su pluma dando inmortalidad a los seres anónimos que luego, transformados en personajes reconocibles, elevaba a los escenarios.
Se diría que en aquel Rio de la Plata finisecular, convertido en fabuloso caldero de tres patas se cocinaban, a fuego urgente, las esperanzas y sueños de quienes, excedentes en sus cunas exiguas, anhelaban hallar tierras ubérrimas o cuando menos hospitalarias en las cuales empezar o remendar sus vidas saturadas de privaciones.
Y sobre todo en donde sus hijos- los que ya eran y los que aún no eran- pudieran verse redimidos y a través de ellos redimirse, a su vez, de tanta miseria pasada. Aquellos recién llegados debieron procurársela arqueando sus jóvenes lomos; espigando con la derecha lo plantado con la izquierda. No fue fácil la adaptación.
“…años más tarde, el gallego Adrián Troitiño, infatigable anarquista expulsado sin remedio de Argentina y España, no dudó del nombre adecuado a la hora de fundar, en Montevideo, el Sindicato de Canillitas de Uruguay.”
El colosal pote platense apoyaba dos de sus irregulares patas en Montevideo y Buenos Aires, y estiraba monstruosamente la tercera sobre la mar, hasta alcanzar la vieja Europa. Por ese descomunal escaleno trepaban los desheredados de todas las orillas para, deslizándose y sumergiéndose con todos sus trebejos y tradiciones en el receptivo matraz, dar sustancia al caldo humano del cual se nutrió la oportuna observación de la hipócrita pacatería social que, a la postre, denunciara el comediógrafo.
Sánchez, ferviente anticlerical, es el hombre adecuado para retratar, sin cortapisas y empáticamente, el creciente fenómeno de olas inmigratorias con sus inevitables choques por diferentes escalas de valores entre recién llegados y autóctonos.
Los conventillos, los inmigrantes (en su enorme mayoría “gaitas” y “gringos”, pero también los criollos desplazados por la industrialización agraria) los lupanares, las bohemias, los tahúres, los viejos verdes, los bailes, los chorros, los curas, los colchoneros, las “paicas” y los “cafishos”, los músicos, los cuchilleros, los patoteros, los guarangos y demás fauna humana, eran -siguen siendo- idénticos en ambas márgenes del Plata.
Solo qué en Buenos Aires, al multiplicarse por diez su demografía respecto a su hermana chica, en vez de un cura, un cafisho y un chorro, hay diez curas, diez cafishos y diez chorros, pero también la ilustración bendita de diez teatros, diez bibliotecas y diez periódicos y las oportunidades de éxito, por tanto, siguen esa misma proporción.
Y allá se va, como periodista y dramaturgo, “el joven alto, desgarbado y encorvado, de rostro aindiado, cabello renegrido y lacio, el labio inferior grueso y caído y la mirada somnolienta”, al decir de su contemporáneo R. Giusti.
Como antes en Minas y en Montevideo, también en Rosario y en Buenos Aires el literato usará varios pseudónimos. No ganaba poco (con lo producido por Barranca abajo pudo comprar una casita en las afueras de la capital, pero gastaba sin miramientos y siempre andaba a la cuarta pregunta.
Mucho se le ha criticado a Florencio -y con razón- su escaso academicismo, sin percatarse de que, lejos de ser una desventaja, fue, quizás, su mayor virtud. Su incontaminada visión lo acercaba, sin preconceptos académicos, a los fenotipos estudiados que se le ofrecían, cercanos y gratis, frente a sus ojos aparentemente adormecidos. Sólo debía escrutarles las almas y entender los giros idiomáticos de sus modelos. Para ello frecuentaba, aguzados sus cinco sentidos, los abundantes cafetines en que éstos se le mostraban al natural.
No es de extrañar, entonces, que Sánchez, de gran poder de observación, asimilación y síntesis a pesar de su corta edad, resultase el mejor retratista de una fecunda realidad multinacional.
No es casual que su primera y exitosa pieza teatral M’hijo, el dotor yaen su título reflejase la genuina impronta de lo que, entrañada en su trama, se respiraba por entonces -y aún hoy en buena medida- en estos rincones del otrora virreinato español y aun en otras regiones del mundo, sí o no hispano: la incomprensión intergeneracional y el avergonzarse de los progenitores analfabetos una vez alcanzados, gracias a éstos, elevados peldaños en el escalafón social.
