galiciaunica Un recorrido semanal por Galicia, España.

PARA VIGO ME VOY

Por Alberto Barciela

La ciudad aparentemente inmóvil, asomada en sus barandas; un mar azul y los barcos inquietos; las miradas absortas; las historias inscritas en el paisaje, como condicionadas por un horizonte nunca terminal; la luz yodada; el rumor de la rompiente; los marineros; el sabor salitroso de la arribada, escamas de vida, desaliento y esperanza; la oportunidad de un amor figurado y fugaz; una mirada que resbala por anhelos de imaginación; un café de aromas; el viento calmo; las pescantinas a gritos con los carretones; la vieja arquitectura asoportalada; los yates bamboleantes entre ambiciones declaradas e inútiles, hermosos como en una acuarela de Rafael Alonso; la rutina paseada entre camelios; Méndez Núñez gestual y referente en su altura de pedestal mil veces removido; un trasatlántico retador que se acomoda en los muelles; las chillonas gaviotas; calles que se desperezan de una noche de trasiego; terrazas aún dormidas y Cangas iluminada de alba, enfrente, como Cíes. Vigo es mañana.

La ciudad se ve definida en sus aparentes límites: el mar, la montaña, el horizonte isleño. Se nota que ha crecido sin una estética precisa, homologable a una belleza concreta y al sentido de lo impuesto. La urbe se ha desparramado, absorta de entornos insuperables, con zonas absolutamente fatigadas y otras espontáneas, como queriendo tensionarse en un caos imaginativo, nada preciso. Aquí un retazo de orden; allá una intención estética. La coherencia visual se restringe a las calles centrales y a La Alameda. Apela a la inspirada intención escalonada de Antonio Palacios, pero Vigo acabó trasmutando el sueño perfecto de un arquitecto por un espacio consecuente, acorde con la vida, con el trabajo, y su economía la enfundó entre muelles, prolífica y realista. La realidad la hizo como es.

La ciudad nació en torno a las playas, al puerto pesquero, condicionada por su fuerte defensivo. Más tarde, allá sobre 1910, llegarían los rellenos, la ampliación de las instalaciones portuarias, lo que otorgó la posibilidad de un caudal espléndido en torno a la industria del mar, próximo y lejano, y del transporte marítimo.

Vigo sabe de ría, de océanos y de conservar sus frutos. Del arte de los ahumados, de los escabeches, del aceite, de las latas, del congelado. Se ha ido adaptando a un proceso evolutivo influenciado por catalanes, cántabros y gallegos. Curbera, Albo, Goday, Massó, Alfageme, Alonso Lamberti, Pérez Lafuente, López Valcárcel o Portanet son apellidos legendarios. Aún hoy conmueve el prestigio merecido de su participación en la historia de la industria alimentaria, base de la economía de la urbe.

Vigo fue una puerta de emergencia. Lo fue el inmenso mar de Vigo. La ciudad se convirtió en una salida a infinitos rumbos, desconocidos. En el entreabrir de una esperanza, o de miles, cuando de rondón en una España anclada en el pasado se colaban noticias de mundos distintos.

Vigo es un escenario para el disfrute. Una ciudad abierta, en la que las vidas hablan de leyendas en cualquier bar, a toda hora. Es posible escuchar todavía los ecos de aventuras en Terranova, o el Gran Sol, de batallas casi navales celebradas por el metal sobre el mismo asfalto de sus calles, de grandes cabarets próximos al puerto, de emigraciones desgarradas, de flotas extranjeras, del cable inglés, del Citroën francés, de submarinos alemanes, escuadras rusas, de viajeros como Julio Verne, de trasatlánticos inscritos en la historia grande de los mares, incluso en el Libro de Naufragios de la Lloyd, de poetas solitarios, de estraperlos, del Santa Irene revolucionario, y al fondo, siempre al fondo, las Cíes como a la deriva.

