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LAS MASCARILLAS Y SUS VERGÜENZAS

Dejar o no dejar las mascarillas, no impide que haya individuos con mucha cara en cuanto al interés de todos; les mola más satisfacer el suyo.

Por Manuel Menor

Después de dos largos años, la casi normalidad vuelve a la vida cotidiana a través de uno de sus símbolos; decae el uso de la mascarilla en gran parte de la vida relacional y, de paso, surgen nuevas situaciones. La de los críos y adolescentes que en este tiempo han tenido que ir a la escuela o colegio tocados con este sistema protector tendrán especial significado; no faltarán los que se sientan desprotegidos ante el aspecto que causen a los demás. No faltarán tampoco, sobre todo entre personas mayores, quienes se sientan acobardados y reticentes, con miedo a un trato más fluido que el de este tiempo pasado. Peor llevaremos todos el recuerdo de las personas cercanas que se han ido; sin ellas, toda renovación de la normalidad anterior a la pandemia no será lo mismo.

En el plano político, también quedan huellas de cuanto ha sido el tránsito por estos dos largos años. Llaman la atención, por ejemplo, algunos de los gestos de índole supuestamente emprendedora que las urgencias de los momentos iniciales de pandemia trajeron consigo, con efectos favorables para el bolsillo de unos cuantos mediadores de contratos suculentos; las mascarillas han tenido beneficiarios extraños, capaces de burlar los controles básicos que un sistema democrático tiene establecidos para que el dinero de todos no se desperdicie entre listos de turno. Los varios casos que se ventilan en este momento en las instancias judiciales, con todo tipo de excusas por parte de los implicados, cuñados y parientes, y con total mosqueo por parte de los paganos, están a la espera de que se aclaren embrollos oportunistas. Es probable que, ni siquiera si logran solucionarse, mejore mucho la confianza ciudadana en los gestores de los recursos públicos.

Y esta es la otra de las cuestiones importantes que nos dejan tras sí las mascarillas, que la reducción de impuestos, justo cuando estamos a vueltas con la declaración del IRPF, se ha vuelto a convertir en asunto principal de propaganda política. La idea de que el dinero está mejor en los bolsillos de los ciudadanos no deja de ser un sofisma más en medio de la confusión, por ver si alguien pica y vota a favor de quienes sostienen la propuesta; con antecedentes como los de muchos capítulos de gestión reciente, los propagadores de esta idea debieran añadir que mucho mejor si el resultado de lo que se recaude va a parar a los bolsillos de algunos amigos poco escrupulosos. Sin un debate solvente, sereno y a fondo sobre cuanto implica el pago de impuestos en mayor o menor cuantía, en qué capítulos, por parte de quienes y con qué diferencias de tramos de rentas, es un falso debate, destinado únicamente a la ambigüedad publicitaria de erigirse en salvadores de no se sabe quién ni a costa de quiénes. Sin importar que satisfaga a la gran mayoría, esta cuestión acabará donde solía decir el refranero: reunión de pastores, oveja muerta y que pague la cuenta algún innominado miembro del rebaño.

El asunto de la disminución de los impuestos, lanzado al vuelo, sin referencia a qué tipo de país se quiere tener, con qué dotaciones de redistribución de rentas y, por tanto, con qué calidad de servicios para todos sus ciudadanos, es banal. Quienes reclaman como método político bajar impuestos, debieran aclarar antes de nada a cuenta de qué redistribución irá el descuento. No sea que lo que quieren realmente es desproteger a la mayoría de gente que la necesita para salir adelante, mientras se pretenden aumentar las posibilidades de negocio privadas, no en sectores exclusivos de Premium, sino en los estratégicos como Educación, Sanidad, Servicios a la Tercera Edad y Dependientes, amén de otros servicios públicos.

Los ejemplos que nos ponen delante, de negocios que en estos campos concretos han crecido a expensas de la disminución de recursos a las redes públicas, son muy claros en algunas Comunidades que se erigen a sí mismas como modelo de gestión. El caso de Madrid es especialmente significativo por publicitarse descaradamente sus bondades, como si fuera la punta de lanza de un neoliberalismo costumbrista, sin contradicción interna alguna.