Sus personajes eran tan verosímiles, que tanto te los podías topar al salir del teatro como codearlos en la butaca. A menudo vestían los mismos ropajes de los espectadores y hablaban como ellos.
Otro tanto puede decirse del resto de su frondosa producción teatral, muchos de cuyos títulos anticipan el contenido, siempre conflictivo e inquietante: La gringa, Mano santa, Los muertos, Puertas adentro, Los derechos de la salud, La gente honesta, Los curdas, Moneda falsa, Nuestros hijos, La pobre gente, etc…
En Canillita y El desalojo -por rozar sólo dos- está presente buena parte de la variopinta fauna humana hallable en un “conventillo”, micromundo donde conviven distintas corrientes migratorias. Sánchez deja al descubierto los conflictos y las empatías entre los criollos -del campo o de la ciudad- y los “gringos“a través del “cocoliche “de éstos y el lenguaje popular y el coloquial lunfardo de aquellos:
Canillita produjo tal impacto popular que, a poco de estrenado el drama, tal nombrete designó a todos los botijas vendedores de diarios de piernitas flacas y sucios pies descalzos, de tal suerte que, años más tarde, el gallego Adrián Troitiño, infatigable anarquista expulsado sin remedio de Argentina y España, no dudó del nombre adecuado a la hora de fundar, en Montevideo, el Sindicato de Canillitas de Uruguay.
En Barranca abajo, después de la primera función, el ácrata Sánchez, presionado por la crítica, debió sofrenar su tendencia a respetar, a toda costa, la voluntad de cada quién. El empático Aniceto no podía quedar como cómplice del suicidio del Don Zoilo; no lo toleraban el decoro y las buenas costumbres de los espectadores.
Se imponía darle a su drama un final socialmente “aceptable”, y lo tuvo… El viejo rústico totalmente arruinado, pero sin traicionarse a sí mismo, debía tranquilizar a su honrado ahijado antes del fin.
Sánchez, siempre endeudado y afectado de los pulmones por abuso de una vida noctámbula y desordenada, consigue del gobierno uruguayo un encargo oficial para realizar -¡por fin!- el viaje a Europa con que soñara durante largos años.
Ya en Génova y habiendo recibido buenos dineros por la venta de alguna de sus obras, dilapida 3.000 francos en menos de quince días de desenfrenado derroche en Niza.
Poco le dura la felicidad. Su mal recrudece y así se lo hace saber a un amigo:
— “Estoy desconsolado y con ganas de dejarme morir…. Me siento deprimido, triste, compungido, con ganas de llorar. Cada vez que esputo sangre se me llenan los ojos de lágrimas”.
Excluido de hoteles por temor al contagio, termina sus días en un hospital de caridad milanés. Su testamento es un canto al voluntarismo:
— “Si yo muero, cosa difícil dado mi amor a la vida, muero porque he resuelto morir…”.
En la madrugada del 7 de noviembre de 1910 se le oyó pronunciar, agónico, su última frase:
— “¿Quién dijo miedo…?”.
Tenía tan solo 35 años. Pero le bastaron los siete últimos para dejarnos las mejores radiografías de nosotros mismos, los inmigrantes al Río de la Plata.
Y de nuestras generosas tierras de acogida.
Debería pasar más de medio siglo hasta que el rumano-uruguayo Jacobo Lansgner alcanzase el esplendor del desgarbado Florencio con Esperando la carroza o Besos en la frente, aportando nueva leña nativa y atizando el fuego sagrado del genial Sánchez.
No obstante reconocerle a Sánchez su genio de cronista excepcionalmente lúcido, debo señalarle, con el mayor respeto y humildad posibles, lo casi invisibles que hizo a los negros – los únicos inmigrantes llegados contra su voluntad- y a los indígenas -los verdaderos dueños de casa-, degradados y arrinconados hasta la indignidad servil.
Es fácil conjeturar el porqué de su “olvido”, pero será harina para llenar otro costal, que este ya va sobrecargado.