PESCA DEPORTIVA
Por J. J. García Pena
Abundan las personas, -incluso académicas, doctoradas, socialmente respetadas y de aparente buena fe, que declaran ser «amigos de los animales y respetuosos con la Naturaleza»; pero con frecuencia sus propios actos contradicen sus livianas palabras. Otro día hablaremos de las mascotas caseras. Hoy le toca el turno a los foráneos sin voz.
Sin ganas ni necesidad de citar su nombre propio, recuerdo el emblemático caso de un prestigioso oncólogo y poderoso político uruguayo que en su momento se opuso, con todas las herramientas legales a su alcance, a la legalización del aborto voluntario por considerarlo un crimen, justa conquista conseguida pocos años más tarde, ya en el solidario gobierno de José Mujica.
Dicho científico (ya finado) era muy afecto a la «pesca deportiva», eufemismo que pretende enmascarar a esa «pacífica» actividad que cualquier psicólogo al uso recomienda a sus pacientes -no sin razón- como bálsamo para sus males espirituales.
¿Podemos imaginar una sensación más relajante y alejada de las presiones y violencias cotidianas que la que nos produce el ver o vernos, bucólica y plácidamente, instalados bajo un frondoso árbol a orillas de un manso arroyo de lenta corriente con una caña de pescar cuyo corcho se hundirá formando expansivos anillos de agua? ¿No, verdad que no?
Pero quizás si lo viésemos desde el punto de vista de un pez cambiaría nuestra percepción de esa realidad.
Así se lo hice notar a aquel descollante ciudadano oriental.
—- Tal vez nunca se le haya pasado por la cabeza, estimado señor, pero el pez que usted suele pescar jovialmente, por puro deporte y solaz, no grita ni tiene músculos faciales que delaten su sufrimiento; pero créame, al igual que un expresivo mono, un perro o un hombre en las mismas condiciones, es decir, con un anzuelo en su garganta, el indefenso pez también siente dolor.
Hace poco se me dio por saber cuánto tiempo tarda en morir un pez «deportivamente» devuelto al agua con el paladar, la boca o la garganta destrozadas. Los invito a que ustedes mismos busquen la abundante información que hay al respecto.
¡Cuánto más honesto y sensato (y sobre todo menos hipócrita) sería el consumir la carne de ese animal ya sacrificado por puro placer, no por hambre! En vez de ello, lo lanzamos boqueando -cuasi asfixiado- al rio o al mar, no sin antes tomar testimonio fotográfico con la víctima y una sonrisa triunfal digna de alguna causa noble.
Lo haremos para alardear de buenos pescadores a la caña y «buenos ecologistas» con nuestras amistades. Con ese sencillo truco de acuosa magia escénica se pierde el rastro de nuestra infamia tras la fuga desesperada de un ser que, a costa de su vida, nos proporcionó unos minutos de divertida y ególatra satisfacción.
Vueltos a la rutina, seguiremos desempeñando nuestro rol de personas socialmente decentes.
Y -lo peor- nadie cuestionará las bellas fotos testimoniales.