Hace muchos años ya que han desaparecido los tranvías y los Rusos, ahora circulan los Vitrasa como si fuesen la sangre que se permite discurrir por venas acallejadas, marcando su pulso, conllevando sus cuestas, acercando sus hospitales. Ni traineras, ni barcos de vapor, ni Vapores de Pasaje, ni el Islas Ficas. Casi ni se recuerda a los primeros congeladores, ni al Polycomander. Vigo, cual si fueran barcos de charcos, de papel, sabe construir coches y sus accesorios; sofisticados artilugios flotantes: buques, hoteles que navegan, plataformas petrolíferas, yates, lanchas rápidas. Lo hace con la aparente facilidad de quien sabe de mar y ama al mar, con la sofisticación de las mayores exigencias y el mejor gusto, con la misma fuerza que amaestra el acero y que antes modeló en madera, y también luchando contra la burocracia de Madrid o de Bruselas, contra el Tax Lease o de las obligadas reconversiones. Pero también, ¡ay!, sabe hundir todo ello en el hondo de su memoria colectiva, para rescatar retazos entrecortados a la conveniencia.

Ya no hay guardia en Colón al que darle la lata, y la gente tampoco va a Peinador a ver los aviones. Dicen que Vigo es individualista, solidaria, intolerante, crítica, carente de liderazgo, que desde Portanet hasta Abel Caballero no tuvo alcalde -y fueron diez, con sus aciertos y errores-, pero tampoco quedan ahora cachamuiñas, ni velázquez morenos, ni garcía barbones, ni paz andrades, ni cunqueiros, ni laxeiros, ni lugrises, ni lodeiros, ni orozas, ni fernández del riego. Tampoco existen el Gran Hotel, ni Cruz Blanca, ni el Derby ni la cafetería Goya, ni el Flamingo. Ni Chavalín, ni Alfredo Romero, ni Tres BBB; ni La Favorita, Tobaris, Almacenes Olmedo; ni El Pilar, Las Colonias, Arrondo. Ni Pacheco, Vigofoto, Garaje Atómico. Ni los cines Fraga, Odeón, Tamberlik, Vigo, Cinema Radio, Disol, Plata, Niza, García Barbón, Minicines, Roxy. Ni Falagan, ni la Taberna de Eligio, ni la Casamar, ni el Puesto Piloto. El lector ha de completar la relación de silencios como en una evocación tan romántica como casi inútil.

Vigo, sí, es la historia de sus pequeños naufragios y de su permanente resurgir. La ciudad se ha escorado sobre su historia más comercial, alegre y vibrante. Bajo el asfalto, los adoquines parecen crujir todavía contra la vía del tranvía, pero la dinámica de los tiempos  impone grandes desafíos.

Permanecen el Cristo de los Navegantes, San Blas, San Roque, Castrelos, el Olivo, y los naranjos, y una Universidad que hace milagros y lanza satélites a los cielos, como si el Universo fuera una Zona Franca a la que admirar y en la que progresar. El puerto con su lonja, las ostreras de La Piedra, los astilleros, Citroën, el Celta, Faro de Vigo, Galaxia, la Fundación Penzol, Xerais o los fuegos de Bouzas. Y también los vigueses y los orensanos que son parte esencial de la urbe. Y esas calles museo de arte con Barreiro, Leiro, Silverio Rivas, Pulido, Alejandro Fernández, Elisa González, Xavier Magalhaes, el colectivo Ewa, Darío Basso, Nelson Villalobos. Vigo se redescubre y se engalana con sus aciertos, comenzando por la recuperación del casco histórico, para celebrar su historia y su día a día. Vigo es memoria excelsa y es presente.

Entre brumas, la ciudad tiene que fomentar los puntos de anclaje, de encuentro, reivindicar con exigencia la aportación generosa de sus grandes colectivos sociales, culturales y deportivos. Poner en mérito sus valores individuales y colectivos, para que los alboroce la música de Carlos Núñez, les cante la coral Casablanca, los exponga Afundación, les inviten a la tertulia de los lunes en el Hotel Los Escudos o les visite el trasatlántico más grande del mundo.

 … Y, si me lo permiten, ha de encontrar ese punto de amabilidad reivindicativa que la une bajo el lema de Fiel, leal, valerosa y siempre benéfica Ciudad de Vigo. No hay mejor marca para una urbe universal. Para Vigo me voy.