galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

¿JUGAMOS A LA GALLINA CIEGA?

La democracia admite formas diversas según funcionen sus leyes e instituciones. Pero no aguanta la mentira ni el taparse siempre los ojos.

Por Manuel Menor

Es buen momento para recordar La Gallina ciega, de Max Aub. En un efímero viaje desde el exilio mejicano en 1969, todavía filmó el emblema del yugo y las flechas que presidía la fachada del Ministerio de Educación. Este libro es un dietario de los setenta y cuatro días que pasó en España, un gran retablo en que cuantos hablaron con él, para tratar de salir adelante como podían, obviaron lo que había sucedido treinta años antes. Testimonia cómo la única España que encontró era la de los vencedores, los muertos y exiliados ya no tenían espacio; su vacío ya no era advertido por muchos, y la España democrática “se había desvanecido”. El autor se volvió de nuevo a Méjico sorprendido de lo poco que el destruido proyecto republicano interesaba a sus interlocutores.

El título que puso Max Aub a su libro no obedeció, según su autor, a que la España que había visto fuera la del juego infantil del cartón de Goya, sino la que había “empollado huevos de otra especie”. Gallina ciega aludía a los olvidadizos que no querían ver, pero podría valer como parábola -en sentido costumbrista- de las vueltas y revueltas de cuestiones y reformas que nos traemos entre manos, más pendientes de las disputas que generan, que de si la cultura cívica que se está construyendo es valiosa para todos. Oyendo y viendo mítines como los de estos días, idas y venidas a Bruselas, trapalladas como la votación de la Reforma Laboral, o guirigáis como los de las propuestas de comisiones antipederastia, se ha producido tanta agitación que  el juego de la gallina ciega se queda corto para escenificar que son demasiados los que se mueven a tontas y a locas, desentendidos de lo que Monterroso advirtió acerca del dinosaurio, que “todavía estaba allí”.

INDIFERENCIA

Son excesivos frentes diarios inundando a todas horas las terminales de comunicación –móviles, radio, televisión, ordenadores y prensa- con poca información fiable y contrastada, mientras las saturan con declaraciones de cuantos han sido pillados en algún ilícito y no se responsabilizan de nada. Por si fuera poco, los acompañan quienes tratan de comernos el coco con sus razonamientos, creíbles porque, al parecer, todo es opinable; saben que alguien les hará caso, será cómplice amplificando su opinión y el valor del voto para su cofradía política. A la cadena de comunicación le importa que circule lo que sea; le da igual, con tal que parezca que el mensaje llegue a alguien que piense parecido y, a ser posible, con un punto de gracia irreverente. Es irrelevante que sea verdad o que explique lealmente algo; lo relevante es que aparente gran novedad, aunque sea mentira. El aval del “me gusta”, es el gran criterio que está en marcha para orientar a unos y otros, aunque detrás no haya contraste, documentación, ni razonamiento.

Los ciudadanos interesados en los asuntos colectivos –como corresponde- y, sobre todo, quienes están en la dura tarea de enseñar, lo tienen cada vez más complicado. Hay profesores que se quejan del cambio que se está operando en muchos adolescentes que, para distraerse de su aburrimiento, le dicen al docente que lo que está explicando o siendo objeto de aprendizaje –sea en Lengua, Ciencias, Geografía o Historia- es su opinión y que habrá que votarla entre todos. La razón, la verdad, la conciencia, el deber -o como queramos llamar al sentido de lo que hacemos o no hacemos-, en muchos ambientes es indiferente. Equivale a decir que nada tiene sentido. No obstante, antes de que este código de conducta crezca más, debiera quedar claro que desarrollar esta actitud colectiva de indiferencia ante cuanto suceda es rentable para alguien o, incluso, muy rentable. Los supermercados y grandes superficies emplean técnicas sofisticadas para que la música ambiental que programan propicie las compras compulsivas. Y los que están detrás de los equipos de comunicación de las grandes corporaciones saben muy bien cómo darle la vuelta a las palabras para que signifiquen lo que parece que no son y el relato que propicien les sea favorable para ocultar lo que no nos gustaría saber. El ruido es música productiva para muchos.

VOCES Y PALABRAS

En este proceloso mar de lo que nos dicen, estos días son muy pedagógicas, por ejemplo, las declaraciones contrarias, originales o inducidas, que han traído consigo las propuestas para afrontar el conocimiento y la toma de decisiones respecto a las denuncias motivadas por abusos en espacios dependientes de la confesión católica. Contrastadas con lo que, acaba de decir la campeona de la “libertad a la madrileña” hace unas horas: “Todas las instituciones cometen errores, y muchísimos aciertos”, se verá que tiene un alto interés contable este juego con las palabras. Dice “error” como eximente de delito, igual que otros dicen que hay que investigar a “todas las instituciones” para disculpar a los que con certeza son culpables; como el calamar y su tinta, solo les falta echar mano del refranero para escabullirse.  En versión de larga duración, después de siglos de rigorismo, inquisición y censura, por fin se vende políticamente una doctrina laxa en que no pasa nada por saltarse cualquier derecho personal de los que hacen más daño; con hacer algo que parezca solidario, es suficiente para el perdón.

Todo lo concerniente al voto de la reforma laboral es del mismo cariz. Los sofismas que se han vertido con tal motivo, y los que quedan por emitirse, unidos a los insultos y palabras gruesas, no cumplen con el requisito que, según Aristóteles, han de tener las palabras para diferenciarse de las voces. Partía el estagirita de que el hombre es un “animal cívico”, y que entre los enemigos de la ciudadanía los había apasionados de la guerra y de andar sueltos a su aire; se distinguen por las palabras que usan para las cosas y los tratos: si son o no de palabra.  Como “la naturaleza no hace nada en vano”, solo el hombre posee la palabra, la voz la tienen también los animales, para indicar dolor o placer. Pero la palabra existe “para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto”; los humanos, frente a los demás animales –concluía Aristóteles en La Política– “poseen, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y los injusto”.

La pregunta se reduce a saber a qué jugaban y juegan los implicados en el mal uso de la palabra para votar, no votar, o votar equívocamente, en asunto tan sensible como las condiciones laborales de tantos millones de ciudadanos. Si la palabra es el “fundamento de la casa familiar y la ciudad” -es decir de la polis o del Estado como pregonaban los griegos-, y “todas las cosas se definen verbalmente por su función o su actividad”, quienes emplean torticeramente el voto y la palabra, para que no nos entendamos, no merecen sentarse en el Congreso de Diputados. Es más, si la dinámica política en que movernos ha de ser como en la gallina ciega, con los ojos tapados a cuanto el recuerdo acumula de despropósitos, abusos y desmanes de los “más listillos”, existe el riesgo de que este juego termine desastrosamente: cuando éramos niños, no valían estas trampas.