galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

LA PEÑA DE LOS ENAMORADOS

Por Santiago Lorenzo

En la parroquia de San Breixo de Arcos habitan unas quinientas personas. Pertenece a Ponteareas, capital del Condado y allí se localiza un dolmen conocido por “A Peneda dos Namorados” que debe el nombre a una leyenda de amor infeliz.

Es una colosal piedra oscilante, de unos veinticuatro metros de largo por tres y medio de ancho en la parte más delgada y cinco en la más gruesa, que se asienta sobre otra de parecida largura enterrada en el suelo. La parte delgada se apoya sobre un trozo de roca de unos tres metros de grosor. 

A mi entender, no es un dolmen, aunque pudo tener su origen en la época megalítica por un fenómeno de la naturaleza; su pulimentación se debería a los elementos, los vientos y las lluvias,  y no a la mano del hombre, que por aquellos tiempos no disponía de grúas para mover masas tan enormes y pesadas, ni de elementos mecánicos para pulirlas.

Esta es su leyenda:

El castillo de Sobroso, que está en aquellas inmediaciones, pertenecía a Don Álvaro de Sarmiento. Tenía una hija llamada Alda o como cariñosamente le llamaban sus familiares Aldina. Esta joven gustaba de realizar pequeños paseos a caballo, recorriendo los alrededores del castillo a través de las verdes campiñas y cruzando las frondosas carballeiras y los soutos de castaños.

Con frecuencia, la joven condesita bordeaba la falda del monte de la Picaraña, en cuya cima se alzaba un pequeño castillo propiedad del Señor Don Tristán de Abarca, joven caballero al cual no veía con buenos ojos Don Álvaro porque había discutido con él, por cuestiones del límite de sus condados. Pero a nadie llamaba la atención aquellas excursiones hípicas de Aldina.

Hasta que Don Álvaro regresó de Granada, donde había estado luchando contra los moros al lado de los Reyes Católicos. Ese día quiso ver a su hija pero… Aldina no estaba en el castillo. No había regresado aún de su acostumbrado paseo.

No le agradó esto a Don Álvaro, un personaje desconfiado hasta de su propia hija. Por eso, observando que día tras día se repetían las salidas, quiso indagar adónde iba.

Encargó a un joven paje seguir a la condesita y espiarla.  Así le informó  haber visto a la condesita en compañía de Don Tristán, bajo la piedra de abalar.

A pesar de que podía considerarse una falta grave hubiese perdonado el hecho, quizá,  si se tratase de otro caballero; pero siendo Tristán, con el que no mantenía buenas relaciones, lo consideró un ultraje. Y se juró que le castigaría.

El propio Don Álvaro salió una tarde en dirección a la piedra oscilante. Allí se ocultó. Al llegar el joven Tristán le mató atravesándole con su espada. Luego arrastró el cadáver y lo ocultó entre la maleza y los ramajes que crecían en el entorno. Volvió al castillo dando un rodeo.

En vano esperó Aldina a su amado. En vano le esperó al día siguiente. Acongojada y temerosa, regresó al castillo del Sobroso y se recogió en su cámara, manteniéndose toda la noche en una muda desesperación.  Claro que,  al no estar enterada de la muerte,  la enamorada volvió una vez más junto a la colosal piedra oscilante.

Entonces sucedió que, al atardecer, se le apareció un caballero vestido de negro que descendió de un alazán muy conocido por ella. ¿Quién sería aquel caballero?

Al principio no le conoció porque llevaba el rostro cubierto por un velo; pero aquel porte, aquella figura… hizo exclamar a la condesita:

—- ¡Tristán! ¡Al fin has venido! 

En ese instante, unas campanas doblaron a muerto en la lejanía y, con terror, la joven desconsolada oyó aquellas lúgubres palabras…

—- Esas campanas anuncian mi entierro. Nuestro amor ha sido truncado por la muerte.

Y el fantasma volvió a montar en su caballo para desaparecer entre la bruma.

Aldina volvió al castillo desolada. Se encerró en su cámara y allí permaneció hasta que, al cabo de algunos días, se cerraron todas las ventanas del castillo y se abrió la puerta para dar paso al cortejo de su entierro.